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Felipe de Jesús de Méjico. Sin temor de ser desmentidos podemos decir, y siendo obligación de los hijos confesar y honrar á la madre, sin temor podemos y debemos decir que la España, nuestra madre, fué en el siglo XVI un verdadero sol de la civilización cristiana, por su resplandor purísimo y por los rayos de verdad y de gracia que ha traido hasta las extremidades de la tierra. (1)

II.

Creíase ya que el tiempo de las luchas á mano armada contra la religión de Jesucristo había pasado para siempre. Con el siglo XVI la iglesia, hasta entonces tan bien protegida por la energía de sus pontifices, tan fuerte por la veneración de los reyes y de los pueblos, vió alzarse una nueva generación de enemigos.

La espada cedía el paso á la pluma ó á la palabra. El catolicismo no necesitaba ya de soldados, sino de doctores. Las órdenes militares habían desaparecido, como el jornalero que ha concluido su jornal. Las órdenes religiosas ya formadas, se habían ya señalado á sí mismas un objeto peculiar; y si bien cumplían sobre la tierra la misión que de Dios y de sus fundadores habían recibido, no les era posible hacer frente a las tormentas que preparaba el siglo XVI.

Bramaba por todas partes la tempestad: tempestad en las ideas, tempestad en los espíritus, tempestad sobre todo en los corazones, á quienes el amor de los deleites y el frenesí de independencia impelían á adelantarse á las innovaciones. El siglo XVI, aun en su aurora, sufría para dar á luz un nuevo mundo.

El camino á la herejía estaba abierto á todas las pasiones de la ambición, á todos los caprichos del orgullo, á todas las delirantes fantasías.

Desde el fondo de sectas que se habían propuesto aniquilar al cristianismo, y que solo habían conseguido darle más gloria, levantábanse á intervalos ciertos novadores, que escapándose del claustro y sustrayéndose á la sombra sagrada del altar, ponderaban á los fieles cuán pesado es el yugo de la iglesia, y cuán felices serían los

(1) Elogio fúnebre del fundador de la universidad de Córdoba, Iltmo. Fr. Fernando de Trejo y Sanabria, por el Iltmo. Obispo Fray Mamerto Esquiú. 1881.

pueblos en caminar por la senda de tenebrosas doctrinas que abrían el camino á la controversia.

En el choque de ideas y de inteligencias, las naciones llegaban á la vida política sin haber pasado por la infancia; los hombres se hacían grandes de golpe, caracteres, genio, costumbres, todo parecía amoldado en una forma colosal, todo ofrecía el animado colorido de una sorprendente actividad.

Guttemberg inventa los caracteres de la imprenta; y como si este siglo debiese agotar todas las maravillas, navegantes osados van en busca de nuevos mundos. Bartolomé Díaz llega al cabo de Buena Esperanza; Cristóbal Colón se dirige hacia la América; Vasco de Gama traza la ruta de las Indias orientales; Magallanes es el primero que emprende el viaje al rededor del mundo; Pizarro penetra en el Perú, los portugueses en el Brasil, y Américo Vespucio da su nombre à un mundo que él no ha descubierto.

Bramante echa los cimientos de la basílica de San Pedro, Miguel Angel concluye el gigantezco edificio, Rafael y Julio Romano cubren los muros del Vaticano con sus inmortales pinturas.

En medio de tantas grandezas, cuando estallan revoluciones en la religión, en las costumbres, en la política, en las artes, el catolicismo va á ver levantarse contra él una multitud de adversarios. Un fraile apóstata acababa de dar la señal, y á su grito respondieron príncipes disolutos y sanguinarios.

Mientras todos estos acontecimientos se preparaban ó se cumplían, y tantos capitanes ilustres, y tantos genios emprendedores marchaban á la conquista de un nuevo mundo y de nuevas ideas, un hijo de España, nacido en el reinado de Fernando é Isabel, un hombre que era un soldado, Ignacio de Loyola, se preparaba á la grande lucha, á la controversia, al apostolado de la enseñanza; se hace doctor y teólogo, filósofo y propagandista, organiza la Compañía de Jesús, y va con sus compañeros ilustres á postrarse á los pies del Papa Paulo III, que acogió gozoso á los nuevos operarios de la civilización, y aprobó y consagró su instituto en la bula de 27 de septiembre de 1540. Regimini militantis Ecclesia. (1)

[1] J. Cretineau-Joly. Historia religiosa, política y literaria de la Compañía de Jesús. París 1851.

III.

La Compañía de Jesús no era entonces lo que aspiró á ser en el último periodo de su existencia, hasta su expulsión. Ceñida á las reglas de su instituto, cultivaba las ciencias, descollaba en las letras y se afanaba en perfeccionar los métodos de enseñanza, para hacer de sus claustros el gimnasio universal de la juventud europea. Entretanto un vasto continente se ofrecía á las investigaciones de los sabios y al celo apostólico de los catequistas: dos títulos que reunían en sí los discípulos de Loyola y de los que anhelaban hacerse dignos. La sanción religiosa impresa sobre esta conquista, los excesos que la habían manchado, y la sensación aun viva y palpitante producida por las enérgicas protestaciones del obispo de Chiapa (1) atrajo á estos doctos cenobitas á las playas del nuevo mundo, arrancándolos de la palestra teológica, abierta con tanto ruido en Europa por los reformadores.

