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carle su riqueza, y dispone los ojos y el ánimo, a manera de preliminar bosquejo, al cuadro extraño y magnífico que han de contemplar más tarde.

Pero antes de llegar a tan prodigiosa muestra de la perseverancia y labor del enjambre humano, todavía hemos de hallarnos a solas con la vasta naturaleza, desierta, majestuosa y soberana.

Beges disfruta la sombra de los últimos nogales; su mies y sus praderas están abrigadas por montes que rodean la cerrada cuenca: al cierzo el cueto de la Robre coronado de bosque; al Mediodía, y señalado por una trocha que muere en su garganta, el puerto de Pelea, cuya denominación diríase conservada de las épicas luchas mantenidas en torno del impenetrable alcázar.

Más allá arrastra el camino sobre peña viva. Hase escondido el sol, y sentimos sobre nosotros el húmedo peso de las nubes henchidas de agua; el viento, huésped constante de las alturas, nos acompaña, y se le oye mugir allá en los lejanos picos, airado de su resistencia, o lastimado de sus heridas. Paisaje adusto; propia región de águilas. Fija sobre una roca, inmóvil, lanzada adelante su chata cabeza, aparece una de ellas, pronta a calar al fondo del abismo; distínguese su pardo plumaje, el negro becoquín que cubre su aplastada frente, y la muceta blanca con que viste su espalda y los nervudos codos de sus alas; ábrelas al acercarnos, déjase pesar sobre ellas, y remontando el vuelo, sube a cernerse, solitaria, en el inmenso espacio.

Cuando hemos perdido de vista a Beges, cércanos por todas partes un horizonte de piedra con sus tonos uniformes, opacos y cenicientos; empero la gota de rocío que se detiene en las grietas de la caliza, el chispazo de sol que la sorbe y bebe a través de su niebla, fecundan misteriosos gérmenes de donde brotan en rizadas hebras los infinitos matices del musgo. Sobre su blando terciopelo descuella el rododendro alpino, y una flor modesta y suave, la clavellina morada, que generosa crece sobre los peñascos como en las arenas, y pudiera ser

símbolo de la tierra cántabra, cuyos términos alegra, cuyos accidentes más tétricos embellece, pálida, olorosa y frágil, resistiendo humilde y vivaz, así la sal de las olas como el hielo de las cumbres. Las nubes quedan ya bajas, y al ambiente húmedo sucede seca y tamizada bruma.

Toda vegetación arborescente parece haber cesado; la niebla corre atropellada por el vendaval; siéntesela como polvareda glacial rozar el cutis, y en limpios diamantes se cuaja al paso sobre la barba del jinete y las crines del caballo.

Súbitamente entre las flotantes gasas se destacan algunos troncos, más numerosos y espesos a medida que avanzamos, y pronto nos hallamos dentro de un bosque cuyos árboles desfilan a derecha e izquierda del camino. Entre mutilados cepejones, cuyo abierto corazón todavía retoña en algunos parajes, crecen las hayas retorciéndose a buscar el sol, tendiendo sus ramas al aire y a la nube que las alimenta. Su raigambre, asida al árido peñasco, apenas cumple otra misión de vida que la de afirmarlas y sostenerlas sobre el suelo, al cual tan de firme se abrazan y aprietan, que cuando caen derribadas por los años o el temporal, le rompen y arrastran consigo poderosos trozos. Como la mano del soldado muerto ase convulsa el puño de la espada, las raíces del árbol caído y yerto conservan agarrada la piedra, testimonio de la fuerza extraña, inmensurable, que tuvo en vida.

Entre el gayo y trémulo follaje destacase a trechos inmoble y lúgubre el tejo, cuyo zumo letal extraían los antiguos cántabros (1) para ser, en trances de fortuna adversa, dueños de su porvenir y de su vida (2).

Reliquias de aquellos bosques sepultados en secular olvido y abandono que daban nombradía a esta región occidental de

(1) ... venenoqne, quod, ibi vulgo ex arboribus taxeis exprimitur,.. FlorusEpitome rerum romanarum.—Libro IV.-Nam toxica ex eo dicta quod ex arboribus taxeis exprimantur, máxime apud Cantabriam. San Isidoro, Etymolo giarum, Libro XVII, cap. IX, 25.

(2)

... fati modus in dextra est.-Silius Italicus. Punica.-Libro I.

la Montaña (1), donde parece que un exceso de vida ha empobrecido la savia y ahogado los árboles, donde yacen los troncos caídos, amortajados por el musgo y el liquen, que tienden sus verdes pabellones de una a otra rama, y cierran la impenetrable y misteriosa espesura.

Después de nuevos desiertos y nuevos zig-zags del camino, una ráfaga de aire desvanece los torbellinos de niebla; los últimos riscos del gigante aparecen sobre cielo azul, y en el seno de ellos, abrigada y recogida la nueva población, sus almacenes, viviendas, oficinas; a una parte el huraño almacén de pólvora con su bandera enarbolada como enemigo en campaña, y levantada sobre el frente del Sur la capilla de Santa Bárbara coronada de la cruz cristiana.

