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tada al pecho del caballero; el silencio aromoso de la noche tal vez ayudaba a seguirle los pasos hasta el paraje seguro y cómodo para el homicidio; el rumor que el viento levantaba en las hojas espesas de los castaños, tal vez encubría un grito lejano, que oído de la casa-fuerte le hubiera llevado oportuno y salvador auxilio.

Habríalas, sin duda, entre ellas de varonil corazón, templado al calor de los duros tiempos en que nacieron; pero en su mayor número vivían con la zozobra en el pecho, el llanto en los ojos y el nombre de Dios en los labios; de otra suerte hubiéranse desnaturalizado y no fuera humana descendencia la perpetuada por hembras a quienes el rigor y destemplanza de las costumbres hubiesen robado las augustas calidades de la maternidad humana, piedad, compasión y ternura.

Fué historiador de aquellos lamentables días y sucesos un personaje abonadísimo para pintarlos con fiel colorido. No era de la tierra, pero sí vecino, y en la suya y con los apellidos de Oñez y Gamboa, andaban los bandos no menos encarnizados y divididos. Diez y seis años tenía cuando ya entraba en campo con sus parientes a sostener un desafío enviado a su padre por los banderizos contrarios; luego peleaba contra infieles y en Castilla, en cuyas guerras veía perecer al segundogénito de sus varones; al mayor se lo mataban después en un encuentro de partidarios, y el tercero, descaminado por la codicia de suceder en el mayorazgo con perjuicio de los hijos de sus hermanos primogénitos, encerraba a su padre ya septuagenario en la torre del propio solar, y con tal violencia consumaba la usurpación (1).

Había probado, pues, de cuantos rigores y pesares traía consigo el estado febril y desasosegado de los pueblos; puesto mano en los negocios comunes; visto de cerca los hombres y las cosas, y podía maduramente juzgar a sus contemporáneos, entrando en las causas recónditas de sus hechos.

Los ocios de la larga prisión que padecía «temeroso de mal

(1) Maestre.--Semanario pintoresco español, año de 1847.

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vevedizo, e desafuciado de la esperanza de los que son cativos en tierra de moros, que esperan salir por redencion de sus bienes o por limosnas de buenas gentes»-como él mismo dice—, aficiones añejas a leer y escribir de historia, que desde sus mocedades le acompañaron (1), el caudal erudito que poseía, el interés de los sucesos en que fué actor o testigo, el amor al suelo, la ley al linaje, el espíritu de perpetuidad y conservación de todo lo ganado y poseído, que caracteriza las razas montañesas, moviéroule a componer una obra, extraño conjunto de verdad y fábula, y cuyo «nombre derecho», según sus propias palabras, debe ser: «Libro de las buenas andanças >>e fortunas, que fiço Lope García de Salazar, en XXV libros >> con sus capítulcs é sus tabias en cada uno sobre si de letra >> colorada.>>

Tal fué Lope García de Salazar, señor de las casas de Salazar, de San Martín de Somorrostro, Muñatones, Nograro, la Sierra y otras, merino mayor de Castro-Urdiales, que había nacido en 1399, en aquella torre de Somorrostro, donde padeció cárcel; en aquel lugar al cual tanto amaba que legó a su iglesia el libro curioso resumen de su vida, y que venía de varón en varón de aquel ilustre Prestamero mayor de Vizcaya, Lope García de Salazar el viejo, muerto en la cerca de Algeciras (año de 1344) después de vivir más de cien años, dejando la prodigiosa descendencia de ciento veintitantos hijos legítimos o espúreos. Cierto que su rebiznieto contaba ochenta y cinco hijos y nietos de ambos sexos y de una y otra procedencia, y que con tan extraordinaria extensión de su ilustre apellido, había dado lugar a que lo usasen hijos de padres desconocidos, y a un malicioso dicho popular en Vizcaya: Quien nombre no tiene, el de Salazar se pone.

De sus veinticinco libros, los veinte primeros forman una crónica dispuesta a imitación de la general de España, ordenada por el rey sabio, y en ellos se comprende el Génesis, con los anales más o menos fabulosos de los pueblos antiguos de

(1) Ya en 1454 había escrito la Crónica de Vizcaya.

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Oriente y Occidente, y la historia de los reinos castellanos hasta los días del autor. Ya en el vigésimo se limita a Vizcaya, su tierra nativa, y en los siguientes describe los títulos, linajes, entronques y descendencias de las familias hidalgas de Bayona a Bayona, y cuenta minuciosamente sus divisiones y discordias, sus batallas y atropellos. Esta es su parte más interesante, la que anda copiada en archivos y manos de particulares, porque el libro de Lope García, aunque sea mengua y descrédito de cuantos le deben obligaciones, aun no ha visto la luz de la prensa (1).

Más ancho teatro, transcendencia mayor, otra raíz, otros elementos, más numerosas huestes, y más numerosos analistas por consecuencia, han tenido otras luchas internas, nefandas, entre hijos del mismo suelo, de la misma lengua, de la misma estirpe, que vinieron a reñir en estos parajes sus postreras lides.

