Imágenes de páginas
PDF
EPUB

Habiendo muerto en Mérida el sanguinario y conquistador Rechila, su hijo Rechiario que le sucedió se convirtió á la religión cristiana. Pero el suevo ni dejó de ser bárbaro por ser cristiano, ni los pueblos experimentaron los efectos de su conversión al cristianismo. Habiéndose casado con una hija de Teodoredo, el rey de los godos, salió á recibir á su esposa hacia los confines de los vasco-navarros, cuyas comarcas taló y saqueó. Desde allí quiso pasar á ver á su suegro, y franqueando los Pirineos avanzó á Tolosa, donde dejó admirados á los mismos godos de su rudeza y barbarie. De vuelta devastó y pilló los países de Lérida y Zaragoza, regresando impunemente á sus estados, porque no habían soldados romanos que defendieran las provincias que aun pertenecían nominalmente al imperio. Tal era este primer rey cristiano de los suevos.

¿Qué hacían entretanto los godos, que habían de ser los señores de España? Aunque los godos poseían la parte Tarraconense comprendida entre los Pirineos, el Llobregat y el Segre, sus dominios principales estaban en la Galia meridional, donde ocupaban un territorio capaz de constituir un reino de regulares dimensiones. Hallaba, no obstante, su rey Teodoredo estrechos los límites de la Aquitania, y aprovechando las discordias que después de la muerte de Honorio traían más y más conmovido el ya harto trabajado y desfalleciente imperio, quiso recobrar todas las provincias de la Galia que Honorio había cedido primitivamente á Ataulfo, y puso sitio á la fuerte ciudad de Arlés (426). Obligóle á levantarle y retirarse á Tolosa el general romano Aecio, gran sostén del maltratado edificio imperial en los momentos en que parecía deber desplomarse con estrépito. Gracias á él, todavía el genio del porvenir representado por el pueblo godo conservaba un resto de respeto al genio de lo pasado representado por la vieja corte imperial. Trascurrieron así algunos años mirándose de frente los dos pueblos, viviendo alternativamente ya en guerra, ya en paz, entre alianzas y rupturas, pero siempre ensanchando Teodoredo y como empujando los límites de su reino hacia el Loire y Ródano.

Más adelante, como viese el godo á los rivales de la corte romana, Aecio y Bonifacio, destrozarse en sangrientas guerras allá en Italia, dejando ya á un lado todo miramiento y consideración, púsose con su gente sobre Narbona (437). Acudió á combatirle Litorio, lugarteniente de Aecio, y uno de sus más ilustres oficiales, que simbolizaba la antigua Roma peleando todavía en nombre de los dioses del Capitolio. Orgulloso el general idólatra de haber rechazado á los godos y forzádoles á encerrarse otra vez en Tolosa, desdeñó admitir la paz que Teodoredo le proponía. Decidiéronse entonces los godos á correr los riesgos de una batalla. Dióse el combate; grande estrago sufrieron en él los romanos: el pagano Litorio perdió allí la vida, en castigo, dicen las crónicas cristianas, de la ceguedad de su idolatría, añadiendo que los godos hicieron proezas con la ayuda de Dios y de su espada, en cuya expresión se revela ya el genio naciente de la Edad media. Extendióse con esto el imperio gótico hasta el Ródano, y guarniciones visigodas ocupaban las ciudades abandonadas por los romanos, siendo gustosamente recibidas por los pueblos, cansados de la opresión romana (439). Vióse forzada la corte imperial á solicitar la paz, que se negoció por mediación de Avito, prefecto pretoriano de las Galias, suegro de Sidonio Apolinar, el

obispo poeta, que con tanta viveza y exactitud supo pintar los complicados sucesos de esta época tan revuelta y procelosa.