Es la hora de mediodía, hora de silencio y calma en parajes donde se vive la vida de trabajo regular y ordenado. El pueblo minero derramado por las cercanías, yace entonces callado y escondido, repartido alrededor de sus repletas ollas; y la vasta plaza encerrada en el cuadrilátero de los edificios, permanece desierta. No hay allí ociosos que hagan tiempo, y a la sazón sólo pueden ocuparla con sus ruidos y sus diálogos los viajeros que llegan y algún convaleciente que, vendada su cabeza, se apoya en el quicio de la puerta del hospital.

Hospital y cuartel de la Guardia civil, centinelas de la caridad y centinelas del orden, apostados por la previsión y la humanidad, ya que por alto que suba el hombre y se aproxime al cielo, mientras su planta toque a la tierra, con él van siempre y no le abandonan los dolores de su cuerpo y las flaquezas de su alma.

Cierto día del año, el 15 de agosto, cobra la plaza animación y movimiento, llénase de gente, se cubre de mercaderes y buhoneros, se viste de banderas y guirnaldas para festejar a

(1) Cuarenta años hace, en el de 1831, un estado oficial publicado por el cuerpo de la Real Armada y su comandante en estas marinas, don Joaquín Ibáñez de Corvera, arrojaba un total de 70.882.265 árboles de veinte a cuarenta pies de altura y más de cincuenta años de edad, hayas y robles en su mayor parte.

su santa patrona y abogada, en cuyo limpio altar, resplandeciente de luces, se celebra, con litúrgica pompa y religiosos cánticos, el santo sacrificio. Acuden entonces los comarcanos valles asturianos y montañeses con su mocedad gallardamente ataviada, precedida de rústicas orquestas; tamboril y gaita los del Norte y de Poniente; pandero y castañuelas los de Levante y Mediodía. Llevan muchos cuatro horas de jornada por precipicios y ventisqueros, que habrán de desandar de sol a sol; mas de fatiga o de quebranto no muestran señal el robusto pulmón de las cantadoras ni el jarrete acerado de los bailarines.

Fiesta singular, curiosa, sin parecido acaso en el universo, por lo extraño y sublime de la región en que se celebra, por lo escogido y vigoroso de la muchedumbre que la solemniza obreros de la mies y de la mina, miembros de la familia de la reja y la familia del azadón, probados, curtidos, superiores a todo cansancio, a todo descaecimiento, como flor de soldados que, salvos del hierro y del plomo, reliquias de las batallas, sobreviviendo al duro rigor de las armas, a las miserias del hospital, a las intemperies del campamento, forman la hueste veterana cuya firmeza y enérgico sosiego asombran, seducen y hacen pensar en fabulosas empresas y hazañas impo

sibles.

A esa fiesta acudirán, andando el tiempo, cuando más esparcida su fama, cuando más dilatado su nombre de original y desusada, curiosos sin cuento; y con ellos, no por curiosas, sí por entusiastas y capaces de toda admiración, de comprender los portentos de la creación, como sienten la poesía de sus risueñas galas, las damas que no teman fiarse al manso lomo y al seguro callo de las hacaneas del país.

Retratadas luego por vivas imaginaciones femeninas la austera belleza y majestad del extraordinario paisaje, sin perder su vago hechizo de lejanía y de misterio, mostraránse a los ojos de las gentes con riqueza de color y realce de contornos, que acrezcan su inexplicable prestigio.

No faltan a la expedición atractivos de toda especie.

La hospitalidad de los mineros de «La Providencia» (1) es amplia, cordial y aun pródiga. Como la del marino, parece originada en hábitos de prolongado aislamiento, de perenne azar, de porfía incesante contra fuerzas ingentes, desmesuradas e irresistibles de la naturaleza. Para ellos el manjar raro, el licor añejo, como la hoguera bien atizada en climas glaciales o estación rigurosa, nunca tienen sabor más exquisito que compartidos con un amigo llegado impensadamente, o el comensal improvisado por el acaso.

Cosas buenas tiene la vida, compensación de sus amarguras y desengaños; y una de las mejores es esta de encontrarse a distancia de años, después de vicisitudes y acasos de toda especie, en ocasiones y parajes inesperados, los amigos de la infancia, los compañeros de las cavilaciones y travesuras de la escuela.

De éstos era para mí Benigno de Arce, acreditado ingeniero, director a la sazón de los trabajos de «La Providencia». Llegamos a sorprenderle cuando sentado al fuego de una chimenea, aguardaba, en compañía de su excelente ayudante don Miguel María Masso, el momento de ponerse a comer.

Pronto se ensanchó la mesa, cubriéndose con ciertos regalados manjares y bebidas, reservados para extraordinarios

casos.

Y apenas satisfecha la pícara necesidad humana, montamos a caballo.

Muchas horas de galope necesitamos para recorrer los varios y torcidos ramales de camino que comunican los puntos de explotación. Dice el venerable Granada: «que el corazón humano sin grandes promesas no se mueve a grandes trabajos.» ¡Cuáles serán los que la próvida ciencia aquí descubre, cuando sin arredrarse la especulación humana emprendió y sostiene tan activa lucha con esta terrible naturaleza!

Al ruido de la galopada salían de sus chabolas (2) los mine(1) Es el título de la Sociedad que explota las minas de Andara.

(2) Nombre que dan los trabajadores vizcaínos a sus chozas de madera y piedra seca.

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