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causas que nos impulsaron á poner la planta en terreno vedado, así como las circunstancias atenuantes de tal atrevimiento; pasemos á dar razon sumariamente de los motivos que han determinado la eleccion de la obra que hoy damos á la estampa.

Quiso la naturaleza, sin duda alguna, que la Península ibérica formara un solo cuerpo político: los sucesos y los hombres lo han dispuesto de otra manera; y Portugal es, que nos plazca ó nó, y lo es hace siglos, y á muy gloriosos títulos, una Nacion independiente y soberana, con su autonomía sustentada en la sólida base de un gran patriotismo; y con su historia, en cuyas páginas encuentran á cada paso, el poeta asuntos dignos de la epopeya, el soldado hazañas que envidiar, y el estadista ejemplos que le ilustren.

Tan desdichada como lógicamente, siempre en Portugal predomina, no ménos en los gobernantes que en el pueblo, un sentimiento de recelosa desconfianza respecto á España; sentimiento deplorable, volvemos á decirlo, pero tan natural y procedente, que ni requiere aquí explicacion, ni es fácil, á nuestro juicio, que del todo desaparezca nunca, si bien cabe atenuarlo á fuerza de tacto y buena fe de parte nuestra.

Mas contra ese movimiento repulsivo, contra esa fuerza verdaderamente centrífuga, que tiende á separar de la Española á la nacion Lusitana, obra constante y poderosa, la virtud de la analogía y comunidad de orígen y de intereses generales, que,

como la atraccion en el sistema del mundo, hace que Portugal gravite siempre hácia España. Muévese y se agita aquel país en su propia órbita política, sin duda alguna; pero esa órbita, resultado matemático de la influencia en él de las dos ya indicadas y contrarias fuerzas, que constante y simultáneamente le solicitan, tiene sus indeclinables límites, y á España por su eterno centro.

De esa verdad está la demostracion en la historia de ámbos países; y de ello va á convencernos una rapidísima ojeada á sus respectivos anales de la Edad moderna.

Tocaba á su término el XV siglo de la Era cristiana, y lucia ya en el horizonte europeo la aurora del Renacimiento, cuando la Providencia, en sus inexcrutables designios siempre sábia, dispuso que el antiguo y el nuevo mundo, hasta entonces el uno para el otro desconocidos, comunicándose por medio del insondable piélago mismo que los separaba, participáran, al fin, en comun de los beneficios del Cristianismo, y de todas las ventajas é inconvenientes de la civilizacion de aquella época.

Tocóle á España la inmarcesible gloria del descubrimiento, merced á la poética grandeza de ánimo de la inmortal y santa Reina que entónces ocupaba el trono de San Fernando; pero, al mismo tiempo, Portugal, enviando sus naves al Oriente, descubría tambien los reinos del Congo y de Benin en el África meridional, y con ellos el Cabo de las Tormentas, llamado luego de Buena Esperanza.

La ambicion lusitana, empero, no dándose por satisfecha, quiso además tener su parte en el Nuevo Mundo; y Juan II, que habia desoido las proposiciones de Colon, juzgándolas quiméricas, con cási todos los sábios y los cuerdos de aquella época, así que vió por la realidad, no verificados, sino excedidos, los supuestos ensueños del inmortal Genovés, dispuso enviar una flota á las recien descubiertas regiones. Entónces presenció Europa el más extraordinario de los litigios, terminado, por el momento, en virtud de la más ambiciosa de las sentencias.

España y Portugal contendian sobre el dominio de inmensas regiones, todavía más bien sospechadas que conocidas; y el Pontífice Romano, como si fuera Señor eminente de la Tierra, al darles en una Bula el Título de posesion exclusiva del Nuevo Mundo, con las llaves de San Pedro trazaba en el globo aquella famosa línea divisoria, que todos conocemos, de los aún no conquistados imperios ultramarinos.

Mientras los Españoles establecian, por decirlo así, su base de operaciones en América con la ocupacion de las Antillas, los Portugueses, doblando por vez primera el Cabo de Buena Esperanza, abrian directo camino á las Indias orientales, y en la América del Sur conquistaban el Brasil.

Cuando Hernan Cortés, con solos quinientos hombres y su génio incomparable, hacia de la imperial diadema de los Aztecas un floron de la Corona de Cárlos V, descubria el portugués Correa el Pegú, y

el estandarte de las Quinas ondeaba en Macao, en Canton, en las costas del Malabar, y en las del Golfo pérsico á un tiempo mismo.

Los primeros años del XVI siglo vieron á la raza ibérica gloriosa, triunfante y cristianamente civilizadora en ámbos hemisferios. Nunca dejaba el sol de lucir sobre laureles españoles y portugueses; un mismo espíritu animaba á los dos pueblos hermanos; un mismo Dios adoraban; unas mismas costumbres tenían; un idioma casi idéntico hablaban. Y, sin embargo, su antagonismo doméstico era el de siempre.

España, generalmente, precede á Portugal en el bueno como en el mal camino: por excepcion solamente, sus grandes vicisitudes, sus cambios de instituciones, sus revueltas, sus bienandanzas y sus desdichas, no son coetáneas; y al cabo se dá, ó mejor dicho, se dió en la Historia un momento en que, al parecer, una vez siquiera, de acuerdo la política con la geografía, formaron de hecho y debiera presumirse que formaban para siempre, un solo Estado entrámbas monarquías.

Por derecho de sucesion, en efecto, y por la fuerza de sus armas, Felipe II, á la muerte del Cardenal Rey D. Enrique, efímero reemplazante en el trono del desventurado D. Sebastian, juntó en sus sienes las Coronas de España y Portugal. La inmensidad de su poderío, entónces, supera los ensueños de la ambicion más delirante. La monarquía universal, un instante gozada por Carlo-Magno, y en mal ho

ra por el Coloso de la Edad moderna codiciada; el Imperio romano, fuera de cuyos límites sólo bárbaros se conocian; y el del Macedon mismo, que deploraba un dia la falta de Estados que conquistar: ¿Qué fueron, qué significan, puestos en parangon con los dominios del sombrío monarca, cuyo temido cetro se tendia desde la humilde celda del Escorial, en Europa, á toda la Península, Italia, Flandes y Borgoña; en África, de Norte á Sur, á cási todo lo habitable en sus abrasadas costas; en Asia á la mejor y más rica parte de lo que hoy bajo la sombra del pabellon británico se cobija; en la Oceanía á los Archipiélagos todos conocidos entónces; y en América á entrámbos Continentes con sus islas?

Cierto que tan colosal imperio no podia ser duradero; indudable que, por lo distante y hetereogéneo de sus límites y miembros, la dislocacion era inevitable; pero cierto tambien, y tambien indudable, que una política bien entendida y cuerda, pudo y debió, renunciando á lo evidentemente quimérico, haber, en la época á que aludimos, concentrado sus miras en lo posible y hacedero, que era, á todas luces y con palmaria evidencia, la definitiva unificacion de la Península.

Pero ni la Dinastía ni la política de los Habsburgos fueron nunca, por desdicha nuestra, tan radical y exclusivamente españolas, como á nuestro bien á su verdadera gloria conviniera. Aquella política, como aquella Dinastía, fueron siempre, y primero, y ántes que todo, austriacas.

y

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