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A los señores de Castilla premió con ocho ó nueve llaves, y con la presidencia de Italia, vaca por muerte del conde de Peñaranda, al duque de Alba; á los aragoneses con esperanzas y gratitudes elocuentes; y ya que dió al duque de Hijar llave con ejercicio y al marqués de Navarreus Mayordomía, sobre ser honores muy merecidos y obtenidos de sus casas, no consiguieron con ellos cosa vitalicia de sustancia, no olvidando entre estos particulares intereses la causa pública, cuyos buenos sucesos, especialmente militares, le habian de menester en reputacion. Empezó á buscar efectos para las prevenciones, tomando un camino que aunque en la sustancia fuera justo, era en el modo sumamente reparable, pues sabiendo que algun señor habia tenido algun puesto de utilidad, ú hombre de negocio que tuviese opinion de rico, sin oirles, sin justificar si su riqueza era poseida de culpable manejo ó justificada industria, sin conocimiento de causa, le condenaba en gruesas cantidades, que efectivamente entregaban, justificándolas con sólo la imaginaria presuncion de que las habian defraudado del Real Patrimonio; así lo experimentó Medellin, Astorga, D. Pedro Fernandez del Campo, el secretario Quirós y otros innumerables, cuyas contribuciones, sobre la venida de galeones y flota, formaban un tesoro excesivo, que no luciendo en útil alguno del Rey, dió motivo á sospechar (no sé si con fundamento), á que sirviendo para la satisfaccion de los empeños de la jornada, se formaba del resto algun tesoro en alguna de las Repúblicas libres.

Llegó el dia de restituirse el Rey á Palacio, haciendo el tránsito con público y ostentoso aparato, lleno de estruendo y admiracion, en que el pueblo mostró bien el alborozo de ver á su Rey asistido de D. Juan, en quien tenía la esperanza de las ya referidas felicidades; iba éste en el coche á la parte de los caballos, y el Condestable y Medinaceli á los estribos, que no acostumbrados á ir en ellos, empezaron á sentir haber perdido el puesto que D. Juan con su inseparable asistencia les quitaba.

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Entró la cuaresma, tiempo en que por los sermones era

precisa la concurrencia á la Capilla: deseando no faltar del lado del Rey, y que su asistencia fuese con singularidad, hizo consultar en el Consejo de Estado qué puesto habia de tener, ́y siendo respondido que el que quisiese S. M., tomó estar inmediato al Rey y á su cortina, con silla y almohada, honor que decían ser de potentado de Italia, y lugar ocupado en lo antiguo de los duques de Florencia y Parma.

Los grandes, mal hallados con singularidades, ó lo más cierto, unos con desconfianza y otros con queja, empezaron á jugar de sus varios humores, regulados á particulares intereses, y ya interiormente sentian verse con dos señores, cuando á uno prestan una, aunque repugnante adoracion, si no le acompañan ó el amor ó la utilidad.

Los predicadores, ya en la Capilla, ya en la corte, esclavos de la adulacion, gastaban más en los elogios que en las reprensiones; y de aquel en quien se podian considerar otras ideas, eran precisamente registrados los sermones en el papel ántes que se publicasen en el púlpito; suprimiéronse algunas plazas en los Consejos, en ejecucion de lo que ya en el Gobierno antecedente estaba ya publicado; y en Nápoles, Milan, Aragon y otros reinos, se vieron repetidas degradaciones y exoneraciones de ministros, término harto frecuente en los decretos; y hasta aquel caballo que tenía sobre sí á Felipe IV, trasladado por Valenzuela del Retiro á rematar y coronar el frontispicio de Palacio, donde estaba sin impropiedad y con hermosura, fué tambien exonerado de su puesto y vuelto al antiguo. Pero para que hiciese su ordinario la balanza en que estaban las cosas, no bajaba uno que no se elevasen otros; dió Grandeza en su persona al hijo de Peñaranda, y tituló á don Jerónimo Ramos, hijo de D. Francisco Ramos, que restituido ya á la corte ejercia la plaza de Camarista de Castilla.

Llegóse ya la primavera, y en ella el tiempo en que se conociese en Cataluña, Flandes y Mesina los prósperos sucesos del Gobierno tan deseado y aclamado; pero apénas se ve ya otra cosa que algunas pequeñas y ordinarias levas en Castilla y algunas pequeñas prevenciones marítimas no correspondien

tes á las grandes cantidades efectivas que á este intento aplicó Valenzuela en la disposicion precedente á su caida, experi-. mentándose en los ejércitos más miseria y desórden que antes; sea verdad que D. Juan, ocupado más en conservar el Rey que el reino, vivia mártir de la desconfianza y el recelo, procurando que sólo tuviesen las cercanías sus hechuras muy seguras, registrando las frecuentes cartas que iban y venian á Toledo, explorando ánimos, buscando noticias, oyendo chismes á este intento, materiales todos que le fabricaban una vida trabajosa y le quitaban la aplicacion y libertad para el acierto en el Gobierno, pues debiendo reformar abusos con leyes generales y proceder con igualdad, hallaba tantos parciales suyos comprendidos, que ó no podia obrar justicia, ó si obraba con ella, no podia sin ingratitud y áun con peligro, pues creyendo cada uno de los íntimos en el séquito haberle puesto el cetro en la mano y sacádole del polvo de la tierra, se juzgaba acreedor de mercedes desvanecidas é impropias, no habiendo tránsito de pretendiente á quejoso, ni de éstos á conjurados.

