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por ejemplo) no tienen de español más que la lengua, siendo imitados ó traducidos del italiano la mayor parte de los cuentos que contienen. De la novelística de la Edad Media puede creerse que la ignoró por completo; el cuento de las cabras de la pastora Torralba no le tomó, seguramente, de la Disciplina Clericalis, de Pedro Alfonso, sino de una colección esópica del siglo xv, en que ya venía incorporado. Y por raro que parezca, no da muestras de conocer El Conde Lucanor, impreso por Argote de Molina desde 1575, ni el Exemplario contra engaños y peligros del mundo, tantas veces reproducido por nuestras prensas. El, tan versado en la didáctica popular, en aquel género de sabiduría práctica que se formula en sentencias y aforismos, no parece haber prestado grande atención al tesoro de los cuentos y apólogos orientales que, después de haber servido para recrear á los califas de Bagdad, á los monarcas Sasanidas y á los contemplativos solitarios de las orillas del Ganges, pasaron de la predicación budista á la cristiana, y arraigando en Castilla, distrajeron las melancolías de Alfonso el Sabio, acallaron por breve plazo los remordimientos de D. Sancho IV y se convirtieron en tela de oro bajo la hábil é ingeniosa mano de D. Juan Manuel, prudente entre los prudentes.

Y, sin embargo, D. Juan Manuel era en la literatura española el más calificado de los precursores de Cervantes, que hubiera podido reconocer en él algunas de sus propias cualidades. Criado á los pechos de la sabiduría oriental que adoctrinaba en Castilla á príncipes y magnates, el nieto de San Fernando fué un moralista filosófico más bien que un moralista caballeresco. Sus lecciones alcanzan á todos los estados y situaciones de la vida, no á las clases privilegiadas únicamente. En este sentido hace obra de educación popular, que se levanta sobre instituciones locales y transitorias, y conserva un jugo perenne de buen sentido, de honradez nativa, de castidad robusta y varonil, de piedad sencilla y algo belicosa, de grave y profunda indulgencia y, á veces, de benévola y fina ironía, dotes muy análogas á las que admiramos en el Quijote. El arte peregrino y refinado de las Novelas ejemplares está muy lejos, sin duda, del arte infantil, aunque nada tosco, sino muy pulido y cortesano, que en medio de su ingenuidad muestran los relatos de El Conde Lucanor; pero el genio de la narración que en Cervantes llegó á la cumbre, apunta ya en estos primeros tanteos de la novela española, si cuadra tal nombre á tan sencillas fábulas. D. Juan Manuel, que fué el primer escritor de nuestra Edad Media que

tuvo estilo personal en prosa, como fué el Arcipreste de Hita el primero que le tuvo en verso, sabe ya extraer de una anécdota todo lo que verdaderamente contiene; razonar y motivar las acciones de los personajes; verlos como figuras vivas, no como abstracciones didácticas; notar el detalle pintoresco, la actitud significativa; crear una representación total y armónica, aunque sea dentro de un cuadro estrechísimo; acomodar los diálogos al carácter y el carácter á la intención de la fábula; graduar con ingenioso ritmo las peripecias del cuento. De este modo convierte en propia la materia común, interpretándola con su peculiar psicología, con su ética práctica, con el alto y severo ideal de la vida que en todos sus libros resplandece.

Otro gran maestro de la novela en el siglo XIV, posterior en menos de catorce años al nuestro, y divergentísimo de él en todo, fué el que ejerció una influencia profunda é incontestable sobre Cervantes, no ciertamente por el fondo moral de sus narraciones, sino por el temple peculiar de su estilo y por la variedad casi infinita de sus recursos artísticos. El cuento por el cuento mismo; el cuento como trasunto de los varios y múltiples episodios de la comedia humana y como expansión regocijada y luminosa de la alegría del vivir; el cuento sensual, irreve

rente, de bajo contenido á veces, de lozana forma siempre, ya trágico, ya profundamente cómico, poblado de extraordinaria diversidad de criaturas humanas con fisonomía y afectos propios, desde las más viles y abyectas hasta las más abnegadas y generosas; el cuento rico en peripecias dramáticas y en detalles de costumbres, observados con serena objetividad y trasladados á una prosa elegante, periódica, cadenciosa, en que el remedo de la facundia latina y del número ciceroniano, por lo mismo que se aplican á tan extraña materia, no dañan á la frescura y gracia de un arte juvenil, sino que le realzan por el contraste, fué creación de Juan Boccaccio, padre indisputable de la novela moderna en varios de sus géneros y uno de los grandes artífices del primer Renacimiento. Ningún prosista antiguo ni moderno ha influído tanto en el estilo de Cervantes como Boccaccio. Sus contemporáneos lo sabían perfectamente: con el nombre de Boccaccio español le saludó Tirso de Molina, atendiendo, no á la ejemplaridad de sus narraciones, sino á la forma exquisita de ellas. Y alguna hay, como El Casamiento Ingenioso y El Celoso Extremeño, que, aun ejemplarmente consideradas, no desentonarían entre las libres invenciones del Decameron, si no las salvara la buena intención del autor enérgi

camente expresada en su prólogo: «que si por algún modo alcanzara que la lección de estas novelas pudiera inducir á quien las leyera á algún mal deseo ó pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas en público.»

Pero, en general, puede decirse que la influencia de las Cien Novelas en Cervantes fué puramente formal, y ni siquiera trascendió á la prosa familiar, en que es incomparablemente original, sino á la que podemos llamar prosa de aparato, alarde y bizarría. El escollo de esta prosa en Boccaccio es la afectación retórica; pero hay en sus rozagantes períodos tanta lozanía y frondosidad, era tan nueva aquella pompa y armonía en ninguna lengua vulgar, que se comprende que todavía dure el entusiasmo de los italianos por tal estilo,. aun reconociendo que tiene mucho de vicioso, y que en los imitadores llegó á ser insoportable. Con mucha más economía y sobriedad que Boccaccio procedió Cervantes, como nacido en edad más culta y en que el latinismo era menos crudo que en su primera adaptación á los dialectos romances; pero los defectos que se han notado como habituales en la prosa de la Galatea y en la de los primeros libros del Persiles, y que no dejan de ser frecuentes en las novelas de carácter sentimental y aun en algunos razona

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