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«Por cuanto se deben al erario público grandes tributos con que están oprimidos los pueblos, dice el canon tercero del concilio, se da por firme y valedera la condonación propuesta por el rey de todo lo que deben hasta el primer año de su reinado.>>

Prohíbese en el cuarto á los príncipes, obispos, grandes ú otros cualesquiera, hacer mal alguno en sus personas, bienes ó dignidades, á la reina Liubigotona, sus hijos, yernos ó nueras, pena de perpetua excomunión. Aquí se ve el cuidado del rey en poner al abrigo de todo evento á su familia.

El quinto es notable sobre todos. Dispónese en él «que ninguno se case con la viuda del rey, ni trate torpemente con ella; y el que lo contrario

CAESAR AVGVSTA

CORDOBA

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TOLETVU

ERVIGIO

O

hiciere sea su nombre borrado del libro de la vida, aunque sea el rey: sit nomen ejus abrasum et deletum de libro vitæ.»

Prohibe el sexto conferir los cargos de la corte á siervos y libertos, para que la sangre de la nobleza no se confunda con la de estas personas viles.

Descúbrese en todo un monarca afanado por conservar un cetro que parecía escapársele de las manos, siempre con el pensamiento en el penitente real de Pampliega, siempre buscando en los concilios seguridades para sí y para su familia, y trabajando por oscurecer ó hacer olvidar la memoria de Wamba. Vese las asambleas eclesiásticas concediendo indultos por delitos políticos, condonando contribuciones, estableciendo tribunales y cercenando en todo las prerrogativas de la corona.

Hasta ahora los concilios de España deliberaban como asambleas soberanas en materia de religión y de dogma. Mas al fin del año 683, apenas disuelto el concilio de que nos acabamos de ocupar, llegó á España un legado del pontífice León II con cartas para el rey y para algunos obispos, y con la misión de que la Iglesia española aprobase y recibiese las actas del sínodo general de Constantinopla, el sexto de los generales, en que se condenaba, entre otros errores, la herejía de los monotelitas. No era fácil

volver á reunir un sínodo nacional en tan rigurosa estación, y más cuando acababa otro de disolverse. Tomóse, pues, un término medio convocándole para el año siguiente (684); los que á él asistieron, casi todos de la provincia cartaginense, firmaron su adhesión al constantinopolitano, enviándose además el acta á cada provincia, para que individualmente la suscribiera cada prelado. Así se iba reconociendo prácticamente en la Iglesia de España la supremacía de la silla de Roma. Julián, metropolitano de Toledo, había compuesto un Apologético de la fe, que fué enviado á Roma en nombre del concilio. El papa Benito, que había sucedido á León en la cátedra de San Pedro, encontró en aquel documento palabras que no sonaron bien en sus oídos, lo cual produjo demandas y respuestas entre Roma y España.

Entretanto Ervigio, nunca tranquilo, siempre zozobroso, sospechando que el pueblo le aborrecía, y vislumbrando un porvenir sombrío para sus hijos, resolvióse á buscar un arrimo en la familia de su predecesor, casando á su hija Cixilona con un sobrino ó pariente de Wamba, llamado Egica. Prometióle asegurarle la trasmisión de la corona, exigiendo de él solamente el juramento de que protegería siempre la familia de su esposa, y principalmente á su madre y sus hermanos. Sin otro hecho notable que la reparación del puente y murallas de Mérida, que se hizo en el reinado de Ervigio, cayó el receloso monarca gravemente enfermo en Toledo. El día antes de morir reunió á los obispos y grandes de palacio, y relevándolos del juramento de fidelidad, abdicó la corona en su yerno Egica, y recibió la tonsura y el hábito de penitencia que hacía su resolución irrevocable. Murió á los siete años de su reinado (687). «Su memoria y fama, dice un historiador, fué grande, aunque ni agradable ni honrosa.» No le sobrevivió mucho Wamba; lo necesario solamente para ver el fin de quien prematuramente le había arrebatado el cetro, y la elevación de su sobrino.

El primer paso del gobierno de Egica fué convocar un concilio, que fué el décimoquinto de Toledo (688), el cual puede decirse que no tuvo más objeto que resolver una grave duda y escrúpulo que traía al rey desasosegado. Era el caso que al desposarse con Cixilona, la hija de Ervigio, había hecho juramento de amparar en todo á la familia de su suegro, y cuando recibió la corona había jurado hacer justicia por igual á todos sus súbditos. No hubiera nada de contradictorio en estos dos juramentos, á no mediar la circunstancia de haber despojado Ervigio injustamente de sus bienes á muchos grandes y señores, cuyos bienes estaba disfrutando su familia. Los despojados los reclamaban y el rey tenía que hacerles justicia en virtud del segundo juramento; mas en este caso fallaba contra la familia de Ervigio, á quien había jurado amparar. ¿Cuál de los juramentos le obligaba más fuertemente? El concilio lo resolvió declarando: «que el primer juramento, el de proteger á la familia de su predecesor, no obligaba sino en cuanto no fuese contrario á la justicia que debía á todos sus súbditos.» Así consignó solemnemente el décimoquinto concilio Toledano el gran principio de que la justicia es el primer deber de los reyes, y que ante él deben callar los intereses privados de familia.

Prevalióse sin duda Egica de esta resolución para abatir y oprimir la familia de Ervigio, como en satisfacción y venganza de lo que Ervigio había hecho con Wamba, su tío, castigando también á algunos de los

Томо ІІ

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grandes sobre quienes recaían sospechas de haber tenido parte en el artificio que le había servido para subir al trono.

