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mas desagradable que le sea á un facultativo honrado denunciar la existencia de un delito, cuyos vestigios descubre por la naturaleza de su especial profesion, debe desempeñar sin repugnancia ni demora tan grave cargo, por cuanto con semejante denuncia evita que se cometan, á la sombra de la mas funesta impunidad, horrendos crimines, de cuya ejecucion tal vez no tendria el tribunal el menor conocimiento, encerrándose los hombres de la ciencia en el secreto absoluto, y si el objeto de la denuncia es tan laudable, si da por resultado tan notorios beneficios, lejos de ser humillante, innoble, indigna, es al contrario honrosa, benemérita, digna de todas las consideraciones sociales.

Tenemos el disgusto de no poder convenir con los que opinan de esta suerte. No podemos admitir, en el terreno de los principios, esa denuncia ni esa revelacion; porque una y otra, en especial, la primera, nos parecen altamente ofensivas á la dignidad, no solo del profesor, sino del hombre.

¡La denuncia! ¡la delacion! Los hombres à quienes se llama al seno de las familias en virtud de la confianza que les merecen por su probidad, por su discrecion, por la casi santidad de su ministerio, ¿recibirian confidencias, espansiones, secretos, en una palabra, para hacer inmediatamente traicion á los que se los hubiesen confiado, denunciando con sigilo á la autoridad esos secretos como pudiera hacerlo un espia? ¿Y eso se considera digno de un hombre honrado? ¿Eso se reputa como honroso, benemérito, casi acreedor á la gratitud de la patria?

La denuncia, la delacion, no honra á nadie; nunca es benemérita. La de

nuncia y la delacion se aprecian como las traiciones; no por ellas, sino por las ventajas que reportan. El delator podrá ser útil á los tribunales como no apele á la calumnia, mas & qué hombre honrado, qué corazon leal y generoso dejará de mirar con cierta prevencion y repugnancia al que haya delatado, haciendo traicion á una confianza?

Si la denuncia, pues, si la delacion deslora, aun cuando no la engendre la calumnia, tratándose de las personas en general, ¿qué no ha de ser, refiriéndose á los médicos, una de cuyas condiciones mas relevantes, mas inherentes á su profesion es la confianza que inspiran? Dígase que esas denuncias pueden reportar ventajas á la administracion de justicia, proposicion que examinaremos luego, pero no se diga jamás que semejantes denuncias honran, que son beneméritas, que no empañan la reputacion y prestigio de sus autores.

¿En qué consiste que las familias llaman á su seno al profesor del arte de curar, no solo para esponerle sus dolencias y sufrimientos fisicos, si que tambien sus cuitas, sus padecimientos morales que tan frecuentes son en el hogar doméstico? ¿En qué consiste que se entregan tan amenudo ante ese profesor á espansivos desahogos, aqui un padre solicito por el bien estar de sus hijos; allá una madre medianera entre las desavenencias de sus deudos; hoy una esposa herida en lo mas sensible de su corazon por la infidelidad de un marido estraviado; mañana una pobre mujer que, por la debilidad de su sexo ó de su carácter, no ha podido resistirse á los halagos de una pasion funesta?

Consiste en la conviccion general de que el médico ha jurado ante la cruz del Salvador Y los santos Evangelios usar bien y fielmente su profesion, y guardar secreto en los casos que lo requieran. Consiste en que es tradicional entre las gentes, que ese juramento necesario, data desde los tiempos de Hipócrates, quien entre otras garantias consignó la que nos ocupa en estas memorables palabras de su célebre fórmula: guardaré secreto acerca de lo que viere ú oyere, y no sea preciso que se divulgue, sea ó no del dominio de mi profesion, considerándolo como una cosa sagrada. Consiste en que la necesidad de que los facultativos sean estremadamente reservados es un sentimiento público, inmemo

rial, tan antiguo como las causas que crearon la médicina y sus profesores. Consiste, en fin, en que, aun cuando no mediase la solemnidad de un juramento; aun cuando no fuese tradicional que los médicos tienen por principal obligacion ser reservados; aun cuando no hubiere sido constante práctica entre los que profesan la ciencia con toda la probidad debida, sellar sus lábios de una manera absoluta, imperiosa, aplicable á todos los casos, la naturaleza misma de su profesion, la necesidad que tienen los enfermos y sus deudos de confiar al profesor las cosas mas delicadas y mas intimas, exigiria ese secreto prudente, ese silencio sábio, esa reserva profunda que considerámos como una condicion esencial de la práctica del arte.

