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y el Cuento de Cuentos no apareció hasta 1629. Además, en la Venganza se citan ya, como impresos, los Sueños del inmortal satírico, que no corrieron de molde hasta 1627. Hay que descargar, por consiguiente, á Aliaga de este segundo pecado literario, que sin razón alguna se le imputa.

¿Y de dónde habrá nacido la extraña idea de suponer tan asiduo cultivo de la literatura amena en un personaje de quien no consta que tuviese siquiera aficiones literarias? Es cierto que Latassa le incluye en su Biblioteca de escritores aragoneses, pero sólo para decir que escribió diferentes cartas sobre asuntos útiles, y algunas alegaciones, memorias y consultas como inquisidor general, nada de lo cual parece que llegó á imprimirse. Con tan amplio criterio (y de esto hay mucho en nuestras bibliografías provinciales), todo el que sabe leer y escribir resulta, por lo menos, autor de cartas, y puede abultar con su nombre estos farragosos índices, que serían mucho más útiles si se les cercenase la mitad de su volumen.

¿Pero el escribir cartas, sermones y alegatos, como por razón de su oficio había de hacerlo Aliaga, tiene nada que ver con la composición de una obra de puro ingenio y fantasía, que no es el pasatiempo de un aficionado, sino el fruto bastante maduro de las

vigilias de un hombre de letras? ¿Hemos de suponer, sin ninguna prueba extrínseca, que todo un inquisidor general (1) confesor regio y poderoso valido del monarca, entretuviera sus ocios, que no debían de ser frecuentes, en componer con todo esmero una larga novela, en que lo de menos es el despique personal contra Cervantes (á quien, fuera del prólogo, sólo se alude en muy contados pasajes del libro), y lo principal es la fábula misma, las aventuras de D. Quijote y Sancho, tejidas con más o menos arte?

Cierto que el caso no es imposible; y de otros más raros habla la historia. El cardenal Richelieu, por ejemplo, se divertía en componer, á lo menos en colaboración, malas tragedias, y hacía que sus colaboradores censurasen las buenas. Pero el fundador de la Academia francesa tenía otras necesidades intelectuales que el vulgarísimo Aliaga, y con mejor ó peor gusto, comprendía la importancia del arte literario y á su modo procuraba fomentarle. ¿Dónde hay el menor indicio de que Aliaga pensara nunca en tales cosas, ni tuviese ningún género de relación con

(1) No lo fué hasta 1618, y tuvo que renunciar el cargo en 1621; pero desde 1608 ocupaba el regio confesonario y un puesto en el Consejo de la Suprema Inquisición. Había sido propuesto nada menos que para el Arzobispado de Toledo, pero le renunció en obsequio al Cardenal Infante D. Fernando,

los grandes ingenios de su tiempo, á quienes acaso no conoció ni aun de vista y á cuyas querellas permaneció seguramente ajeno? Si Cervantes le hubiera ofendido (cosa de todo punto improbable, porque Cervantes no cultivó jamás la sátira política, única que podía herir á Aliaga, como le hirió con la pluma del conde de Villamediana), ¿no tendría á mano el iracundo y poderoso fraile medios. más rápidos y eficaces de venganza que el continuar ó parodiar con tanta flema la obra de su enemigo, empezando por cubrirse el rostro con triple máscara?

Nada quiero decir de los sendos manojos de aliagas, que los muchachos de Barcelona encajaron á Rocinante y al rucio al entrar en aquella ciudad, según se escribe en la segunda parte auténtica; porque para ver aquí alusión de ningún género se necesita estar ya preocupado por la teoría que combato.

Prescindiré también de la conjetura que hace años apuntó D. Adolfo de Castro sobre Fr. Alonso Fernández, elegante historiador de la ciudad de Plasencia. La conformidad de su nombre verdadero con la primera parte del seudónimo de Avellaneda y el haber sido dominico y fervoroso propagador de la devoción del Santo Rosario, son los únicos é insubsistentes apoyos de esta sospecha, que indirectamente queda refutada ya.

Dominico era también, y más abonado para achacarle la paternidad de la misteriosa novela, el leonés Fr. Andrés Pérez que, según tradición de su Orden, registrada por Nicolás Antonio, fué el verdadero autor del Libro de entretenimiento de la Picara Justina, impreso con nombre del Licenciado Francisco López de Ubeda, en 1605, precisamente el mismo año que la primera parte del Quijote, que el autor de la Justina conocía ya impresa ó manuscrita, puesto que se refiere á ella en unos versos cortados, los cuales también parecen de imitación cervantesca: Soy la reina de Picardí

Más que la ruda conoci-
Más famo- que doña Oli-
Que Don Quijo- y Lazari-

Si esta rara circunstancia de haber sido el primero en mencionar el Quijote (1) cuando apenas acababa de salir de las prensas ó estaba aún en la oficina de Juan de la Cuesta, puede inducir á sospechar que el embozado fraile estaba por entonces en las confidencias literarias de Cervantes, no hay duda que después de la publicación de La Picara Justina (2) cayó enteramente de su gracia y

(1) Antes lo había hecho Lope de Vega, pero en carta familiar, y no descubierta hasta nuestros dias.

(2) Y no el Picaro Justino, como dice el Sr. Groussac (p. 100), confundiendo además el libro con su autor, puesto que le llama personaje sin importancia.

amistad, puesto que es una de las rarísimas víctimas literarias que sin contemplaciones inmoló Cervantes; uno de los pocos á quienes no alcanzó su inagotable benevolencia en el Viaje del Parnaso, donde el Licenciado Ubeda figura entre los que capitaneaban el escuadrón de los poetas chirles:

Haldeando venía y trasudando

El autor de La Pícara Justina,
Capellán lego del contrario bando.
Y qual si fuera de una culebrina
Disparó de sus manos un librazo
Que fué de nuestro campo la ruïna.

Y como luego se indica el temor de que el contrario dispare otra novela, no ha faltado quien sin más averiguación la identifique con el Quijote de Avellaneda; opinión que, si no parece tan absurda como otras, atendiendo sólo á estos indicios exteriores, resulta de todo punto inadmisible cuando se leen juntas una y otra producción, tan desemejantes entre sí, que nadie por muy estragado que tenga el paladar crítico, puede, sin evidente dislate, suponerlas de la misma mano. El que escribió La Picara Justina era hombre de poca inventiva, de perverso gusto y de ningún juicio, y en este concepto mereció la sátira de Cervantes, pero poseía un caudal riquísimo de dicción picaresca, y

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