Época de dolores y de angustias era esta ciertamente: en todas partes lanzaba gemidos tristes la humanidad: todo era pelea, todo matanza y desolación, todo desorden, confusión y espanto; el mundo sufría una especie de movimiento convulsivo: no había reposo para la gran familia humana en parte alguna: en Oriente y en Occidente, á solis ortu usque ad occasum, se guerreaba sin cesar: no se conocían los límites de los pueblos, nada aseguraba los tratados; la fuerza era el derecho de los hombres; cada cual se asentaba donde podía, y lo que conquistaba aquello hacía suyo; la barbarie andaba mezclada con los restos del mundo civilizado, y los semi-bárbaros luchaban alternativamente con todos. Los godos, semi-bárbaros y arrianos, pelean en España con los suevos, alanos y vándalos, bárbaros y gentiles; en la Galia con Aecio, general romano y católico, y con Litorio, general romano también, pero idólatra. Aecio, representante de la antigua cultura, lleva por auxiliares en su ejército á francos, borgoñones, hunos y alanos, los más feroces y salvajes que habían brotado la Germania y la Escitia; Bonifacio, general romano también, llama en su auxilio á los vándalos; Bonifacio y Aecio, romanos los dos, pelean entre sí, ambos con auxiliares bárbaros, y la larga lanza del uno se hunde en el corazón del otro: hombres, pueblos, sociedades, cultos, todo se confunde en sangrienta mezcla, y no había quietud en el universo. No nos maravilla que los más creyentes de aquel tiempo sospecharan si la Providencia había retirado su tutela á la humanidad. Pero tampoco faltaron hombres ilustrados que penetraron por entre la oscuridad de aquella descomposición, por entre la nube de aquel laberinto de males, los secretos designios de la ley providencial, y esperaron y proclamaron que tras aquellos sufrimientos y dolores alcanzaría la humanidad una condición más ventajosa, más digna de los altos fines de la creación que la que hasta entonces habían conocido los hombres.

Un grande acontecimiento viene á unir á los romanos, á los francos y á los godos, que hasta ahora han estado sosteniendo entre sí varias y muy vivas guerras en las Galias. Por fortuna, como hemos visto, se había ajustado una paz entre Aecio y Teodoredo, lo cual les facilitó el concertarse para resistir aunados á un enemigo común, formidable y poderoso que de nuevo amenaza el Occidente. ¿Quién es y de dónde viene ahora ese terrible adversario?

Parecía que el Septentrión debería haber agotado ya sus hordas salvajes, habiendo inundado con ellas el mundo. Pero he aquí que un nuevo y más copioso torrente se desgaja de aquellas ásperas y frías regiones; he aquí que á la cabeza de nuevas y más formidables masas de guerreros agrestes y feroces se presenta el rey de los hunos; el jefe de la raza más bárbara y fiera, el Azote de Dios, Atila, que vencedor de los persas en Asia y de los bárbaros en Europa, teniendo sujetas á su imperio la Germania, y por vasallos á los gépidos y los ostrogodos, había asustado con sus hordas á Constantinopla y concedido al emperador Teodosio II reinar á costa de cederle la Iliria y de pagarle seis mil libras de oro y un tributo anual: Atila, triunfador de los marcomanos, de los cuados y de los suevos, y dueño de Hungría á que habían dado nombre los hunos; Atila, desde el

fondo de su ciudad cercada de bosques, dudaba á cuál de las dos partes del mundo extendería su brazo conquistador, si al Oriente ó al Occidente, ó si los abarcaría ambos ahogando entre sus brazos toda la Europa como el cuerpo de un gigante. Decidióse por el Occidente, y emprendió su camino para las Galias (451), al frente de quinientos mil guerreros según unos, de setecientos mil según otros (1). Veamos lo que contribuyó á moverle á esta elección.

Teodoredo, rey de los godos, había casado una de sus hijas con Hunnerico, hijo del rey de los vándalos de África. Por una sospecha de envenenamiento, el bárbaro Hunnerico había hecho cortar la nariz y las orejas á su mujer, y enviádola así á su padre. Temeroso el vándalo de que este acto de inaudita y horrible barbarie había de excitar justo resentimiento y natural venganza de parte de los godos, incitó vivamente á Atila á que acometiera el Occidente, persuadiéndole á que con su ayuda se haría fácilmente dueño de Italia, de las Galias, de España y de África, y que serían los señores del mundo. Resolvióse á ello Atila impelido también por otras causas, y no pudiendo ocultar el movimiento de sus innumerables hordas, quiso, aunque bárbaro, engañar con maña á unos y á otros, escribiendo al emperador Valentiniano que aquel aparato de gente y armas se dirigía sólo contra los visigodos para acabar con ellos y restituir al imperio romano las provincias que le tenían usurpadas, y escribiendo por otra parte á los godos que aquel armamento se encaminaba á asegurarles la pacífica posesión de las tierras que habían conquistado á los romanos, sus comunes enemigos. Fortuna que ni unos ni otros lo creyeron: antes concertáronse entre sí Teodoredo rey de los godos y Aecio general romano, y aun trajeron á su partido á Meroveo (Mere-Wich), primer rey de los francos y fundador de la monarquía merovingia en las Galias, y aunáronse y estrecháronse todos para hacer frente al impetuoso Atila. Éste emprendió su movimiento desde la Panonia, atravesó la Germania, pasó el Rhin, y se entró por la que ahora es Lorena, deteniéndose á la orilla del Loire delante de Orleáns, porque los godos y los romanos habían marchado apresuradamente á su encuentro, y habían llegado á aquella ciudad. Con esta noticia Atila se retiró á los famosos Campos cataláunicos, cerca de Chalons-sur-Marne, cuya extensión era de cien leguas, de sesenta y dos su latitud, según el historiador Jornandés (2): una colina que se elevaba insensiblemente cerraba la llanura.

