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Este don Beltrán de Guevara fundó en el islote de Anó, hacia 1421, el convento de franciscanos de San Sebastián, donde tiene sepultura, con otros de su raza. Los Reyes Católicos otorgaron a los doce frailes que lo habitaban exención de tributos reales y la libertad de poseer un barco para comunicarse con el continente (1). Allí vinieron a sepultarse el hijo del fundador y su heredero don Ladrón, general en la guerra de la Axarquía de Málaga, caballero del Toisón y mayordomo de la princesa doña Juana, muerto en 1503; y don Pedro de Guevara, comendador de Santiago, embajador del César en Polonia; y don José de Guevara, capitán general en el Rosellón y virrey de Navarra, que murió en 1568 (2).

Aquí vino también a yacer Bárbara Blomberg, la madre del inclito don Juan de Austria, hijo de Carlos V. Era hija de un burgués de Ratisbona, hermosa y habilísima en el canto, afición tenaz del emperador. La honda melancolía que a intervalos le asaltaba desde la muerte de la emperatriz, acaecida en 1539, siete años había, se desvaneció al halago de la voz melodiosa, y la voz plantó su eco tirano, indeleble y profundo, en el lugar de donde había ahuyentado el pesar.

Casóse más adelante con un alemán, Kegell, comisario en los ejércitos reales; tuvo de él dos hijos y quedó viuda. Mas en su viudez no vivió con el recato y modestia a que parecía obligada por las memorias unidas a su nombre.

Tanto fué, que de acuerdo con su propio hijo don Juan, el rey Felipe II dispuso su venida a España.

Establecióse en San Cebrián de Mazote, en tierra de Valladolid; trasladóse luego a Colindres según los instrumentos históricos, a Ambrosero según la tradición confirmada por las memorias que en Ambrosero quedan y allí encontraremos. En Colindres o Ambrosero murió hacia 1598, y en su testamento

(1) Gonzaga.-De origine seraphicae religionis franciscarae. - Roma, 1587. (2) Un nieto de éste, llamado don Luis de Guevara, que sirvió en Flandes, fué el primer conde de Escalante, titulado tal en 1627.-Murió en Espinosa de los Monteros, año 1643.

dejó ordenado se celebrase su entierro en el convento de Laredo y se enterrase su cuerpo en San Sebastián de Anó.

Y consta que esta última parte de su voluntad quedó cumplida, en el Memorial que uno de sus testamentarios, Agustín de Alvarado, dirigió al rey en 1599, rogándole que de la pensión de 3.000 escudos que la muerta percibía y queda vacante, mande hacer el gasto de su sepultura, la fundación de una misa perpetua por su alma, y la satisfacción de algunas deuda por haber muerto tan pobre como murió» (1)

II

AMBROSERO.-AGUA AL SEDIENTO.- LOS ARQUITECTOS
MONTAÑESES

Dejemos a la villa de Escalante bañándose como una salamandra en el espléndido sol que inunda su campiña, aunque el trozo de carretera recto y llano que la liga a la carretera que seguimos, convida a visitarla más de cerca.-Mas ahora no tenemos vagar para ello.

¡Oh! si en cada paraje que un recuerdo, un lazo, una afición cualquiera, naciente o añeja, meditada o súbita, nos convida a hacer posada, cediendo al placer de un momento detuviese mi jornada, nunca llegaríamos al término de ella. ¡Y qué sería de tu paciencia, lector, que amigo o curioso me acompañas! Y sin embargo, qué de veces y en horas señaladas y en señalados lugares de esta peregrinación que se llama vida, te habrás dicho, ¿por qué pasar de aquí? ¿A qué caminar más, si el sitio es apacible y el alma encuentra atmósfera apropiada a su anhelar constante e infinito? ¿Por qué no alzar aquí nuestras tiendas

(1) Está en el archivo de Simancas y lo publicó el señor don Modesto de Lafuente en el tomo I de la Revista Española de Ambos Mundos, año de 1853, para ilustración de un interesante artículo titulado La madre de Don Juan de Austria.

como los apóstoles de Tabor, y hacer tranquila y final morada? ¡Qué vida sueña el alma en semejantes ocasiones! Y quizás el solo encanto de esta soñada dicha consiste en la imposibilidad de lograrla. Vano sería intentar torcer el curso de la vida, cediendo al impensado hechizo; allí encontraríamos las amarguras y el hastío de que anhelábamos huir.

Llegaba yo a Ambrosero con aquella cándida ignorancia con que por punto general visitamos nuestra tierra, y que es una de las razones que dieron ser a estas hojas.

A la izquierda del camino, en suelo pendiente y bajo, asoman entre robles y nogales los tejados de un barrio.

-Barrio Madama, me dijo un compañero de camino.
-¿Y por qué se llama barrio Madama?

-Porque en él vivió una extranjera, a quien las gentes del país llamaban así; la madre de Don Juan de Austria.

-Es verdad que no sólo las gentes, sino la correspondencia oficial del tiempo llamó a aquella señora Madama Bárbara Blomberg. Y por cierto que la tradición, afirmada por el título del barrio, me parece prueba evidente, si no harta, de su residencia en Ambrosero.

