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CAPITULO VII

Cómo Guzmán de Alfarache sirvió de paje á monseñor ilustrísimo cardenal y lo que le sucedió.

E todas las cosas criadas ninguna podrá
decir haber pasado sin su imperio. A to-
dos les llegó su vida y tuvieron vez. Mas,
como el tiempo todo lo trueca,
las unas

pasan y otran han corrido. De la poesía

ya es notorio cuánto fué celebrada. Diga

de la oracion la antigua Roma, la veneración que dió á sus oradores. Y hoy nuestra España, á las sagradas letras, de tantos tiempos atrás bienrecibidas y en el punto en que están ambos derechos. Los vestidos y trajes de España no se escapan, que, inventando cada día novedades, todos ahilan tras ellas como cabras. Ninguno queda, que no los estrene y aquello no parece bien, que hoy no admite el uso; no obstante que se usó y tuvo por bueno, llegando la ignorancia del vulgacho á querer todos emparejarse, vistiendo á una medida, el alto como el bajo de cuerpo, el gordo como el flaco, el defectuo so como el sano, haciendo sus talles de feas monstruosidades, por querer igualmente seguir tras el uso y querer con un jarabe ó purga curar todas las enfermedades.

También los vocablos y frasis de hablar corrompió el uso y, los que algún tiempo eran limados y castos, hoy tenemos por bárbaros. Las comidas también tienen su cuándo, que no nos sabe bien en el ivierno lo que por el verano apetecemos, ni en otoño lo que en el estío y al contrario.

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Los edificios y máquinas de guerra se innovan cada día. Las cosas manuales van rodando: las sillas, los bufetes, escritorios, mesas, bancos, taburetes, candiles, candeleros, los juegos y danzas. Que aun hasta en lo que es música y en los cantares hallamos esto mesmo, pues las seguidillas arrinconaron á la zarabanda, otros vendrán, que las destruyan y caigan.

¿Quien vió los machuelos un tiempo, que tanto terciopelo arrastraron en gualdrapas y ser incapaces hoy de toda cortesía, que ni cosa de seda ni dorada se les puede poner?

Testigos somos todos, cuando el hermano sardesco era el regalo de las damas, en que iban á sus estaciones y visitas; agora es todo sillas, las que antes eran albardas.

Digan las mesmas damas cuán esencial cosa sea y lo que importa en nuestros tiempos tener perritos falderillos, monas y papagayos, para pasar el tiempo, que en los pasados gastaban con la rueca y con las almohadillas. Mas fueron desgraciadas y pasaron. Corrieron, como todo.

A la Verdad aconteció lo mismo. Tambien tuvo su cuándo, de tal manera, que antiguamente se usaba más que agora y tanto, que vinieron á decir haber sido sobre todas las virtudes respetada y aquel, que decía mentira más o menos de importancia, era conforme á ella castigado, hasta darle pena de muerte, siendo públicamente apedreado. Mas, como lo bueno cansa y lo malo nunca se daña, no pudo entre los malos ley tan santa conservarse. Sucedió que, viniendo una gran pestilencia, todos aquellos á quien tocaba, si escapaban con la vida, quedaban con lesión de las personas. Y como la generación fuése pasando, alcanzándose unos á otros, los que sanos nacian, vituperaban á los lisiados, diciéndoles las faltas y defectos, de que notablemente les pesaba de ser notados. De donde poco a poco vino la Verdad á no querer ser oida, y de no quererla oir llegaron á no quererla decir, que de un escalón se sube á dos y de dos hasta el más alto de

una centella se abrasa una ciudad. Al fin fuéronsele atreviendo, hasta venir á romper el estatuto, siendo condenada en perpetuo destierro y á que en su silla fuese recebida la mentira.

Salió la Verdad á cumplir el tenor de la sentencia. Iba sola, pobre y cual suele acontecer á los caídos, que tanto uno vale, cuanto lo que tiene y puede valer y en las adversidades los que se llaman amigos se declaran por enemigos. A pocas jornadas, estando en un repecho, vió parecer por cima de un collado mucha gente y, cuanto más se acercaba, mayor grandeza descubría. En medio de un escuadrón, cercado de un ejército, iban reyes, principes, gobernadores, sacerdotes de aquella gentilidad, hombres de gobierno y poderosos da aquellas provincias, cada uno conforme á su calidad más o menos llegados cerca de un carro triunfal, que llevaban en medio con gran majestad, el cual era fabricado con admirable artificio y extrema curiosidad.

En él venía un trono hecho, que se remataba con una silla de marfil, ébano y oro, con muchas piedras de precio engastadas en ella y una mujer sentada, coronada de reina, el rostro hermosísimo; pero cuanto más de cerca perdía de su hermosura, hasta quedar en extremo fea. Su cuerpo estando sentada parecía muy gallardo; mas, puesto en pie ó andando, descubría muchos defectos. Iba vestida de tornasoles riquisimos á la vista y de colores varios; mas tan sutiles y de poca substancia, que el aire los maltrataba y con poco se rompian.

Detuvose la Verdad en tanto que pasaba este escuadrón, admirada de ver su grandeza y, cuando el carro llegó, que la Mentira reconoció á la Verdad, mandó que parasen. Hizola llegar cerca de si. ¿Preguntóle de dónde venía, dónde y ȧ qué iba? Y la verdad se la dijo en todo. A la Mentira le pareció convenir á su grandeza llevarla consigo, que tanto es uno más poderoso, cuanto mayores contrarios vence y tanto es más tenido, cuantas más fuerzas resistiere.

Mandóla volver. No pudo librarse: hubo de caminar con ella; pero quedóse atrás de toda la turba, por ser aquél su propio lugar conocido.

Quien buscare á la Verdad, no la hallará con la Mentira ni sus ministros; á la postre de todo está y allí se manifiesta. La primera jornada que hicieron, fué á una ciudad, en donde salió á recibirlos el Favor, un principe muy poderoso. Convidóla con el hospedaje de su casa. Aceptó la Mentira la voluntad; mas fuése al mesón del Ingenio, casa rica, donde le aderezaron la comida y festearon.

Luego, queriendo pasar adelante, llegó el mayordomo, Ostentación, con su gran personaje, la barba larga, el rostro grave, el andar compuesto y la habla reposada. Preguntóle al huésped lo que debía. Hicieron la cuenta y el mayordomo, sin reparar en alguna cosa, dijo que bien estaba. Luego la Mentira llamó á la Ostentación, diciéndo: Pagadle á ese buen hombre de la moneda que le distes á guardar, cuando aqui entrastes.

El huesped quedó como tonto, qué moneda fuese aquélla que decía. Túvolo á los principios por donaire; mas, como instasen en ello y viese que lo afirmaba tanta gente de buen talle, lamentábase diciendo nunca tal habérsele dado. Presentó la Mentira por testigos al Ocio su tesorero, á la Adulacion su maestresala, al Vicio su camarero, á la Asechanza su dueña de honor y á otros sirvientes Y suyos. para más convencerlo, mandó comparecer ante si al Interés, hijo del huésped, y la Codicia, su mujer. Todos los cuales contestes afirmaron ser así.

Viéndose apretado el Ingenio, con exclamaciones rompia los aires, pidiendo á los cielos manifestase la verdad; pues no sólo le negaban lo que le debían, pero le pedían lo que no debia.

Viéndolo la Verdad tan apretado, como tan amiga, que siempre deseó ser suya, le dijo: Ingenio, amigo, razón tenéis;

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