Como el iris cuando ahuyenta la tormenta, desplegando sus colores en un cielo aun cubierto de nublados, así la presencia de los misioneros ablandó los ánimos de los combatientes, infundiendo su resignación en los unos, inspirando sentimientos más benévolos en los otros. No contentos con haber disminuido el número de las víctimas, se propusieron echar los cimientos de una sociedad, fundada en los principios evangélicos, que se esforzaban en propagar entre sus neófitos. A la triste condición de esclavos sustituyeron la de hombres, sino libres, al menos revestidos con el carácter de cristianos, y á la sombra de sus prácticas religiosas levantaron silenciosamente el edificio de una especie de república, en el seno mismo de la servidumbre y bajo el poder absoluto de los procónsules.

Nada les arredraba en el desempeño de sus tareas. Ni la inclemencia del clima, ni la aspereza del suelo, ni la ferocidad de sus habitantes, eran capaces de entibiar el celo de estos animosos campeones de la fe, cuya filantrópica intervención se extendió rápidamente de un cabo al otro del nuevo mundo.

Son imponderables los cuidados, los trabajos, los sacrificios que les costó el establecimiento de sus misiones.

(1) La célebre carta de Bartolomé de las Casas, domínico, obispo de Chiapa á Carlos V denunciando los horrores de los españo les con los indios.

A cada paso tropezaban en un obstáculo, y cada obstáculo se convertía en un peligro. En disidencia con los magistrados, en lucha con los encomenderos y débilmente amparados por el poder supremo de la metrópoli, tenían que buscar en sí mismos los medios de acción para desenvolver sus planes y evitar que se malograra su empresa. A las quejas, á las acusaciones, á las denuncias oponían una conducta intachable y el estado tranquilo de sus colonias. Por más que se afanaran sus émulos en pintarlos como hombres temibles y ambiciosos, nunca llegaron á dar á sus asertos la evidencia que se necesita para producir el convencimiento.

Los hechos más elocuentes que las palabras, desvanecieron estos ataques, y prepararon á los jesuitas una época de prosperidad y grandeza. (1)

«Si la raza indígena no fué del todo exterminada, dice Cantú, no se debió ni á la compasión, ni al cansancio de los españoles, sino al cuidado que tuvieron los sacerdotes, á cuyos obispos confiaron las leyes españolas la vigilancia sobre la vida y la libertad de los naturales, haciéndolos así sus protectores legítimos...Los domínicos cuyo principal instituto era la predicación, corrieron á abrazar el apostolado del nuevo mundo, lo mismo los franciscanos, etc.... pero con más ardor todavía se consagraron á este objeto los jesuitas, sociedad de vigorosa juventud, deseosa de superar á las demás en celo y padecimientos, que iba á demostrar su genio tan obstinado como inflexible».

«Después de las perfidias y atrocidades que acompañaron al descubrimiento, el ánimo se solaza al fijarse en estos héroes, los cuales llenos de viva compasión por la degradación del hombre y por las miserias á que lo reducía la ignorancia propia ó la avidez de otros, hicieron holocausto de su vida y placeres para llevarles la verdad, ya arrostrando las crueldades de la barbarie, ya la obstinación de las preocupaciones, y siempre la repugnancia de la naturaleza humana, no solamente por esperanzas de gloria, ni por la vanidad de padecer intrépidamente ante una admiradora multitud. Hoy se hacen las expediciones científicas con grande aparato; pero entonces el misione

[1] Pedro de Angelis. Discurso preliminar á la historia del Padre Guevara. Buenos Aires 1836.

ro partía para conquistar un mundo sin más instrumentos que la cruz y el breviario»......

el

«En medio de aquellos rios en que desaguan otros inmensos; en medio de aquellos bosques ilimitados, que desembocan en otros bosques virgenes; en aquellos prados sin fin en que el hombre se pierde como en medio del océano, el misionero á merced de los elementos, rodeado de fieras y reptiles venenosos, lo mismo que de hermosisimos pájaros, penetraba por sendas que ni la avaricia se había atrevido à pisar, dirigiéndose en busca de conversiones ó del martirio. Solo Dios veía al franciscano con su tosca túnica y los pies descalzos, ó al jesuita con su gran sombrero, sus negros hábitos, el crucifijo en la cintura. breviario bajo el brazo recorrer aquellos bosques virgenes, atravesar los pantanos con el agua hasta la cintura, encaramarse á las escarpadas rocas, penetrar en las sangrientas tinieblas de las cuevas y precipicios, expuestos á ser presa de las garras del tigre, de las mordeduras de la serpiente ó de la glotonería del indio que podría creerle una caza apetitosa. Si alguna de estas cosas sucedía, el misionero expiraba alabando al Señor, y otro compañero que seguía sus pasos, al encontrar los restos dejados por el canibal ó el ave de rapiña, los sepultaba, entonaba una oración al mártir, plantaba en aquel sitio una cruz y continuaba su camino dispuesto á seguir igual suerte.

«No acostumbrado el salvaje á ver en esas tierras al europeo, sino para robar su oro, sus mujeres ó su libertad admiraba á los misioneros que nada le pedían; admiraba la intrepidez con que estos hombres desarmados hacían frente á sus amenazas, la constancia con que sufrían los tormentos más exquisitos, y se agrupaban al rededor del sacerdote que apenas sabía una palabra de su dialecto; pero que les enseñaba el cielo y la cruz ¿Era un mago? ¿Venía del cielo?....»

Sigue el historiador César Cantú ocupándose de las misiones de Méjico y de Chile y con mención especial de las de Chiquitos y Moxas, da á conocer su organización y distribución, y volviendo al Paraguay dice:

«Suprimida la Compañía de Jesús, los indios que cran tratados como niños por los jesuitas, fueron tratados como esclavos por los españoles, y el Paraguay sufrió una suerte miserabilísima hasta que se emancipó de la corona de España la América. Entonces el criollo doctor José

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