-Hay otras, dijo mi ilustrador; hay la casa en que habitó y conserva su nombre; hay tapices en la iglesia que fueron regalo suyo; hay papeles en el archivo del Ayuntamiento, según me han asegurado, aunque no los he visto.

Yo los veré, pensaba yo entonces en mis adentros, porque en ellos a no dudar está el completo esclarecimiento de ese punto de historia.

¡Yo los veré! ¡Cuántos propósitos parecidos, instantáneos, sinceros, vehementes, y que no viven más del instante de su generación! En aquel instante parecen fáciles, hacederos; los medios de ponerlos por obra, la ocasión y el tiempo de realizarlos están a mano suficientes y oportunos. Luego se entreveran otros afanes, otros deseos, otras necesidades, otros propósitos quizás en que se emplea y gasta el alma que, aunque inmortal, no es infinita ni universal, ni menos omnipotente.

Aquel día hacía extremado calor; declinaba el verano, y eran

las dos de la tarde. A la sombra de unos árboles, acurrucada en el suelo, cruzadas las manos sobre el regazo, caída atrás la blanca bengala que dejaba ver su cano cabello y que lo orease la perezosa brisa, estaba una mujer anciana con un cesto delante en tierra, cubierto con una toalla de inmaculada blancura. Sabido es que esta máquina y aparato, en nuestra tierra, contiene siempre fruta, y fruta riquísima las más veces. Efectivamente, alzó el velo, y asomaron su fresca y vellosa piel hasta docena y media de pavías, de esas pavías llamadas nateras, redondas, gruesas, blancas, con su mancha colorada en medio, parecida a las que al volver de la romería traen en una y otra mejilla las muchachas que las recogen y las venden.

Grato es al mediar una jornada en las abrasadas llanuras de Castilla el racimo de uva que el guarda de los viñedos ofrece sin regatear al pasajero, y no es menos sabrosa la naranja que os espera al término de una cabalgada en los hospitalarios cortijos andaluces; pero nada tan refrigerante y sabroso como la pavía montañesa, que para mejor llamar la sedienta boca, muestra una limpia y cristalina lágrima, cayendo de la herida abierta al desgajarla de su ramo nativo.

Y no es la sola fruta que os brinda al paso su fragancia y su frescura; a par de ella os invitan purpúreos briñones o griñones, que aún no sé cuál sea su nombre verdadero; peras de variedad infinita, y la ciruela claudia de ambarina pulpa y terso hollejo; esto cuando ya desaparecieron las rojas cerezas, consumidas por la estación y los golosos, y cuando aún no negrean entre sus anchas hojas los higos de miel, ni ha caído del árbol la paradisíaca manzana, ópima cosecha del otoño. Pero no nos distraiga la gula del arte, aun cuando no sea gula aplacar la sed.

Los aficionados a caminar, artistas, cazadores o curiosos, cuantos corren el riesgo de un dilatado ayuno, de un sol inclemente, de un súbito aguacero, saben por demás el profundo agradecimiento que conservan al manjar primero que satisfizo su hambre, a la primera sombra, al primer techo que les dió

●●bija y amparo. Así es como lugares, al parecer indiferentes o acaso repulsivos, cobran interés y valor singulares para determinados sujetos; así el viandante sorprende a su lector con detalles de paisaje en que éste, más familiarizado con el terreno, nunca hubo reparado, o despierta su acerba censura parándose donde el lector estimaría prueba de gusto y de mejor crítica el pasar volando y como sobre ascuas.

La iglesia de Beranga (1), gallarda y espaciosa, domina una vasta vega, tan amena y florida como lo son todas las de la comarca. Luego subimos una cuesta, desde la cual, volviéndonos a mirar, descubrimos y saludanos el mar y las románticas peñas de las cercanías de Santoña. Luego, en un sombrío recodo del camino, saludamos la devota ermita de Jesús del Monte; salimos de los árboles, volvemos a bajar, y cruzamos la mies donde está Anero, donde está Oznayo, a cuyo mercado también nos prometemos venir como a Ambrosero, y a visitar en su iglesia los enterramientos de los Acevedos.

Después se hunde el camino en una quiebra frondosa, donde pasamos el Miera, que limita el territorio y le da nombre, y que va a caer en la bahía de Santander, a cegársela poco a poco, castigando sus humos de capital, a vengar, matando lentamente su mercantil soberbia, las zumbas y motes con que de tiempo inmemorial da vaya a los valles que riega y a los en ellos nacidos.

Pero al recorrer esta amenísima comarca de Trasmiera, una circunstancia herirá la atención de todo el que se haya ocupado de arquitectura española. Preguntando y oyendo los nombres de lugares esparcidos entre el Asón y el Miera, creerá asistir a una lectura del libro en que el erudito Llaguno reunió los nombres y noticias de vidas y obras de los arquitectos españoles. En el vigoroso impulso que la edificación civil y religiosa recibió en los siglos XV y XVI, salían de la montaña aquellos diestros oficiales de cantería y aparejadores, que sometiéndose à la enseñanza de los grandes maestros, los Siloes,

(1) Beranga, de los Ballesteros.

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