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MENOR EDAD DE CARLOS II.

En seis de Noviembre de mil seiscientos setenta y cinco, cumplió catorce años y salió de su menor edad Carlos II, nuestro Rey y Señor. Hallábanse las cosas universales de la monarquía en estado lastimoso, rota la guerra con Francia, cuyo Rey soldado, poderoso, violento é incansable nos fatiga por Flandes, Mesina y Cataluña: las armas de Flandes mandadas por el duque de Villahermosa, mal socorridas, débiles y flacas por sí solas y unidas con las holandesas, obedientes al baston del de Orange, que no ménos infiel que en la fe, en su trato, acomodaba á sus designios las fuerzas de los coligados, y en la campaña de este año, sobre las pérdidas antecedentes, perdimos todo el país de Limburg; Mesina, obstinada en su rebelion, poseida y guarnecida de franceses, estaba sin libertad para mostrar su arrepentimiento teniendo al reino de Nápoles. exhausto y sin fuerzas para continuarnos el socorro; y España, empobrecida con la conduccion de armadas holandesas, que obrando poco ó nada, mostraban que ó servian con cautela, ó con tarda desconfiada paga, sin que las agonizantes marítimas fuerzas propias pudiesen sin este abrigo extranjero y mal seguro cercar los mares de Sicilia.

Cataluña perdido á Bellaguardia, lo que se habia ganado; las antecedentes despues del mando de las armas del duque de San German, á instancias de este mal suceso y de los catalanes, puesto en lugar suyo al marqués de Cerralbo, hombre viejo y de enferma é ineficaz expedicion.

Los señores y primeros ministros de la corte, desunidos y opuestos para la causa pública, y solamente conformes para las particulares; unos como ambiciosos, otros como necesitados para sus desórdenes y excesivos gastos, pues cuando en lo antiguo la moderacion les dió riquezas, y esta independencia, la miseria ahora les hacia ser viles pretendientes y esclavos del desprecio y la vanidad.

La Junta grande del universal Gobierno, instituida por Felipe IV en su testamento, poco asistida; pues el Cardenal ausente, y el Inquisidor general enfermo ó abstraido, concurrian solos cuatro, y D. Pedro Fernandez del Campo, Secretario del Despacho universal; y ya poco autorizada y vigorosa, ό porque espiraba, ó porque las más veces salian los decretos extraños á sus consultas. D. Juan de Austria en Aragon, en la ocupacion ociosa de Virey y en los espirituales y devotos ejercicios, elegido entónces para la recuperacion de Mesina, con grandes ayudas de costa y prerogativas nunca oidas, en cuyo agrado, talento y valor, con la experiencia de tantas y tan arduas empresas que habia manejado, fiaban la atraccion de aquellos obstinados corazones, ó la victoria de aquellas sediciosas armas, cumpliendo con la cláusula del testamento de Felipe IV, en cuyo original dice así: «A D. Juan José de Austria, mi hijo, que le hube siendo casado fuera de matrimonio, mando que se le dé toda la asistencia que conviene á su lustre, y que se le emplee en servicio de la Corona en lo que pareciere convenir ». Pero aclamado de los pueblos para restaurador y primer móvil del Gobierno, aunque destinado de la Reina y primeros ministros para esta jornada, sea siguiendo aquella aclamacion ó su deseo, disponia las públicas prevenciones hácia Vinaroz para embarcarse; pero la secreta negociacion hácia Madrid para hallarse este dia en que salia el Rey de su menor edad.

El Rey, aunque de estatura en proporcion con la edad, flaquito en bulto, robusto y ágil en salud, vivo, pronto, puntual, y únicamente aplicado á todo lo que era la caza y el campo, y en fin, de áun no cumplidos catorce años, ¿qué

otro remedio podria darnos que unas floridísimas y alegres esperanzas?