Por la mañana ordenaron unos y otros generales sus ejércitos en batalla. Así los hunos como los aliados se dividieron en tres cuerpos. «Veíase reunida (dice Chateaubriand) una parte considerable del género humano, como si hubiera querido Dios pasar revista á los ministros de sus venganzas en el momento en que acababan de llenar su misión: iba á distribuirles la conquista y á señalar los fundadores de los nuevos reinos. Estos pueblos, venidos de todos los extremos de la tierra, habíanse colocado bajo las dos banderas del mundo futuro y del mundo pasado, de Atila y de Accio. Con los romanos marchaban los visigodos, los letos, los armoricanos,

(1) Jornand. Hist. Goth.-Prisc., p. 64.

(2) Jorn., cap. XXXVI.

los galos, los bretones, los sajones, los borgoñones, los sármatas, los alanos, los ripuarios y los francos sujetos á Meroveo: con los hunos militaban otros francos y otros borgoñones, los rufianos, los hérulos, los turingios, ostrogodos y gépidos.» «Paganos, cristianos, idólatras (añade otro escritor), habían sido llamados á esta batalla inenarrable.»

Atila se mostraba como turbado: acaso no esperaba encontrar tantos enemigos. No se resolvió á entrar en acción hasta las tres de la tarde. Aun arengó á sus soldados diciendo: «Despreciad esa turba de enemigos de diversas costumbres y lenguas, unidos por el miedo. Precipitaos sobre los alanos y los godos que hacen toda la fuerza de los romanos: el cuerpo no puede tenerse en pie cuando le arrancan los huesos. ¡Tened valor! ¡mostrad vuestro acostumbrado arrojo! Nada puede el acero contra los valientes cuando no les ha llegado su destino. Esa despavorida muchedumbre no podrá mirar á los hunos cara á cara. Si el éxito no me engaña, estos son los campos en que nos han sido prometidas tantas victorias. Yo arrojaré el primer dardo al enemigo: el que se atreva á ir delante de Atila caerá muerto (1).»

La batalla fué la más sangrienta que vieron los siglos: mezclábanse los contendientes en masas de á cien mil: pronto aquellos dilatados campos se ocultaron bajo una inmensa capa de cadáveres; los vivos peleaban sobre los muertos. Los ancianos que vivían cuando el historiador de esta batalla era todavía joven, contábanle que habían visto un arroyuelo que pasaba por aquellos campos heroicos salirse de su cauce y convertirse en torrente acrecido con la sangre: que los heridos se arrastraban á apagar la sed al arroyo, y lo que bebían era la sangre que acababan de derramar. Añade el historiador de los godos, que los que vivían en aquel tiempo y no pudieron ver cosa tan grande, se perdieron un espectáculo maravilloso (2): pero maravillosamente horrible, pudo añadir. Ciento sesenta y dos mil muertos cubrieron la llanura; y hay quien los hace subir á doscientos mil: no sabemos á dónde hubiera llegado la carnicería si no hubiera sobrevenido la noche. Pereció en la batalla el valeroso Teodoredo, rey de los godos, buscando á Atila. Encontróse su cuerpo sepultado bajo un espeso montón de cadáveres. Pero Atila había sido vencido. El fiero caudillo de los hunos pasó la noche atrincherado detrás de sus carros, cantando al son de sus armas, al modo del león que ruge y amenaza en la entrada de la caverna á donde le han hecho retroceder los cazadores (3).