Empleábase el tiempo en ponderar y sembrar la miseria en que habia dejado la monarquía el Gobierno antecedente, los empeños del Erario, incapaz de que este año puedan hacer otra cosa que mantenerse y especular la reduccion del desórden Y los medios convenientes para que la enfermedad, en estado sumamente peligroso, por sus grados regulares, retro-cediese á mejoría, convalecencia y robusted; ocupábase tambien en mudar en las cazas y jornadas el traje de Palacio, condenando á destierro las autorizadas golillas, tan antiguas y establecidas en la Casa Real, subrogando en su lugar chambergas, bragas anchas, corbatas y bridicues, trajes totalmente extranjeros, y que sólo para el corte y la inteligencia eran necesarios sastres tudescos, ó franceses para intérpretes.

Asimismo se ocupaba en peinar al Rey, y en pasar á cortarle el pelo, como si pudiera haber peine ni cuidado más cariñoso que su madre; pero entre todas estas cosas, nada más que temer que las instancias que el Rey hacia de que se previniese la jornada de Aranjuez para la vecina Pascua, que por

estilo hacen siempre los reyes, y éste con particular ansia por la grande inclinacion que tiene al campo; pero estando Aranjuez distante de Toledo solas cinco leguas, era una cercanía muy peligrosa al recelo de D. Juan, que con todo cuidado deseaba desembarazar, y para conseguirlo se valió del reino de Aragon, representando á S. M. cuán desconsolados vivian estos vasallos con la dilacion que se interponia en el jurarles los fueros, siendo tan celosos de su observancia; diligencia que á un tiempo le conseguia su principal fin, y le mantenia en crédito consecuente con los aragoneses, en aquello que con tanto desvelo habia influido dos años antes con los diputados.

Inclinado el Rey, aunque con alguna repugnancia, á cumplir con esta tan bien pretextada representacion, cuando se esperaba la jornada de Aranjuez, se publicó para Aragon, adonde se despacharon las convocatorias para congregar las Córtes en Calatayud para un dia del mes de Mayo de 1677; dispusiéronse aprisa las prevenciones para la jornada, que moderando la familia Real á corto número y limitados gastos, fué fácil hacerla; bien que, ó fuese dictámen del Consejo de Estado, ó de algunos consejeros, sc decia debia hacerse con todo esplendor y majestad, siendo el motivo ir á jurar en sus reinos, y ser la primera ocasion que se manifestaba á otros vasallos que los de Madrid, de donde salió á últimos de Abril por la puertecilla secreta de Palacio, tomando el camino por fuera, dejando en desconsuelo la corte que esperaba, en gran muchedumbre, en las calles para verle salir á la gloriosa accion de visitar sus reinos.

Quedaba la Reina en Toledo, asistida del Cardenal y del Padre Moya, de la Compañía, su confesor, varon de grandisima prudencia y literatura, sin que allá se viese otra cosa que sosiego y devocion. En Madrid, el presidente, conde de Villahumbrosa para el Gobierno, y el duque de Alba para jefe de los celadores del estado presente.

Avisados en Aragon de la venida del Rey, entre el general gozo, tuvo la ciudad de Zaragoza dos cosas de sentimiento: la una mandarla S. M. con órden precisa que no hiciera gasto

alguno en su entrada (precepto que nunca debiera obedecerse, siendo esta una inobediencia que manifestará más entre su amor su grandeza); pero observándolo literalmente, fué tan poco lo que se hizo, que en deslustre de sí misma dejó que los castellanos llevasen más que decir de la escasez que del exceso; la otra fué el haber convocado las Cortes para otra ciudad; pero esto tuvo remedio, porque á instancias suyas y del reino se pidió á S. M. las trasladase á Zaragoza, con varias razones eficaces á conseguirlo, que no lo fueran si D. Juan obrara con la libertad que debia y tuviera presentes las instrucciones de los ministros antiguos y las memorias observadas de los sucesos de las Córtes de 46, en que bastantemente se mostraban los inconvenientes que tiene el celebrarlas en lugar tan grande, donde el concurso es tal en los Brazos, que embarazadas del número y la inquietud las resoluciones, es más la turbacion que el acierto; mostrólo la experiencia cuando ya no era capaz de remedio.

Hacia el Rey su jornada, aunque con celeridad en los caminos, con mansion en los pueblos á recibir los pobres, pero afectuosos, festejos que le ofrecian. Llegó á Daroca, esperábanle los diputados con embajada del reino, obtuvieron un decreto. muy favorable á la observancia del fuero Coramquibus, y llegando á Zaragoza á primeros de Mayo y hospedado en su antiguo y real Palacio de la Aljafería, esperó uno ó dos dias la disposicion de pública entrada, habiendo acudido á verle tanta copia de gente del reino, que era innumerable el concurso de tantos vasallos y finos veneradores de sus reyes; concurrieron á desahogar por los ojos los afectos del corazon, despues de treinta y seis años que les faltaba el consuelo de ver su Señor natural.

Hízose la entrada, que empezaron las compañías de guardias del reino, y prosiguieron los ciudadanos de Zaragoza, los consejeros y ministros, la Casa Real, el duque de Hijar, como Camarlengo con el estoque, el Rey á caballo debajo del Palio, llevado de los zalmedinas y jurados de Zaragoza; el jurado Em Cap y el Gobernador á los lados del caballo. Las calles

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