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modo puede leerse lo que se calla en lo que se dice, como arrojando en masa una confusion de metales, dejando al juicio químico del que leyere su separacion; y como sea menester claridad (aunque para no hablar claro) y ésta dependa de la distincion, enderezaremos el discurso á seis separados individuos.

La Reina Madre, tan extranjera como en España en los negocios, pues la incansable aplicacion de Felipe IV al despacho no dió lugar á que participase de ellos, se halló de un golpe entre el dolor de la pérdida del Rey y la pesadumbre del gobierno de la monarquía, ya trabajada sumamente, así en Erario como en sinceridad de ministros, no tuvo otro alivio á que recurrir que á buscar Privado que la ayudase á la incomportable carga del Gobierno, pues si hay política que asienta por necesario el tenerle un Príncipe, qué será una señora, no habiendo apéñas en las historias propias y extranjeras Reina Gobernadora sin Valido. Eligió al Padre Everardo, su confesor, hombre virtuoso, anciano y sincero; pero como el manejo pedia mucha experiencia y comprension, falto de una y moderado en otra, ya se deja entender cuál podia ser su Gobierno, haciéndole el ser extranjero y haber aplicado para sí dignidades grandes (traspasando el órden de las leyes) tan aborrecible, que con escandalosa violencia le echaron de España; siendo en la verdad acto discreto lo que en la antesala de su Rey dijo el príncipe de Condé á unos españoles, que desproporcion era esta eleccion, no pudiendo suponerse en una Reina otros errores que los del Gobierno, era impropio que un mismo sujeto fuese Privado que los aconsejase y confesor que los absolviese.

Introdujose despues D. Fernando Valenzuela, en quien, aunque se hallase algun más talento, faltaba asimismo la experiencia y la graduacion; con que de una y otra eleccion resultaron las referidas inquietudes tan opuestas á la causa pública. Nació el hombre tan libre que no hubo dominio sin tiranía (segun la naturaleza), siendo empero justo aquel que introducido por la eleccion de las gentes se conserva heredita

rio, donde aquella cedida libertad con voluntaria sumision derivada por la sucesion justifica el dominio y hace que á los ojos del vasallo resplandezca uno como soberano carácter de divinidad, que no pudiendo trasferirlo en el Privado, gime la libertad natural bajo aquella cadena, que no se fabricó ella misma sobre el dominio de la voluntaria servidumbre que impaciente procura sacudirla, naciendo de esto la continua emulacion del vasallo al Privado; de aquí es cuanto deben los reyes acudir á esta por ventura natural antipatía, eligiendo persona en quien concurra talento, valor, experiencia y gran sangre y si en los reyes, en quien está tan robusta la autoridad debe mirarse esto, ¿qué será en las reinas? Verdaderamente podemos entender que en la introduccion del confesor obró más la cercanía que la eleccion, y en la de Valenzuela la casualidad referida, proseguida por el empeño que hacen los reyes de concurrir con más fuerza donde es mayor la contradiccion, hasta que su exaltacion, desde la calle al eminente. banco de la Capilla, y el despeño desde el cuarto de los infantes á Manila, fueron asunto de la novedad, pues aunque es verdad que sea libre en la liberalidad de los príncipes la distribucion de los premios y que su gracia dignifica los sujetos, todavía son las acciones reales deudoras á la aprobacion pública de aquellos que obedecen porque veneran; veneran porque creen indefectibles los aciertos; pero ya que las más veces los reales motivos se nos esconden, y discurriendo con ignorancia debemos ántes venerar que investigar las elecciones en la causa, podemos leerlas en los efectos y juzgarlas en los ejemplares.

La reina Doña Berenguela, en la menor edad de Heurico I Gobernadora, tuvo por Privado á Garcilorenzo, hombre particular, que tiranizó á Castilla, si no con su mando con el que introdujo de los señores de la casa de Lara. La reina de Nápoles, con la desproporcionada exaltacion de su Felipa Lafanca. La reina de Portugal, el suyo con la ambicion del conde de Andeiro, nacido para servir y no para gobernar. La reina regente de Francia María de Médicis, con el mariscal de An

cre, cuya sangre hubo de apagar el fuego que introdujo su precipitado ascenso. Bien debemos entender que no era tan puro el celo que impelia estas novedades, que no se reconociese ser efectos de ambicion, humores conglobados en la voluntaria recepcion de D. Juan, que hubieran flúido á destruir cualesquiera otras elecciones como destruyeron estas dos; pero es probable que desarmados de la pretextada razon que les daba séquito, no hubieran por ventura obrado con tan violento modo.

Cuanto deba el Rey á su madre en conservar la monarquía, cuanto deba la monarquía á la Reina en conservarle su Rey, explíquelo el declinante estado en que la dejó Felipe IV, la debilidad de los tiernos años del Rey, la dilatada menor edad de diez años, la desunion doméstica de D. Juan, la oposicion extraña en el belicoso espíritu del rey de Francia, y sobre todo expliquelo la grandeza de ánimo con que en su retiro de Toledo (depuesto el poderoso en su sexo estímulo de venganza) despreció cuantos aparatos de iniquidad la propusieron que pudieran turbar la paz pública y el servicio de su hijo, atencion que en las dos parcialidades que habia nos daba á entender con Salomon: «Sola nuestra verdadera madre es aquella que no permitió nuestra desunion ».