Carretera adelante, río arriba, más allá de Gibaja, donde parte a la izquierda el camino a los baños de Molinar de Carranza, está Ramales.

Todos os acordáis de Ramales, ¿no es cierto? Digo todos los nacidos en la triste era de la civil discordia que dentro de esta provincia de Cantabria marcó en dos parajes diversos su siniestra aurora y su sangriento caso, en Vargas y en Ramales.

En 1839, en los primeros días de Mayo, días de ordinario claros, gracias a los aires que soplan de Oriente, las gentes subían a los altos de las cercanías de Santander a oir el cañón que tronaba en Ramales. A despecho de la distancia y a favor de la sonora concavidad de los montes, el ronco estampido llegaba, más claro o más débil, prolongado o seco, según la hora, el calibre de la pieza y el punto donde disparaba. En aquellas asperezas se daba una batalla de días, complicada y

(1) No se ha impresso, por que dixo muchas verdades, particularmente de los ducientos años antes de su existencia. Sota, Chronica de los Principes de Asturias y Cantabria.-Lib. III, cap. LVIII, pág. 598.

(N. del F.)-En 1884 se publicaron los cinco últimos libros por D. Maximiliano Camarón, con un prólogo de D. Antonio Trueba.

difícil, batalla y asedio a la vez; combates de artillería y combates de arma blanca; batalla reñida, reñidísima, como que la sostenían por una y otra parte soldados curtidos y amaestrados en largas campañas sostenidas durante seis dolorosos años, al rigor de todas las penalidades del suelo, de todas las inclemencias del cielo; habíanse buscado y batido en todas las comarcas españolas, llanas y fragosas; las aguas del Arga y del Cinca, del Turia y del Duero habíanles refrescado las gargantas, secas con el polvo de las batallas; habían caminado, sufrido, acampado, vivido en hambre y en miseria, en desnudez y en peste, con la mano puesta siempre en la garganta del fusil y la vista en la posición enemiga; la victoria indecisa había vacilado entre ambas huestes; unos habían escrito en sus pechos y en sus banderas los nombres de Mendigorría, Gra, Chiva y Luchana, otros los de Alsasua, Oriamendi, Barbastro y Maella. Flor de valientes que sobrevive a las dilatadas contiendas, respetada por la muerte, superior a toda flaqueza, extraña a todo temor, cuyo ambiente propio parece el ambiente cálido de la pelea, y que es vanidad y legítimo orgullo de la nación que en sus armas fía y reposa.

¡Qué proporciones épicas toma la guerra en la mente del niño, en la mente del pueblo! ¡Cuán fácilmente nace en ella la leyenda y da forma sublime a manifestaciones del esfuerzo, de la generosidad, de la virtud humana! Lo que oímos contar entonces no se nos ha olvidado; los nombres de los lugares, la peña del Moro, las sierras de Ubal; los episodios de la lucha, una cueva defendida por un cañón, a cuya boca van cayendo cuantos bravos se atreven a probar el paso; un coronel que toma de manos de un oficial muerto la bandera de su regimiento, que ha costado la vida a otros oficiales; los nombres de los cuerpos, la Guardia, Luchana, los Húsares, los Guías... y así en una mezcla confusa de paisaje, fuego, matanza, uniformes, hombres y caballos, se nos pintaba entonces la célebre jornada; así la veía yo años más tarde visitando su teatro.

Dos antiguas casas solariegas, la de los Alvarados y la de los Orenses, a uno y otro lado del camino, no paralelas, sino

edificadas en ángulo recto, habían sido el centro de la fortaleza carlista. Y a pesar de los trece o catorce años transcurridos, diríase que sitiados y sitiadores acababan de ausentarse después de enterrar sus muertos y recoger sus heridos. El asperón de los muros ennegrecido y quebrantado, el recinto de ambos edificios a cielo abierto, colmado el suelo de escombros, un sillar movido de su asiento por el golpe diagonal de una bala, astillas y cascos, rastros de incendio y de matanza, y en el contorno marcada la huella del foso, la cresta de la empalizada que ensangrentó el asalto.

Al Nordeste y un poco apartado del camino, el cerro de Guardamino, la ciudadela de las posiciones, la última escena del combate, la capitulación y victoria definitiva; mas aquí las cañas hojosas y frescas del maíz, el heno crecido, setos vivos de zarzas y saúcos por donde trepaban lúpulos y yedras, habían disfrazado el suelo y hecho desaparecer toda señal, si alguna había, de las obras del zapador y del artillero. Y en las cercanías, ni un pastor, ni un aldeano que recordase la batalla y quisiera narrarla, ni un soldado viejo que hubiera asistido a ella. El hombre rudo, cuya vida corre en solitaria y constante presencia de la vasta naturaleza, en continuada porfía con ella, campesino o marinero, olvida fácilmente esas glorias, que son para el hombre culto, criado en holgada vida urbana, objeto preferente de estudio y perenne recuerdo.

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