Atila creyó llegado su fin, y esperaba ser atacado á la mañana siguiente. Pero el silencio de los campos le dió á entender que los enemigos habían renunciado á aniquilarle como hubieran podido y el temía. ¿Por qué los vencedores dejaron escapar tan bella ocasión de acabar con el coloso del Norte? Verdad es que ni ellos mismos supieron al pronto que había sido suya la victoria, hasta que la luz del nuevo día les enseñó que la mayor parte de los cadáveres que cubrían aquellos campos de muerte eran de los hunos. Pero otra causa influyó más en aquella extraña determinación. El altivo

(1) Adunatas despicite dissonas gentes, etc. Jornand., ibid.

(2) Cap. XL.

(3) Strepens armis canebat, etc. Ib., ibid.

Aecio, que había visto la heroica conducta de los godos en la batalla, sospechó que si se consumaba la destrucción de Atila tomarían demasiado ascendiente en el imperio, y á este espíritu de celosa rivalidad debió Atila su salvación. Los godos habían proclamado rey á Turismundo, hijo mayor de Teodoredo, y Aecio tomó de aquí pretexto para alejar al godo, persua diéndole debía apresurarse á marchar á Tolosa para hacer confirmar su elección antes que alguno de sus hermanos se le anticipase. A Meroveo, jefe de los francos, le hizo también retirarse gratificándole largamente, y esta era la causa del silencio de los campos que notó Atila, al cual de este modo hizo Aecio puente de plata para escaparse, como lo ejecutó volviéndose á la Panonia.

De corta duración fué el reinado de Turismundo. Avaro, cruel y revoltoso, hízose aborrecer del pueblo y de los suyos, y concertáronse para desembarazarse de él sus dos hermanos Teodorico y Frederico. Hiciéronle, pues, asesinar, y Teodorico (Theod-rick, poderoso sobre el pueblo), fué aclamado rey de los godos, enviando á Frederico á España, de acuerdo y á solicitud del emperador Valentiniano, á sujetar á los bagaudas que inquietaban los campos de Tarragona (453).

Recorramos ahora una serie de crímenes que rápidamente se sucedieron para acabar de precipitar el imperio romano por los romanos mismos. Valentiniano, después de la muerte de su madre Placidia, soltó los diques á todo género de pasiones torpes y violentas. Celoso de Aecio, asesinó al único que por largo tiempo había sustentado con su valor un imperio moribundo: el único romano pereció al filo de la espada del mismo emperador á quien había sostenido. Era la primera vez que la desenvainaba Valentiniano. Este imbécil príncipe puso sus torpes ojos en una honesta y hermosa romana, mujer del rico senador Máximo: la llamó engañosamente á su palacio, y no pudo libertarse de su bárbara violencia: la infeliz murió de pesar: Máximo quiso vengarse del lascivo príncipe, y halló fácilmente quien le ayudara en sus proyectos: dos asesinos clavaron sus puñales en el pecho de Valentiniano en medio del día, y el pueblo celebró el asesinato. Máximo fué proclamado emperador en lugar del violador de su mujer. Pero Máximo se obstinó en casarse con Eudoxia, viuda de Valentiniano, contra la voluntad de ésta, que viéndose forzada á ello llamó en su socorro á Genserico, rey de los vándalos: ¡qué complicación de sucesos! El terrible instrumento de la venganza marcha sobre Roma. Máximo intenta escaparse, y el pueblo le hace pedazos. Genserico entra en Roma, y la ciudad eterna es entregada al saqueo por espacio de catorce días y catorce noches. Las estatuas y objetos artísticos que Alarico había perdonado, despedázanlas los vándalos por recreo y por el instinto de destruir: lo único que recogen es la plata y el oro. Roma era ya un cadáver que Genserico acababa de despojar. Los bárbaros vuelven á embarcarse, y trasportan á Cartago las últimas riquezas de Roma, como algunos siglos antes había llevado Escipión á Roma los tesoros de Cartago. ¡Qué cambio de tiempos! Entre los tesoros se encontraron los adornos robados por los romanos al templo de Jerusalén. ¡Extraña mezcla de ruinas! Todo va pasando á poder de los bárbaros.

Indignados los godos de la destrucción vandálica de Roma, se congre

« AnteriorContinuar »