D. Juan, nacido como el alba de los esplendores del sol y las sombras de la noche, volvió á nacer segunda vez á la edad de trece años en la declaracion de su padre con casa y circunstancias reales todas; y cuando no llamemos este segundo nacimiento monstruosidad política, podemos por lo ménos juzgarle nacido con una nueva naturaleza indefinible, pues con la declaracion ilustre en que le pusieron, ni nació Rey, ni Príncipe, ni Infante, ni al parecer vasallo, sino en una postura sobrextraña, peligrosa á la monarquía é infeliz á su persona.

Los príncipes como éste, con declaracion y aparato real, dirigidos á briosos y militares empleos, mal hallado entre las apariencias de Rey y vasallo, ántes se inclinan á ascender á Rey que bajar á vasallo; y se debe entender, ó que se les ha

de dar Corona ó exponerse á que se la tomen, siendo mejor seguir el ejemplar del rey D. Alonso V de Nápoles, que no que ellos sigan el del conde de Trastamara en Castilla, ó el del Prior Avis en Portugal.

D. Juan el de la batalla de Lepanto, jamás pudo sosegar los espíritus envidiados de su real corazon á coronar su cabeza, hasta que la confeccion que le dieron en el campo de Namur se los sofocó; siendo bien extraño que Felipe IV con este aviso no muy anciano en su casa quisiese seguir el mismo camino y no llegar al mismo peligro, pues cierto que habemos de condenar por infundamento y bárbara la resolucion de Felipe II, ó entender que si aquél hubiera alcanzado la menor edad, aplauso y coyuntura que éste, se hubiera coronado. Pero cuantos pasos dió D. Juan para introducirse en el Gobierno, mostró despues de conseguido que los daba el celo ó la fusion de gobernar como Ministro y no la de ambicion de mandar como tirano, pues cuando se volvió á Guadalajara, y cuando obedeció el dia que cumplió la menor edad el Rey, pudo usar de los pueblos á su arbitrio, bien que no dejaron de ser los medios que eligió de harta turbacion y en gran lesion de la real autoridad, que subrogada en la Reina Gobernadora resplandecia; á los vasallos toca llorar los daños, desear los remedios; á D. Juan tocaba representarlos y el procurarlos; pero usar de la violencia y obrar de hecho, á nadie en la tierra le es permitido, porque si se reconociese fuerza sobre la fuerza que majestuosa se venera en los reyes, se destruiria el respeto y la obediencia, no siendo el reino otra cosa que un escandaloso laberinto. Para apoyo de esto haré mencion del prudentísimo dictámen de un elevadísimo señor, á quien deseando derribar D. Juan á Everardo, participó el designio y le propuso le asistiese para representar á la Reina cuánto importaba apartarle del Gobierno, á que respondió:-Antes de intentarlo, quisiera prácticamente y de grado en grado lo discurramos, é iremos á la Reina, representaremos todas esas razones que V. A. pondera. Estimo vuestro buen celo tan propio en vuestras obligaciones, y procuraré el remedio para algun tiempo,

y continuándose el Gobierno como hasta aquí, volvemos otra vez con más ponderacion, brío y eficacia á representar lo mismo, á que nos responde que á nadie como á S. M. toca proveer lo conveniente al servicio del Rey, y queda advertida. Pásase el tiempo sin remediar nada, ¿qué haremos? Respondió D. Juan:-Obrar de hecho lo que importare; á que replicó:— No, señor, no entro yo á obrar así con mi Reina, porque temo más dañosas consecuencias del remedio que de la enfermedad.

En nada de cuanto obró D. Juan en beneficio público, y servicio del Rey nuestro señor, mostró más fiel y pura intención que en el casamiento, destruyendo cuanto pudieran temer los recelos hácia la desconfianza y los ejemplares, siendo cierto que ya que le neguemos magnanimidad para regir, no debemos atribuirle ánimo para tiranizar; infeliz fué á su persona la declaracion que hizo el Rey, y mucho más por el real aparato en que le puso, pues toda su vida vivió combatido en un mar proceloso de inquietud, sobresalto y desconfianza, y hubiera sido más dichoso en que le dejara en el estado de Grande y como uno de los primeros señores, entre los cuales siempre salieran sus relevantes prendas y su sangre, pues aunque haya otras casas con este esplendor, la real, al reves de las otras, resplandece más cuanto tiene ménos incienso el origen de donde se deriva; hubiera casado con las otras casas, prosiguiera la suya con sucesion dichosa como la de Angulema en Francia y otras en España; hubiera sido otro D. Alonso de Aragon, duque de Villahermosa, primer capitan de sus tiempos, que sirvió á su padre D. Juan II en la guerra de Cataluña, y á su hermano D. Fernando el Católico en la conquista de Granada, siendo por su valor y experiencia toda la defensa de los reinos y el lustre de la corona.

D. Fernando Valenzuela, cuya casa trasladada de la montaña de Ronda al Etna de Nápoles, nos volvió á España el humo para su ceguedad y el fuego para nuestro incendio, quiso desde el estado particular ascender á la cumbre: no habiendo en la naturaleza de las cosas estado fijo, pudo tener por necesaria la caida, mostrando en sus arrebatados ascensos más ánimo que

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