Así se esplica la confianza ilimitada del público en la discrecion de los médicos. En esas sólidas bases descansa el alto honor de inspirar tan distinguida confianza. Eso es lo que eleva nuestra profesion al rango de un sacerdocio. Los médicos son por eso los sustitutos natos de los sacerdotes en la intimidad de las familias. Los médicos tambien reciben confesiones, tambien tienen sus penitentes. Siempre que agobia el corazon de las personas el peso de los secretos relativos á hechos cuyo juicio pertenece á Dios, esos secretos se exhalan á las plantas del sacerdote. Mas cuando lo que se esconde en el corazon se refiere á lo terreno, el sacerdote que lo recibe en el seno de la confianza, no es por lo comun el ministro del altar, es el médico no es el hombre consagrado á la salud del alma; es el hombre que está velando por la salud del cuerpo.

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No ninguna legislacion amiga de los sentimientos generosos y de las distinciones legitimas, podrá jamás, sin subvertir los principios de la buena moral y de la justicia, establecer ninguna práctica que tienda á destruir esa confianza honrosa, hija legitima del instinto popular y de las necesidades naturales y sociales. Aunque no eleve á la apoteosis el secreto, haciendo de él, como la antigua Roma, una divinidad; aunque no le gradue de virtud, á la manera de los discipulos de Pitágoras, toda legislacion que aspire á ser para un pueblo civilizado, lo que las tablas de Moisés al pueblo hebreo, debe considerar al menos el secreto como un deber respetable, como una garantía de probidad, como una condicion esencial del hombre honrado, sin la cual todas las demás cualidades no alcanzan á hacerle digno de estimacion y respeto.

Cuanto acabamos de esponer en punto á la denuncia, puede aplicarse con ciertas restricciones á la revelacion. Quítese la parte de espontaneidad, de iniciativa, de voluntad propia, que caracteriza la denuncia y los efectos son los mismos. El que revela, obligado por el juez que le llama como testigo en una causa civil o criminal, no falta tanto á las leyes del secreto, como el que denuncia espontáneamente lo que ha visto introducido en la habitacion de su cliente; es una verdad notoria, y si añadimos que el que es llamado como testigo se le apremia con severidad para que revele, fácil será aducir una serie de razones con tendencia á atenuar la fealdad de su conducta.

Sin embargo, ora sea espontáneamente, ora por mandato de un tribunal, siempre resulta que el que revela lo que ha presenciado en el interior de una familia, en la cual le han introducido los privilegios de su profesion, viola un secreto; hace traicion á una confianza, comete por lo tanto una inmoralidad. Poco importa que sea una ley la causa indiscreta de esa inmoralidad. Las leyes no siempre son justas, no siempre son, como debieran, la espresion fiel de ese sentimiento, que esculpió Dios con el cincel de su inmensa sabiduría, en la conciencia de los hombres. Una inmoralidad, ya sea fruto de una inclinacion perversa, ya de una obligacion legal de una ley injusta, siempre empaña por lo menos el prestigio del individuo que la comete; siempre hace perder la estimacion de ese individuo en la conciencia del público; porque dentro de esa conciencia nun

ca ha podido establecer su trono el albedrio de los hombres. Las tablas de la ley natural, de la ley divina, están clavadas en ella. La fuerza podrá destrozar esa conciencia ó el corazon que le da asiento; mas así como roto á pedazos un espejo, cada fragmento refleja entero la imágen de nuestro rostro, así tambien, aunque destrozada por las iras de los hombres la conciencia, refleja siempre to da entera la ley de Dios, que la soberbia loca de aquellos quiere sustituir con su capricho.

Pero supóngase por un momento que la legislacion no se cura de si afectan ó no sus resoluciones la dignidad de los médicos. ¿Conviene á las familias asistir á la sociedad que se fije un término legal al secreto que nos ocupa?

Cuando los hombres del arte juran guardar secreto relativamente á todo lo que presenciaren durante el ejercicio de su profesion; cuando las leyes previenen que se cumpla ese juramento, castigan toda indiscreta revelacion, no solo como un perjurio, si que tambien como un daño irrogado á las personas interesadas; no es seguramente con el objeto reducido de prestar un homenage á uninterés particular, á un individuo que por ciertas circunstancias imprevistas se ha encontrado en la necesidad de revelarse á un facultativo y de exigirle el secreto para salvar su reputacion, sus intereses ó su existencia. Ese juramento solemne y esas leyes que exigen su cumplimiento, son hijos de una necesidad social. Todas las familias necesitan esparcirse, revelarse cuando sufren, ó por lo menos son de tal condicion, están espuestas a tales contingencias que, si no hoy, mañana, pueden verse en la triste necesidad de introducir al médico en el santuario de su vida doméstica mas intima.

