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es el del padre en los bienes adventicios del hijo, y en este peculio hay dinero ú otras cosas fungibles, el usufructuario adquiere el dominio, y se constituye deudor del hijo para el dia en que terminado el usufructo deba hacer la restitucion.

Bastaria esto para comprender que en el hecho de devolver en metálico la cantidad que del mismo modo se recibió, y en que se tuvo el usufructo por disposicion de la ley, se cumple plenamente con la obligacion de restituir.

No puede compararse el usufructo de fincas y de cosas no fungibles con las que á esta clase pertenecen. En aquellas, el dominio queda en persona diferente del usufructuario; en estas, pasa al usufructuario. De lo que es consecuencia, que al paso que en las primeras solo correspondan á éste los frutos ordinarios de la cosa, en las segundas le corresponden tambien los estraordinarios, porque el incremento estraordinario de las cosas es para su dueño.

De otro modo no podria concebirse el usufructo del dinero, porque equivaldria á no tenerlo el no poder disponer de él y conservarlo salvâ rei substantiâ para el dia en que concluyera el usufructo, y este derecho vendria á ser una carga gravísima para el que lo tuviera, por los cuidados que habria de prestar en la conservacion de una cosa cuyos peligros serian suyos, al paso que careciera de todas sus ventajas.

Queda presentada la cuestion en el terreno que parece mas propio, sin renunciar por esto á examinarla bajo otros puntos de vista diferentes.

No faltarán algunos que considerando el caso de que los efectos públicos hayan sido adquiridos con el dinero cuyo usufructo nos pertenece, opinen que corresponden á la persona dueña del caudal que usufructuamos, porque crean tal vez que habiendo reemplazado los efectos al metálico, deben pertenecer al que es dueño de éste. Solo por un error de derecho, en nuestro concepto, puede considerarse como dueña del dinero, durante el usufructo, la persona á quien debe pasar despues de concluido éste, y por lo tanto sacarse la consecuencia de que el incremento del valor que hayan tenido los efectos, le pertenece. Ya queda dicho que el usufructuario se hizo dueño del dinero: pero suponiendo sin concederlo, que la doctrina contraria que no parece legal, prevaleciese, siempre vendria á suceder lo mismo aunque por causas diferentes. Cuando hay ley terminante, no es necesario acudir mas que á ella

para resolver una cuestion. Así acontece en la que ahora se examina.

La ley 49 del título V, Partida V, dice: De dineros agenos que tienen los omes á las vegadas, compran para si heredamientos, ό otras cosas que han menester: é porque dubdarian algunos si aquella cosa que assi comprada, es de aquel que la compró, ó del otro cuyos eran los dineros: querémoslo aquí dezir é departir. E dezimos que deue ser de aquel que fizo la compra en su nome. Esta ley no puede ser mas clara ni mas decisiva en el caso presente; y ninguna de las escepciones que en ella se encuentran comprende al padre que con el dinero del peculio adventicio del hijo compra bienes de cualquiera clase que sean, y mucho menos cuando se compra para revender, y el acto es en sí solamente la adquisicion de una cosa para poseerla por largo tiempo, una negociacion que tiene mas carácter mercantil que civil, como es la de comprar para especular, vendiendo en tiempo oportuno lo adquirido.

Las escepciones que pone la citada ley 49, que tienen mas analogía con el caso actual, son las del guardador que compra bienes con el dinero del menor, y del marido que hace lo mismo con el de la dote de su mujer, consintiéndolo ella. Ninguna de estas escepciones puede ser estendida al caso de que aquí tratamos que no está comprendido en ninguna de ellas. Y de notar es que ni aun en estos casos se entiende que la cosa es del menor y de la muger, sino cuando está en poder del guardador ó del marido, y es reivindicable por no haber sido adquirida legalmente por otras personas. Con tal limitacion se ha entendido y aplicado esta ley, que no se considera que el dominio de la cosa comprada con dinero de la muger corresponde á ésta, si el dinero no era dotal, sino parafernal, y que tampoco lo es en el caso de que se haya hecho la adquisicion sin su consentimiento. Sucede en esta ley lo que por regla general en todas aquellas que establecen escepciones, que son de interpretacion estrecha.

