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vina. Juan García no cayó nunca en este olvido de la Biblia, que es, sin duda, una de las principales causas de la decadencia y enpobrecimiento de nuestro espíritu religioso. Meditó atentamente las palabras de la Ley, y nunca apartó su corazón de ella. «Solía. leer á Salomón, y aun lo leía cuotidianamente; mas aprovechábase poco de sus sanos consejos», dice modestamente de aquel per- sonaje novelesco en quien se retrató á sí mismo, hasta cierto punto. Y yo puedo afirmar que, no sólo los libros sapienciales, sino todos los del Viejo y Nuevo Testamento, eran pasto de su lectura diaria, unas veces por el orden en que están en el canon, otras escogiendo el libro ó el capítulo que cuadraban mejor á las circunstancias del día ó al estado de su alma. Para esta piadosa ocupación, de la cual no hablaba nunca, pero que sus íntimos conocíamos, tenía siempre sobrela mesa un ejemplar de la Vulgata latina en un solo tomo; y de tal suerte llegó á empaparse en el texto bíblico, que podía, sin auxilio de las Concordancias, traer á la memoria cualquier versículo ó sentencia, indicando puntualmente el lugar en que se encontraba. Dudo que sean muchas las biografías de literatos modernos en que pueda escribirse cosa semejante. Y nótese que Amós no se acercaba á los sagrados libros por curiosidad

profana, ni por resolver dificultades exegéticas que le preocupaban poco, aunque de ellas tuviese nada vulgar conocimiento, sino que los leía como creyente y como artista, con religioso pavor y reverencia, para mejorar su conciencia en cada lectura y engrandecer su fantasía y su pensamiento con la sobrehumana poesía que de aquellos libros brota á raudales.

Un ingenio educado de esta manera no podía ser frívolo nunca, aun en obras de pura imaginación, y por eso las de Juan García tienen un sello de gravedad y madurez, que, naturalmente, es mayor en las últimas, pero que no falta ni siquiera en los versos y en los libros de viajes que escribió cuando no había traspasado aún los linderos de la juventud.

No es mi ánimo colocar estas producciones de su primera manera en la misma línea que las últimas, aunque para el gusto común quizá resulten más fáciles, llanas y sabrosas. Detesto la indiscreción en los elogios, y nada sería más indiscreto que confundir en una misma alabanza las flores de la generosa mocedad y los frutos de la edad viril. En un ingenio aventurero, despilfarrado é improvisador, pueden valer aquéllas más que éstos; pero caso contrario tiene que ser el de Amós de Escalante cuya vida fué una perpetua y

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severa educación de sí mismo. Hay en su carrera literaria dos períodos claramente separados hasta por el intervalo de ocho años de silencio que mediaron entre el uno y el otro. Las ideas fundamentales del escritor no cambiaron nunca; pero en sus procedimientos hubo un desarrollo gradual, y aun si se quiere un cambio relativo.

II

os dos libros titulados Del Manzanares al Darro (1863) y Del Ebro al Tiber (1864), están escritos en un castellano moderno, aunque muy elegante, que no podía causar extrañeza á nadie; y pertenecen á un género de literatura moderno también, que tiene en Francia modelos excelentes, no superados quizá en ninguna otra parte. Juan García los tenía muy presentes; á pesar de lo cual su viaje no se parece ni al del Presidente de Brosses, tan admirado por él, ni á la novela de Mme. de Stäel, ni á los Paseos de Stendhal, cuyo carácter le era profundamente antipático, aunque estimase en gran manera su ingenio; ni mucho menos al de Taine, que no estaba escrito todavía cuando Amós hizo en 1860 su excursión por Italia. Nuestro autor viaja por cuenta propia, y nos transmite sus propias impresiones, no las ajenas, mérito que no siempre alcanzan otras relaciones de viajes más extensas y al parecer

más nutridas que las suyas: por ejemplo, el amenísimo viaje de Alarcón, De Madrid á Nápoles, hecho y escrito el mismo año que el de Juan García, de quien fué fraternal camarada en Roma. Alarcón seduce, atrae, fascina con su elocuencia pintoresca; pero él, tan exuberante de personalidad en sus relatos de Africa y de la Alpujarra, da de Italia una visión atropellada y fantasmagórica, en que pone muy poco de su alma. Es libro que se lee con agrado, pero del cual muy pocas páginas quedan en la memoria ni convidan á repetir la lectura. No intentaré, porque esto es cuestión de gusto personal, sobreponer el libro de mi paisano, conocido de tan pocos, al libro de Alarcón, delicioso á pesar de su ligereza ó quizá por virtud de ella misma. Tampoco le compararé, porque desconfío mucho del procedimiento crítico de las comparaciones, con ningún otro libro de los tres ó cuatro españoles sobre Italia que merecen leerse en la serie no muy numerosa de los que se han escrito después de aquel viaje de Moratín, tan picante y divertido, tan curioso para la historia del teatro y de las costumbres, y hasta como documento de la incapacidad de su autor para comprender y sentir cualquier arte que no fuese el arte de la comedia, tal como él le profesaba. Ni negaré sus peculiares méritos á la discreta

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