Imágenes de páginas
PDF
EPUB

no vivió quien no ha padecido; padecer es sentir, y sentir es el uso más generoso y noble que se hace de la vida: padecimiento es la pasión temprana, mal pagada o desconocida; padecimiento la ambición madura, insaciable e inquieta; padecimiento es la vida toda del alma, la del alma justa perpetuamente descontenta de sí misma, desconfiada de su eterno paradero, la del alma réproba agitada constantemente, recelosa del bien que envidia y a la par desea y aborrece. ¡Qué cierto es que el sentimiento no reconoce jerarquías! a igual compás latían los corazones del caballero que orlaba con el sentido mote las fajas de su escudo, y del poeta obscuro, inerudito, que nos legó cifrada en cuatro versos la historia acaso de una vida entera, sin premio ni compensación. Cantar y divisa corren pareja suerte, nacieron de dolor, contentaron una aspiración del alma, pasan por labios indiferentes, y van a arrullar algún pensamiento solitario, tristemente recogido en lo más obscuro de la conciencia.

Tierra de caballería es esta que visitamos, tierra de blasón, donde todavía las armas esculpidas del solar dicen algo a los ojos del campesino, que torna del monte con la antigua partesana al hombro trocada en dalle segador.

Sobre un peñasco de la montaña se cubren de follaje los muros de una gallarda torre, por cuyas dislocadas piedras trepa la cabra golosa a morder los renuevos de la parietaria; cuéntanse en los contornos y en voz baja misterios de su cárcel subterránea, cerrada ya por los escombros de las bóvedas derrumbadas sobre su boca. ¡Qué de tesoros dice que encerraba! y los encierra todavía, porque si algún codicioso tentó la prueba de llegarse a ellos, tuvo lastimoso e inmediato castigo. No podía tocarlos mano de hombre, porque habían sido precio de sangre como los treinta dineros de Judas; y vedándolos a la avaricia humana, el cielo parecía ponerse de parte de los perseguidos contra sus perseguidores; no reconocía la razón del castigo, y lo que había sonado en la tierra como justicia, era a sus ojos, imposibles de ofuscar, odio y venganza. Pendón partido de blanco y negro, símbolo de paz al hermano, de muerte

al infiel, ondeaba plantado en su almenaje; bandera del templario, del pobre conmilitón de Cristo, que salía a la batalla vestido de tosco hierro, «más cuidadoso», dice San Bernardo, <de poner miedo, que avaricia en el ánimo de su enemigo». La pelea con ellos era cruel y sangrienta, ensañado el sarraceno con no esperar botín de ricas armas y preseas.

Y, sin embargo, eran opulentos, opulentos hasta cegar de envidia a príncipes y reyes, que hicieron su despojo condición de la paz y vida de sus estados cristianos; y como el despojo no era fácil por fuerza, uniéronle mañosamente a una sentencia capital; así también se quitaban de delante los testigos y víctimas de su rapacidad y celos; así también se curaban del miedo de sus latentes iras y meditadas venganzas. Pero acaso en más de un paraje, como en Castro, las piedras se derribaron sobre el oro e hicieron estéril la matanza, ocultándoselo a los envidiosos y verdugos.

Ayudaron nuestros templarios gallardamente a la reconquista, y es gloria de su Orden en Castilla haber salido limpia de toda abominación del proceso que la condenó a exterminio en todos los reinos cristianos; si tenían pecados de orgullo y prepotencia que expiar, la expiación fué dura y completa. Su historiador español Garibay los pinta, y es tristísima pintura, arrojados de sus conventos y encomiendas, expuestos a la insolencia de pecheros y villanos, acosados por campos y aldeas, mendigando asilo, escondiendo sus gloriosas divisas, despedidos de la hueste, negado a su desesperación el campo de batalla y la gloriosa tumba del soldado muerto por armas, necesitados de solicitar amparo del rey Fernando IV, para salvar su inerme y desconsolada vida. Al morir obscurecidos, pobres y odiados, purificados por el martirio, podían ofrecerse a Dios, repitiendo la letra escrita en sus estandartes, letra de los humildes y resignados: Non nobis, domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam.

A una vuelta del camino desaparece la torre de los Templarios: álzanse a un lado las verdes lomas de la montaña, encima de las cuales asoma su calva mole Picocerredo, gigante

de piedra que presenta al mar su flanco tajado, erguido, quebrantado y rudo, mientras desciende ondeando muellemente hacia las sierras interiores, cubriendo su áspera dureza con risueñas capas de céspedes floridos. Al otro tiende su llanura azul, su horizonte infinito el Océano. Manso y sereno parecía dormir, y el vago rumor de la vecina rompiente ahogado casi entre los murmullos de la tierra y de la vida, semejaba el lento resuello de su respiración tranquila. Las gaviotas silenciosas se cernían en el aire, moviendo a un lado y otro su cabeza inquieta, cuyos vivaces ojos negreaban sobre el blanco plumón.