Y no debe estrañarse esto, porque lo contrario conduciria á resultados lamentables. Supóngase por un momento que los efectos comprados hubieran tenido una baja considerable, como sucedió en 1847 con las acciones de muchas compañías, de modo que su valor al tiempo de la restitucion fuera muy corto ó insignificante con relacion al dinero empleado para adquirirlos. ¿Seria justo que el hijo cargara con esta pérdida? En nuestros principios no; porque opina

mos que el padre debe devolver, no la cosa adquirida, sino el dinero que recibió. Si se siguiera la opinion contraria, tendria el hijo que cargar con la pérdida, porque es regla general del derecho, que aquel á quien pertenecen las utilidades de la cosa, deben corresponder igualmente las pérdidas. Lo contrario no seria ni equitativo, ni moral, ni justo.

Pedro Gomez de la Serna.

¿Han sido modificados por la ley hipotecaria los principios contenidos en la ley 61 de Toro, respecto á los contratos en que se obliguen las mujeres casadas?

Entre las muchas y variadas cuestiones que han aparecido en el campo de la ciencia jurídica, con motivo de la reforma hipotecaria que en nuestra patria viene elaborándose, hay pocas seguramente, tan dignas de estudio, tan llenas de importancia y de interés tan alto, como la que sirve de epígrafe á estas lineas. Y esto es llano, si se tiene en cuenta que envuelve una cuestion de capacidad, que como todas las de su clase se consideran selectas siempre para los juristas, por ser fundamentales en el derecho.

Bien conocidos son por nuestros lectores los precedentes históricos de nuestra legislacion, en órden á la capacidad jurídica de la mujer casada. Sabido es que estos precedentes reflejan dos diferentes tendencias; una que dirijia las leyes y las costumbres españolas por el anchísimo cauce, por donde se habia deslizado majestuosa la civilizacion romana; otra que impelia los hábitos y la legislacion de nuestros antepasados hácia los precedentes germánicos. Por la una, la capacidad jurídica de la mujer reducíase á muy estrechos límites; el espíritu del primitivo derecho no la reconocia mas que en los hombres; las mujeres constituidas siempre en tutela, carecian de ella. Por la otra, mas enaltecida, mas considerada, tenia la mujer otra capacidad y otros derechos que vienen á materializarse en instituciones, como las arras y la sociedad legal. Las dotes se creían tan respetables, que era de interés público su conservacion; en cambio la mujer española disponia libremente de las arras si no tenia hijos. Pero este aumento de capacidad no destruía

TOMO XXVI.

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las bases de la familia, no desconocia la indole especial del sexo; y á imitacion del Senado-consulto Veleyano y de la Auténtica si qua mulier de Roma, algunos fueros consignaron prohibiciones relativas à la capacidad de la mujer, como era la de que teniendo marido non pudiese hacer fiadura ninguna, y otras por este órden.

Publicáronse las Partidas que, en vez de señalar una senda, en lugar de cortar las cuestiones, dieron márgen á que estas con mas fuerza naciesen, y á que los prácticos creyesen necesario suplir con sus glosas el silencio de la ley. Esta, á la verdad, en el título XII de la Partida V, que trata de las fianzas, no contenia regla precisa sobre la de la mujer á favor de su marido, y los intérpretes, fundados en el espíritu romano que en aquel Código predominaba, adujeron por vía de comentario el Senado-consulto Veleyano, y demás disposiciones que acerca de este punto presentaba el derecho romano. De aquí las dudas, de aquí la divergencia de pareceres, de aquí el desórden, hasta que los legisladores de Toro, cumpliendo con mas o menos acierto su elevada mision, vinieron á establecer el gran punto de descanso en que los encontrados elementos que formaran á la sazon nuestro derecho trabaron reñida contienda, y el triunfo de los unos eclipsó á los otros para siempre.