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La Hacienda real en manos de asentistas y hombres de negocios, con anticipaciones y empeños excesivos, procedidos de los gastos de los ejércitos y conduccion de las armadas, asimismo del subido precio de la plata, pues para poner en Flandes cien mil ducados de plata, era menester aplicar trescientos mil ducados de las Rentas reales, daños todos, aunque llorados en este tiempo, no extraños del Gobierno de Felipe IV.

La Reina Madre, Gobernadora durante la menor edad, atenta toda á la salud de su hijo, aplicada al Gobierno, que habiendo de obrar por los instrumentos de los ministros (tal vez viciados), desconfiada del acierto, le buscaba en D. Fernando Valenzuela; y habiendo de ser éste uno de los principales mencionados en nuestra historia, será bien que mostremos su naturaleza y fortuna.

Fué el padre de D. Fernando Valenzuela, de Ronda, ciudad del reino de Granada, de casa sino contada entre las mas ilustres, no confundida entre las oscuras: sucedióle una travesura que le obligó (dejando su casa) pasar á Nápoles, donde tuvo el ejercicio de soldado; mas volviendo á su tierra con deseo de ver á su padre, no pudiendo entrar en Ronda, le envió á llamar desde un molino vecino donde estaba encubierto, y viniendo el padre con el paternal amor y acelerado cariño, fué á abrazarle con tal impétu, que disparándose una pistola que llevaba el hijo en la cinta, fué instrumento de su muerte; fatalidad que, por extraña y sumamente sensible, le volvió otra vez á Nápoles, conociéndose que esta familia es para estrenar tanto adversas como prósperas monstruosidades: casase allá, no sin igualdad, y muerto algun tiempo despues, dejó este hijo llamado Fernando; su madre, atenta á que no heredando su hijo otros bienes que los que por decorosos medios él se consiguiese, le arrimó al servicio del duque del Infantado, embajador de Roma y virey de Sicilia, en el empleo de Paje propio en su edad, donde ya mostró despejo, es

píritu y aliento reparables con singular atencion; y alguna vez con risa de su amo y sus compañeros, decia que habia nacido para mandar y gobernar mucho. Volvió el Duque á Madrid, donde hallando D. Fernando parientes de estimacion, se acogió á su sombra y amparo, en que vivió algunos años: mozo cortesano y que sobre buena proporcion y despejo, adornó el ánimo con buenas noticias, algo de coplas y música, en todo con templado uso y moderada posesion, viéndose en edad de tomar estado, y lo más de buscar en él alguna comodidad á su pobreza, dió en galantear á Doña María de Huzedo, dama de la Cámara de la Reina, cuyo casamiento le trujo el puesto de uno de los Caballerizos de la Reina: vivia en Madrid, con la necesidad que se puede entender, de los limitados y mal cobrados gajes de su oficio, cuando una noche al retirarse á su casa, en la calle de Leganitos, le tiraron un carabinazo y le estropearon un brazo, díjose que de órden del duque de Montalto (la causa nunca se dijo de manera que se hiciese verisímil); costóle muchos dias de cama la curacion, en que apurados los limitadísimos medios que tenía, hubo de recurrir su mujer varias veces á la liberalidad y compasion de su señora, y socorrida muchas, no atreviéndose á pedir dinero pidió una merced de un puesto moderado, que daban por conseguirle cien doblones; la Reina, extrañando este género de penas, le respondió que consultaria si podia hacerlo, y precediendo la consulta, fué la respuesta que como el sujeto á quien se habia de hacer la merced fuese consultado por el Consejo á quien tocaba y digno del empleo, por socorrerla lo haria, fin de remediar su necesidad.

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Desde este principio se originó el desórden ruidoso y verdaderamente extraño en España; prosiguió su mujer en usar de estos socorros por este medio, y la Reina en hacerlos en fe de la consulta y con las circunstancias referidas, hasta que subiendo las cantidades (segun los puestos) á ser muy considerables, es verisímil que la Reina las aplicase al servicio de su hijo y á la necesidad pública, que era tal, que habia obligado á justificar estos socorros y enviar un decreto público

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