Parte la carretera el pueblecito de Islares, deja a su derecha un verde islote, y torciendo rápidamente a la opuesta mano, penetra en la ría de Oriñón. La marejada escupe sobre el camino, el zagal moja en el agua la punta de su tralla, y cobra nuevo brío para castigar al ganado, nuevo aliento para correr y nueva voz para cantar; pero la canción de ahora suena, sin duda, al alcance de quien la inspira; acaso hay recelos de tibieza o temores de merecidos desdenes, acaso flota en el aire la nubecilla de alguna sospecha; para espantarla nada tan eficaz como querellarse de mala correspondencia, y la letra del

cantar dice:

Debajo de un limón verde
donde nace el agua fría,
le di yo mi corazón ¡ay!
a quien no le merecía.

Oriñón es un grupo de árboles y casas a lengua del agua y a faldas de un cerro. Báñale el sol cuando se acerca al meridiano; mañana y tarde yace en fresca sombra, derramada por los montes que hacen cauce a la ría, delicioso asilo de poesía y descanso, semejante a tantos otros esparcidos por el suelo de Cantabria; porque allí donde la vida es más penosa, más duro el trabajo, allí con su ley constante de justicia ofrece la Providencia mayor halago a los ojos, paz al alma y diversión al espíritu. El mar sin límite, la peña desnuda, el árbol frondoso, la vena de agua que salta y fluye limpia y sonora por

dondequiera, la sierra fragosa, el monte cano, la breña cerrada, la hoz angosta, el valle abierto, la mies y la playa, el bosque y la pradería, otros tantos accidentes, que aislados o juntos, imprimen a la montaña su fisonomía, y la hacen tan amada de sus hijos, tan dulce a su recuerdo, tan luminosa su imagen, norte de tantas aspiraciones, consuelo de esperanzas perdidas, última ilusión de ternura que persevera en el alma cansada y envejecida.

A pocos pasos de la casa de parada, cruza el camino el río de Agüera sobre un puente de madera, trepa en zig-zags por la montaña, salva una cumbre, y vuelve a encontrarse en horizonte abierto.

II

EL VALLE DE LIENDO.-A LAS INDIAS

Faldeando la cuesta llega el viajero a dominar el valle de Liendo, separado del mar por el alto Candina. Liendo es un nido, nido de flores, abrigado y fresco, abierto al cielo como alma sencilla, sin doblez ni amaño. La torre de la iglesia en el centro, dos o tres grandes cipreses cerca de ella, algunas manchas de roble, algunos lugarcillos empenachados de humo, símbolo expresivo y perenne del hogar y de la familia, algunas casas blancas, solas, esparcidas entre prados y huertas, componen la fisonomía primera, en bosquejo, del valle.

Estas casas blancas traen siempre a boca del extraño la misma curiosa pregunta: «¿Quién es su dueño?» — «Un indiano»- contesta invariablemente el indígena.

Si el indígena es un niño, o un adolescente, tenga por cierto el preguntador, en la mayor parte de los casos, que una de esas quintas enjalbegadas, ceñidas por verja de fierro, y jardín de dalias y hortensias, es la cifra de sus aspiraciones y deseos,

se le aparece en sueños, le causa las indecibles melancolías de la aspiración vaga a lo remoto y difícil, le distrae del Catón y el Fleury si es apocado y tibio, o le empeña en su estudio si tiene ánimo y altos pensamientos; asoma en sus juegos infantiles, y le conforta al ser despertado por la lluvia que cae dentro de su casa a través de las rajas del techo; le hace morder con diente intrépido en la borona seca y fría, y no sentir en sus pies descalzos los guijarros de que está sembrado el camino de la escuela.

Un día su padre, noticioso por uno u otro medio, por confidencia o adivinación, del gusano que hurga la mente del muchacho, le propondrá que marche a Cuba, y esta indicación primera, tan somera y vaga, abrirá a la imaginación infantil de par en par las puertas por donde se aparecen ya definidas y posibles, tangibles y realizables las misteriosas y proféticas visiones de la fantasía. Porque en los vehementes anhelos del alma el primer paso que a su objeto nos encamina, por limitado e indeciso y de corto valer que sea, nos causa el gozo intenso de la realización completa; un gozo más puro y perfecto aún porque nos le brinda sin la triste compensación de las dudas, trabajos, desengaños y asperezás; sin las heridas, incurables acaso, que han de embarazarnos el camino largo o breve entre la posesión y la esperanza.

Ya el muchacho se mira hombre y transfigurado, dueño de su libertad, de su persona, de la casa que ahora visitan holgadamente sin licencia ni atajo, el sol y el agua, las gallinas que vuelan del cenagoso corral al desvencijado balcón, los puercos que se entran hozando del cubil a la cocina sin más ceremonia que dar una hocicada a la desquiciada puerta, casa que ve restaurada, engrandecida, puesta alegremente de blanco y verde, engalanada con pintado balconaje de hierro y bolas de limpio cristal o luciente bronce, asomada por cima de flores y frutales a una cerca firme, y sobre firme ribeteada de verdes vidrios de botella para conjuro de malas tentaciones y escarmiento de merodeadores.

Y se ve a sí propio en los umbrales de ella y cómodamente

« AnteriorContinuar »