Era preciso una disposicion terminante que diera á los Tribunales acierto, guia á los juristas, y á las mujeres casadas garantia para sus derechos.

La ley 61 de las hechas en aquellas Córtes en muy sólidas bases cimentada, y que en el sentir de sus autores, estaba destinada á impedir la perturbacion de altos intereses, severa en su espíritu, rigida en sus preceptos, clarísima en su tendencia, vino á establecer la prohibicion de que la mujer se obligase como fiadora de su marido, consignando respecto á las obligaciones que con él contrajera de mancomun que no valiera, salvo si se probase que la deuda se habia convertido en provecho de la mujer. Ley famosa en nuestro derecho, y que á pesar de regir en España hace tres siglos y medio,

Y de lo mucho que acerca de ella se ha escrito, no han logrado todavía ponerse de acuerdo acerca de su genuino sentido y recta aplicacion los expositores del derecho, ni los Tribunales de Justicia. Manuscritos, é infólios, monografías y memorias, alegatos y consultas se han ido aglomerando sobre la ley, y lógicamente ha acontecido que bajo el peso de fárrago tal, se ha eclipsado completamente aquella, cuyo espíritu es á nuestro ver claro y evidente. Quien ha afir

mado que en sí contenia una prohibicion absoluta; quien, que solo introducía un privilegio: unos sostenian que no podia renunciarse; otros que como tal privilegio era válidamente renunciable; el foro en su práctica, defiende no pocas veces lo segundo; el Tribunal Supremo sin embargo en varios de sus fallos, entre los cuales son de notar los de 17 de enero de 1857, de 11 de octubre de 1859, y de 10 de octubre de 1861, ha sentado la jurisprudencia contraria.

Parecia que estos repetidos fallos habian agotado el abundante. filon de pleitos y cuestiones que la ley 61 de Toro encerraba en su seno, cuando la publicacion de la Ley Hipotecaria ha hecho surgir una cuestion mas grave quizás de la que por largo tiempo se ha debatido y que hará volver de seguro la atencion de los juristas á la asendereada ley de Toro. No se trata ya de saber si las disposiciones en ésta contenidas son un beneficio ó una prohibicion; no se discurre ya sobre la prueba que ha de articularse para demostrar que la obligacion mancomunada redundó en provecho de la mujer; no se habla de si cabe ó no cabe la renuncia; es todavía mas: se trata de si está, ó no está, la ley de Toro derogada por la Hipotecaria.

Dice ésta en su artículo 188: «Los bienes dotales que quedaren hipotecados ó inscriptos con dicha cualidad, segun lo dispuesto en los números 1.o y 2.o del artículo 169, no se podrán enagenar, gravar ni hipotecar sino en nombre y con el consentimiento espreso de ámbos cónyuges, y quedando á salvo á la mujer el derecho de exigir que su marido le hipoteque otros bienes, si los tuviere, en sustitucion de los enajenados ó los primeros que adquiera cuando carezca de ellos al tiempo de la enajenacion.>>

Ahora bien, se ha dicho: este artículo al permitir que puedan enajenarse, hipotecarse y gravarse los bienes dotales suscritos en nombre y con consentimiento espreso de ámbos cónyuges, autoriza en general la obligacion mancomuuada de marido y mujer, y por lo tanto deroga la ley de Toro que terminantemente prescribía que en tal caso la mujer no sea obligada à cosa alguna, salvo si se probase que se convirtió la tal deuda en provecho de ella.

Es mas, han discurrido algunos, la Ley Hipotcaria autoriza á los cónyuges para hipotecar los bienes dotales en su nombre y con su espreso consentimiento, sin hacer escepcion alguna relativa á la capacidad de la mujer, ni decir mas, sino que la queda á salvo el derecho de exigir que su marido la hipoteque otros bienes; luego la mujer puede con tales requisitos hipotecar bienes á la responsabi

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