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truían la unidad del concepto estético, dando al ornato un valor independiente de la construcción. Con este arte hubo de encontrarse en conflicto Diego de Sagredo, que duramente acusa á sus contemporáneos de «mezclar lo antiguo con lo moderno por ignorancia de las medidas, cometiendo muchos errores de desproporción y fealdad en la tormación de las basas y capiteles y piezas que labran para los tales edificios», de cuya rigurosa condenación no exceptúa más que á dos artífices españoles, Felipe de Borgoña y Cristóbal de Andino.

El libro de Sagredo, que expone con mucha claridad y método (aunque con errores inevitables entonces por el estado del texto de Vitruvio) la doctrina del arquitecto romano, confirmándola y explanándola con ayuda de la obra de Alberti, debió de ser muy leído, no solamente en España, sino en Francia, donde se tradujo en 1539, siendo también el primer libro de artes impreso en aquella nación. Sus ediciones en ambas lenguas pasan de diez, y no puede negarse que algún influjo tuvo en la práctica y en la dirección de las ideas de los arquitectos, cada vez más inclinados á la severidad greco-romana, tal como aquella edad la entendía. Pero este rígido dogmatismo que puede seguirse paso a paso á en las construcciones, comparando á Cova

rrubias y Diego de Siloe con Machuca, y á éste con Villalpando, y á Villalpando con Toledo y Herrera, rara vez se manifestaba en forma de libros, como no fuesen meras traducciones, y éstas muy tardías: la que Francisco de Villalpando hizo de una parte de la obra de Sebastián Serlio, boloñés (1563), la de Vitruvio por Miguel de Urrea (1582), la de León Battista Alberti, en que intervinoel alarife Francisco Lozano; la de Vignola, por Patricio Caxesi (1593), y alguna otra.

De Pintura no se imprimió libro alguno en el siglo xvi; pero durante él se compusieron los tres más eruditos y elegantes que tenemos: el de Francisco de Holanda, el de don Felipe de Guevara, el de Céspedes; obras que, nacidas en pleno Renacimiento y maduradas por el sol de Italia, tienen una juventud y una frescura, y á veces una comprensión del alma de la antigüedad, que no se encuentra ya en los libros del siglo xvii, por otra parte tan simpáticos y en algunas cosas más españoles, de Carducho, Pacheco y Jusepe Martínez. Sólo de los primeros voy á hablar en este discurso, y en Francisco de Holanda me detendré más particularmente, porque nunca he tratado de él de propósito, y porque sus obras, inéditas hasta estos últimos años, están mucho menos divulgadas de lo que su importancia histórica y estética re

claman. Francisco de Holanda nació en Portugal, y en portugués escribió; pero sus diálogos fueron traducidos inmediatamente al castellano; sus enseñanzas iban dirigidas á los dos pueblos peninsulares, según él mismo declara á cada momento; se jacta de haber sido el primero que en España hubiese escrito sobre pintura, y ante tal declaración sería verdadera ingratitud dejar de ponerle en el número de los nuestros. Digamos, pues, con su sabio editor Joaquín de Vasconcellos, que «en arte y en literatura no hubo fronteras entre Castilla y Portugal hasta el siglo pasado», y procedamos al estudio de los Diálogos, que si no son en todo rigor el más antiguo libro de artes, compuesto en la Península, son por lo menos el más antiguo libro de Pintura.

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III

NÚTIL es retocar lo que ya ha sido magistralmente realizado por el editor de estos Diálogos, el estudio de la biografía artística de Francisco de Holanda. Nacido en Lisboa por los años de 1518, hijo de un iluminador holandés llamado Antonio, heredó la tradición artística de su familia, y desde muy joven comenzó á modelar en barro. Pero de tal modo se transformó luego en Italia, que volvió hecho un hombre nuevo, y pudo sin nota de ingratitud hacer arrancar de allí toda su educación, y decir que en Portugal no había tenido maestros en el dibujo ni en la plástica. Su primera iniciación clásica fué por medio de la literatura más bien que por medio del arte. La debió sin duda á los humanistas con quienes convivió en Evora, en el palacio del Infante Cardenal D. Alfonso, en cuyo servicio pasó sus primeros años; al latinista y arqueólogo Andrés Resende, al helenista Nicolás Clenardo. Cuando á los veinte años emprendió su viaje artístico á Italia, protegido por el Rey don

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