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ros, y en verdad que al ver a uno de aquellos vigorosos euskaros, empuñando un barreno frente a frente de la roca, tan firme sobre sus pies, tan ancho de espaldas, tan robusto de brazos, con el sosiego y la confianza de la fuerza retratados en la paz de su rostro y de sus ojos azules, parecía la roca poco enemigo y obstáculo, a pesar de su grandeza, de su solidez, de su durísimo y consistente aspecto.

Y visitamos el hondo lago de Andara, sus aguas inmobles, frías, su caudal inmanente e inalterable, sombrío y triste como las aguas muertas o que muertas parecen a nuestros ojos por la imponderable lentitud de su movimiento, por la ingente extensión de cada momento de su vida. Y hallamos la nieve de inmemoriales días depositada en los huecos de la roca, ennegrecida por los años, imposible de reconocer por quien sólo la ha visto reciente, blanca y cristalina.

Si nuestros guías hubieran querido abandonarnos al revolver de uno de aquellos mogotes, nos hubiéramos hallado completamente perdidos. Tan nuevo y extraño se hace aquel ir y venir sobre un suelo de sonora piedra, entre moles diversas y que todas se parecen, salvando gargantas y siguiendo hoyas donde un manto de bruma impide súbitamente toda orientación y reconocimiento.

Como todo lo sobrenatural e ignoto, la mayor parte de aquellos riscos carecen de nombre. Tiénenle algunos de los que son visibles desde la habitada hondura. Tendránlos todos un día si la raza minera hace asiento y se perpetúa en ellos: porque zapadores y canteros, cuyo mudable norte es el sol y su aguja la sombra, necesitan propia geografía para orientarse y reconocerse, y a esta necesidad responde admirablemente el popular instinto.

Su tajado perfil y torreada forma hicieron llamarse Castillo del Grajal al más aparente peñón inmediato a la plaza; por áspero y esquivo y apartado, sobre la inexplorada altura, apellidóse otro pico de las Malatas, en siglos en que la malatía era sentencia de proscripción y desamparo para el mísero leproso, si ya no fué teatro de tradición olvidada; mas ¿dónde

tuvo origen el bárbaro apellido de Mancundio, que tanto pare ce nombre de primitivo caudillo, como confusa e informe abreviación de antigua frase, anatema, maldición o desafío? ¿Qué suceso, creencia o tradición perdida encierran sus letras? Ahora salpican las alturas con denominaciones de reciente origen y más fácil inteligencia, tomadas de un santo o de la abundancia o proporción en que pagan las fatigas del beneficiario los frecuentes pozos o galerías abiertos para la explotación de sus ricos senos: Evangelista, Inagotable, etc.

Unas veces aparece la calamina aglomerada en disformes masas, que llaman bolsadas, otras palmeada y oprimida entre dos lastras paralelas y tendidas. Aquí arrancan el mineral abriendo en la peña zanjas a cielo abierto, allá raen con anchos socavones su áspero flanco; en otra parte, persiguiendo el filón que culebrea, se entierra, se esconde y vuelve a aparecer como si quisiera escapar a la mano que le alcanza, taladran largas galerías cuyos pisos se sobreponen o se cruzan siguiendo las ondas y recodos del filón.

Tajadas perpendicularmente por su parte meridional las tremendas rocas, hay parajes de ellas donde, como desde la tronera de una fortaleza, pueden avizorarse los hondos y apartados valles. Abocados a una de tales angostas quiebras, nuestros ojos presenciaron un espectáculo inesperado y nuevo.

El vasto territorio de Liébana, sus valles y sierras, y sus impenetrables bosques, yacían en el fondo de un mar de vapores que los anegaba y cubría, y cuyas blancas ondas, arrastradas por el viento, se desgarraban y rompían a nuestros pies, dejando sus blancos jirones, como el océano sus espumas, en las asperezas de las rocas. Fantástico mar que se agitaba y hervía sin rumor ni estruendo, de vertiginosa blancura, jaspeada de largas estelas de púrpura y oro por algún rayo de sol descarriado entre vanos e impalpables copos. Visión genesíaca, cuadro de los días primeros del mundo, cuando al contacto del candente granito, resueltas en vapor las aguas, cubrieron el globo con reciente e incontaminada atmósfera, y era sólo la bosquejada creación roca y niebla.

El vértigo y terror causados por la mar no son comparables al vértigo y terror causados por la niebla. Los despojos que flotan, la imagen que se refleja, el sonido mismo, el choque de los cuerpos que caen dan al agua cierto carácter de resistencia y sustentación, de que carece la niebla, donde todo es abismo siniestro, todo caída interminable, todo invisible e inevitable muerte.

De tanto en tanto se formaban remolinos parecidos a los sumideros de un río; algún ser sub-nebular batía las nieblas, eran las alas de alguna ave poderosa acaso, y aguardábamos verla surgir dominando el espacio y destacando en él su pardo bulto; nada aparecía, los remolinos se apagaban y el siniestro y cuajado mar seguía flotando, corriendo silencioso, opaco, desgarrándose en las rocas, desapareciendo a lo lejos sin desvanecerse ni consumirse jamás.

Extendíanse las blancas brumas sin límites aparentes; sobrenadando en ellas se divisaban lejos, muy lejos, cimas y tierras de otras comarcas, cuyo perfil oscuro destacaba en un cielo de soberana nitidez y transparencia; el gigantesco Peña-Labra, monarca fluvial, rey de las aguas ibéricas, que desde su olímpica alteza alimenta los tres mares que ciñen la Península: el Atlántico por los afluentes de Pisuerga y del Duero, el Mediterráneo por el Híjar y el Ebro, el Cantábrico por el Nansa, sepulcro del glorioso paladín Bernardo; los montes leoneses, la mesa de Aguilar, frontera liza en la restauración cristiana, los soberbios Urrieles asturianos, y la erguida Peña-Vieja, cuya cima aguda aún no ha consentido pie de explorador o de curioso.

El lugar y el momento son, lector amigo, oportunos para que nos separemos. En ningún otro paraje ni ocasión has de estar más dispuesto a la indulgencia; en ningún otro ha de ser más fácil a quien te ha acompañado tanto tiempo dejarte absorto en el espectáculo que te rodea, sin que cuides de su presencia o de su falta.

Al recobrarte de tu asombrada contemplación, quejoso y todo como puedes mostrarte, no me dirás con justicia que no

mantuve mi promesa. No te he dado la historia del pueblo montañés; pero hallándole al paso, ocupado unas veces en explotar su hacienda, o en meditar los medios de aumentarla o adquirirla, otras en recordar a sus mayores, o en asistir a culto de sus bienaventurados, o detenido en hojear sus anales viejos, he procurado pintarlo a tus ojos con el fiel colorido de su fisonomía y de su arreo, con la luz que le dan el cielo y los hermosos horizontes de su patria.

Ni pretendo que esa patria tan honda y sinceramente amada se reconozca en mis turbios y pálidos borrones. Bástame que sienta y confiese en ellos la mano y el corazón de un hijo.

FIN

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