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Porque atribuir, como insinuó Navarrete y han repetido otros, la ruina de estos estudios al predominio que lograron en la enseñanza los jesuitas, sobreponiéndose al influjo de las Universidades y anulando esa misma Academia y otras instituciones análogas, para sustituirlas con su Colegio Imperial, que quisieron convertir en Universidad, es irse por las ramas y no explicar nada. Aunque yo admire mucho á la Compañía de Jesús en su gloriosa historia, no soy ciertamente partidario fanático de sus métodos de enseñanza, ni veo, como otros, en la Ratio Studiorum, el ideal de la sabiduría pedagógica. Fué, á mi juicio, gran lástima que el Renacimiento cayese en manos de los jesuitas para degenerar en retórica de colegio. Pero ante todo está la verdad, y sin entrar en los pormenores de la larga lucha que sostuvieron los jesuitas contra las Universidades, y en la cual, como suele suceder en contiendas análogas, nadie tenía toda la razón de su parte, es cierto que los jesuitas no fueron autores ni fautores de nuestra decadencia científica, aunque participasen de ella como todo el mundo. Si ellos no enseñaban bien las Matemáticas y la Historia Natural, en las Universidades del siglo xvII ya no se enseñaban ni bien ni mal, salvo en la de Valencia, que en esto, como en otras cosas, fué siem

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pre excepción honrosísima. Al contrario, en honor de los jesuitas debe decirse que hicieron laudables esfuerzos para difundir el gusto por estas enseñanzas, las cuales no faltaron nunca en el Colegio Imperial: cuando no tenían profesores indigenas, los traían alemanes ó flamencos, como los PP. Kresa y Tacquet; llegóse hasta el extremo de tener que valerse de jesuitas para ingenieros de nuestro ejército en Flandes, estado que continuó hasta que D. Sebastián Fernández de Medrano fundó en Bruselas su Academia matemática. Es más: hasta aquel tenue, pero muy simpático renacimiento que comienzan á tener estos estudios en tiempo de Carlos II con Omerique y sus amigos, se debió princicipalmente á los jesuitas del colegio de Cádiz y á la Universidad de Valencia.

El carácter utilitario de nuestra restauración científica en el siglo pasado tampoco puede ocultarse á nadie. No la iniciaron hombres de ciencia pura, sino oficiales de Artillería y de Marina, médicos y farmacéuticos. Cuando comenzaba á formarse una generación más propiamente científica, vino la nefanda invasión francesa á ahogarlo todo en germen y á hacernos perder casi todo el terreno que trabajosamente habíamos ido ganando en medio siglo. Cuando en 1845 se inició la restauración de la enseñanza, creán

dose las facultades de Ciencias y la Academia, hubo que echar mano de los únicos elementos que existían, valiosísimos algunos, pero casi todos de ciencia aplicada. No había más químicos que los de la facultad de Farmacia, ni otros matemáticos que los ingenieros, ni otros astrónomos que los oficiales de la Armada.

Hoy el personal ha cambiado, y en medio del desamparo y abandono en que yace la facultad de Ciencias, que ha sido siempre la Cenicienta entre nuestras facultades universitarias, hay ya en ellas puros científicos, algunos de extraordinario mérito; pero ¿qué hacen nuestros Gobiernos para alentarlos y darles medios de trabajo? Fuera de la Geodesia, que en cierto tiempo ha sido protegida con lujo, y hasta con despilfarro (según dicen) nada, absolutamente nada. ¡Cómo estarán las cosas cuando nos vemos reducidos á envidiar los días de la privanza del Príncipe de la Paz! Aun lo poco que la enseñanza científica ha logrado en estos últimos años es precario y está al arbitrio de cualquier remendador de presupuestos que, so pretexto de economías, nos deje á buenas noches, barriendo estas super fluidades, que son caras, muy caras, si se han de enseñar como Dios manda. Para esto no faltaría un grande argumento, que nunca deja de en

contrar eco entre los que deciden de los destinos de esta Nación desventurada: «La Facultad de Ciencias está desierta.>>

Y yo digo: ¡ojalá tuviese menos alumnos todavía y fuese lo que debía ser, es decir, una escuela cerrada de purísima investigación, cuyos umbrales no traspasase nadie cuya vocación científica no hubiera sido aquilatada con rigurosísimas pruebas, y que entrase allí, no como huésped de un día, sin afición ni cariño, sino como ciudadano de una república intelectual, á la cual ha de pertenecer de por vida, ganando sus honores en ella, no con risibles exámenes de prueba de curso, que en la enseñanza superior son un absurdo atentado á la dignidad del magisterio, sino con la colaboración asidua y directa en los trabajos del laboratorio y de la cátedra, como se practica en todas partes del mundo, sin plazo fijo para ninguna enseñanza, sin imposición de programas, con amplios medios de investigación y con la seguridad de encontrar al fin de la jornada la recompensa de tantos afanes, sin necesidad de escalar una cátedra por el sistema tantas veces aleatorio de la oposición, que desaparecerá por sí mismo cuando el discípulo, día por día, se vaya transformando en maestro, pero que ahora conviene que subsista, porque todavía es el úni

co dique contra la arbitrariedad burocrática!

Cuando tengamos una Facultad de Ciencias (basta con una) (1) constituída de esta suerte, y cuando en el ánimo de grandes y pequeños penetre la noción del respeto con que estas cosas deben ser tratadas, podremos decir que ha sonado la hora de la regeneración científica de España. Y para ello hay que empezar por convencer á los españoles de la sublime utilidad de la ciencia inútil.

1894.

(1) No quiere esto decir, ni mucho menos, que convenga centralizar todas las enseñanzas en un mismo punto. Al contrario, la Facultad de Ciencias, tal como yo la concibo, debe tener carácter esporádico, fundándose particulares centros de enseñanza en los puntos que ofrezcan condiciones más ventajosas para cada uno de los órdenes de la investigación científica. Ya en el Laboratorio de Biologia Marítima de Santander tenemos un notable ensayo de esto.

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