Y no se diga que ese juramento y sus leyes protectoras tan solo se refieren á los hechos acaecidos en el interior de los hogares, cuando no tienen ninguna relacion con delitos y con faltas, y que bajo este supuesto no es la generalidad, si no una minoría casi imperceptible la que puede interesarse por el secreto absoluto. Porque si es una verdad incontestable que la inmensa mayoría de individuos, en las circunstancias ordinarias de la vida práctica, no tiene nada que ocultar al tribunal, no lo es menos tambien que no hay en la sociedad familia alguna tan garantida que pueda considerarse en todos tiempos al abrigo de una desdicha, ó exenta de cualquiera de esas calamidades que hacen desear desde el fondo del corazon el mas profundo secreto. ¿Quién es el que ha descorrido el velo de su porvenir para saber si le prepara flores ó espinas? ¿Quién es el que tiene tanta seguridad del vuelo de sus pasiones, que se promete sostenerle siempre á la misma altura? ¿En qué familia, por honrada, por virtuosa, por morigerada que sea, no puede la fatalidad introducir un gérmen de desventura por medio de faltas graves y hasta de graves delitos?

Toda ley que afecte la actualidad y el porvernir, que se refiera á lo que es y á lo que puede ser, es siempre de interés universal. Las que obligan á los médicos á denunciar y revelar lo que hayan visto y oido, en el interior de los hogares, son de esa clase; afectan á los que en la actualidad tienen algo que sepultar en el secreto, y afectan á los que mañana ó mas tarde pueden encontrarse en una posicion análoga.

Digasele al público que de hoy en adelante no espere encontrar en los facultativos los depositarios fieles de sus secretos; digasele que, en cuanto lleguen ciertos hechos al conocimiento del médico, ya por lo que los deudos le comuniquen, ya por lo que por sus propios ojos observare, está obligado á denunciarlos, si cree que se ha cometido un delito, y á declarar si es flamado por la autoridad competente; convénzanse de que esas disposiciones legales van á tener exacto y riguroso cumplimiento, y desaparecerán en un instante los sentimientos espansivos, los esparcimientos amistosos, los desahogos consoladores con los

que cobran aliento y se rehacen tantas víctimas de la fatalidad, entregadas sin reserva á la confianza de una alma virtuosa. Huirán del facultativo, como se huye de un delator y de un espía; temerán en él la severidad terrible del fiscal, á quien hace inflexible y duro la representacion de la ley, y colocados entre los peligros de la revelacion de su secreto y los de su situacion, preferirán entregarse á las contingencias de una curacion clandestina dirigida por sí mismos ó por ignorantes charlatanes, al deudo comprometido por una herida, por un veneno, por las maniobras criminales contra un feto, etc., etc., porque al menos ese terrible estremo, aunque inmole á la víctima, salvará su honra, evitándoles la vergüenza de verse encausados criminalmente, y el dolor de ser condenados á alguna pena aflictiva.

Y no son precisamente esas gravísimas y funestas circunstancias las únicas que, subsistiendo la actual legislacion sobre el secreto en medicina, dan lugar á que los enfermos ó sus deudos desconfien hasta ese punto de su facultativo. Todos sabemos que en la sociedad pueden encadenarse con el tiempo los hechos mas lejanos y heterogéneos. Con motivo de un pleito ó de una causa criminal, se evocan muchos hechos sepultados en el olvido, y se establecen relaciones mas ó menos estrechas con otros que hasta la sazon habian existido en el mas completo aislamiento. Acaso se hace público, con desdoro ó con mortificacion de ciertas personas, mas de un hecho destinado á estar oculto en lo mas profundo de la vida privada. A todo eso dá márgen la imperiosa necesidad de los procedimientos judiciales. Una de dos, pues: ó no se admite jamás al médico en el interior de los domicilios con la confianza acostumbrada, ó desde el momento que se le revelen, no diremos precisamente hechos relacionados con delitos, si no hasta los mas sencillos, necesarios tal vez para poder apreciar la naturaleza y las causas de las enfermedades, podrá suceder muy bien que todo lo confiado se divulgue, ya por medio de una denuncia, ya por medio de una declaracion forzosa.

¿Y se dirá que semejantes disposiciones no interesan mas que á un corto número de individuos? ¿Hay por ventura otras de un interés mas general y mas íntimo?

Pero nada tan opuesto á la sana lógica, tan contrario á los intereses legítimos y á los tiernos sentimientos, como la máxima glacial, como el vulgar desenfado con que algunos dicen que los enfermos pueden evitarse el disgusto de verse vendidos en la confianza, no revelando sus secretos, y que los profesores á su vez, pueden tambien esquivar sus compromisos no aceptando confidencias peligrosas, puesto que unos y otros saben que las leyes lo prohiben (1).

Semejante argumento quedaría plenamente contestado con decir que no versa la cuestion sobre el hecho sino sobre el principio, que no se trata de probar si en virtud de la actual legislacion debemos ó no callar en todos los casos los secretos de que se nos hace depositarios, sino si deberia reformarse esa parte de nuestra legislacion en el sentido que sostenemos; si debe establecerse como principio la denuncia y la revelacion en ciertos casos.

Pero hay mas los que de esa suerte opinan, echan en completo olvido las causas bajo cuyo poderoso influjo abren los enfermos de par en par las puertas de su corazon á los médicos. ¿Creen acaso que esa causa es espontánea? ¿Creen acaso que, cuando un enfermo nos hace circunstanciada confesion de los actos mas íntimos de su vida, es por mero pasatiempo? ¿Creen por ventura que esas esposiciones íntimas, hechas á la cabecera de la cama ó en lo mas retirado de un gabinete, son como esas pláticas livianas que consumen el tiempo dado al ocio

(1) Asi parece que opina el Dr. Ferrer.

y al recreo? ¿Los secretos revelados por el enfermo, bajo la dura é implacable necesidad en que se encuentra de poner de manifiesto todos sus actos, para que apreciemos debidamente cuanto ataña á su dolencia, pueden acaso confundirse con los que abandona sin reflexion el indiscreto por mero antojo de revelar lo que siente y ejecuta?

Basta considerar que esas confesiones son absolutamente necesarias, que sin ellas muchas veces seria inútil apelar á los socorros del arte, para poner de manifiesto el ningun valor de semejantes razones. Decirles á los dolientes que no hagan revelaciones, si no quieren ser vendidos, es lo mismo que decirles : no sufrais, no tengais necesidad de revelaros.

Hé aquí como, aun cuando no mediase la confianza depositada en los médicos, se verian los enfermos en la imprescindible, necesidad de revelarse en semejantes circunstancias. Es para ellos un interés de honra y existencia.

Demostrada la necesidad del enferino, en lo concerniente á la esposicion de sus actos mas íntimos, es lógica la del facultativo en aceptar las confidencias y sepultarlas en el silencio mas profundo. Un secreto revelado indiscretamente y sin necesidad delante de personas á las que no nos estrecha ninguno de esos vínculos sagrados que imponen severas obligaciones, puede ser divulgado sin grande responsabilidad del que divulga, y sin escándalo de los que le oyen. Quien se queje de la violacion de sus secretos de esa suerte confiados, no encontrará simpatías. Mas una confidencia hecha por necesidad á un amigo intimo ó á un funcionario, no puede ser de ningun modo comunicada á otros, porque es como un arca sellada que se entrega sin llave, la cual no puede abrirse sin fractura, o como un depósito sagrado, al cual no puede tocarse sin cometer una especie de sacrilegio. La necesidad de revelar envuelve la necesidad del callar para el que recibe la confidencia. Los facultativos son depositarios de secretos necesarios ó forzosos; por lo tanto, no pueden revelarlos sin perfidia. Decirles que no acepten esos compromisos peligrosos, es decirles que arranquen de su prò esion esa inseparable necesidad; que den otra naturaleza á sus relaciones con los enfermos, que despojen la práctica del arte de todo lo que sea capaz de inspirar á estos confianza.

Resistiéndose á doblegarse al peso de las razones en que se apoya nuestra doctrina, dicen sus adversarios, que la denuncia y la revelacion de los médicos pueden reportar ventajas á los tribunales, puesto que, con respecto á la denuncia, se tiene conocimiento de ciertos delitos clandestinos, que permanecerian ocultos, como no los señalase el dedo de la Providencia, y en cuanto á las declaraciones pueden estas arrojar á veces mucha luz sobre las oscuridades de un proceso. Y como quiera que sea obligacion de los tribunales valerse de todos los medios conducentes á la averiguacion de los delitos, ó por mejor decir de sus perpetradores y sus cómplices, no ha de despojarse la justicia de los importantes datos que pueden proporcionarle las denuncias y declaraciones de los médicos relativamente á los hechos que presencien, cuando se relacionen con delitos.

Bajo ese punto de vista, el argumento es poderoso. Mas no se encierra todo el interés de la cuestion que nos ocupa en las ventajas inmediatas que los tribunales pueden reportar de semejantes servicios. Es menester averiguar si esas ventajas se obtienen á costa de grandes intereses sociales, y en perjuicio de respetables deberes de órden privado y público. Los tribunales funcionan para la sociedad; la administracion de justicia es una funcion del cuerpo sociak, el ejercicio práctico de un sentimiento que, para ser debidamente interpretado, debe ponerse en armonía con los demas sentimientos de objeto pú blico. En los cuerpos morales, lo mismo que en los físicos, el órden, la salud,

TOMO I.

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