Curioso es observar el espíritu y tendencia que dominaba en los concilios de la época en que nos hallamos. Habíase prohibido en el décimotercio de Toledo á las viudas de los reyes contraer nuevo matrimonio, ni menos mantener torpes tratos. No pareció sin duda suficiente esta precaución, y en otro concilio celebrado en Zaragoza á 1.° de noviembre del año 691, se ordenó que las viudas de los reyes en lo sucesivo entraran en un convento de religiosas, donde se emplearan sólo en servir á Dios (1).

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Una horrible conspiración se tramó contra Egica en el año quinto de su reinado. Tratábase nada menos que de quitar la vida al rey, y á todos sus hijos, y aun á cinco de los principales palatinos. Dirigíala el mismo metropolitano de Toledo, Sisberto, sucesor del piadoso y sabio Julián. Ignórase la causa de tan criminal conjuración. Supónese que llevaría por objet. colocar en el trono á alguno de los parientes ó parciales del prelado. Egica lo supo, hizo asegurar á Sisberto, y remitió su juicio al fallo de un concilio que convocó para el año siguiente (693). El concilio decretó la deposición del conspirador metropolitano por el crimen les Majestatis, condenándole además á destierro perpetuo con privación de todos sus bienes, honores y dignidades. En aquel concilio fué donde se estableció por primera vez que en todas las iglesias de España se rogase diariamente en la misa por la vida y prosperidad del rey y de la real familia: costumbre ó rito que dura en nuestros días con poca alteración en las palabras.

Parece que los judíos españoles, exasperados con tantas y tan duras leyes como se habían hecho contra ellos, ansiosos de sacudir la opresión en que gemían, trataron de ponerse de acuerdo con sus correligionarios de África, manteniendo con ellos secretos tratos é inteligencias, para in

(1) Canon 5 de este concilio.

tentar algún medio de salir de tanta opresión y esclavitud. Fuese esto cierto, lo cual no extrañaríamos en un pueblo de aquella manera vejado y proscrito, ó fuese espíritu de animadversión é intolerancia del siglo, ó lo que creemos más, todo junto, es lo cierto que el rey Egica convocó otro concilio con el objeto de castigar de nuevo aquella raza desafortunada (694). Recargáronse, pues, si posible era recargarlas, en este concilio las penas contra los judíos, siendo una de ellas la de declararlos á todos esclavos, y otra, la más dura de todas, la de arrancar á los padres sus hijos de uno y otro sexo en llegando á la edad de siete años sin permitirles trato ni co

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municación con ellos, y entregarlos á los fieles para educarlos en la religión cristiana (1).

Por más leyes que se habían hecho sobre la libre elección de los monarcas, no renunciaban éstos al afán de trasmitir la corona á sus hijos, y de él participó Egica, encomendando á su hijo Witiza desde muy joven los cargos más importantes del Estado, y obteniendo por fin compartir con él la autoridad real, de tal manera que en las monedas de su tiempo se ven grabados y asociados los dos nombres, ambos con el título de rey: EGICA REX, WITIZA REX, y con el lema Concordia regni. Dióle, no obstante, con el fin sin duda de mantener esta concordia y de evitar disidencias y desabrimientos, el gobierno de todo el país de Galicia que había constituído el antiguo reino de los suevos, haciendo Witiza á la ciudad de Tuy una especie de corte ó residencia real, desde donde gobernaba por sí aquella porción de la monarquía. Cinco años reinaron juntos el padre y el hijo de los trece que duró el reinado del primero, y al cabo de los cuales murió Egica (701), dejando ya en pronunciada decadencia la monarquía goda, y sin otra gloria que la que pudo caberle en haberse terminado en sus días el código de los visigodos; que en lo demás pudiera dudarse si

(1) Concil. Tolet. XVII.

Egica había obrado como obispo ó como rey, ó si era la Iglesia ó era la corona la que había gobernado el reino (1).

Al llegar al importante reinado de Witiza sentimos la falta de documentos auténticos contemporáneos: hasta los concilios, que supliendo la escasez de historias de aquella época apartada y oscura, nos han servido de guía y suministrado una luz preciosa para seguir la marcha de la sociedad godo-hispana al través de los dos últimos siglos, nos abandonan también, no habiendo llegado á nosotros las actas del que celebró el monarca que acababa de ocupar el solio gótico. El código de sus leyes se da igualmente por terminado, y sólo nos quedan algunas sucintas crónicas escritas después de la invasión sarracena y bajo la impresión de aquel triste suceso, que otros historiadores más modernos han amplificado según sus ideas y las de la época en que han escrito.

¿Serán ciertos todos los desórdenes, todos los excesos, todos los crímenes que se atribuyen á Witiza? ¿Merecería este rey los negros colores con que le pinta la historia? ¿Debería la España su perdición y el reino de los godos su ruina á la licencia, á la crueldad, al desenfreno y relajación de todo género de este monarca? Esto es lo que por siglos enteros se ha creído constantemente y sin contradicción en España; esto es lo que algunos eruditos modernos ó niegan ó hacen cuestionable ahora. La memoria de Witiza, sobre la que pesaba una especie de anatema histórico, encuentra al cabo de más de once siglos, si no panegiristas, al menos quien la defienda de muchas acusaciones. Y no porque se hayan descubierto documentos auténticos contemporáneos que alumbren convenientemente un período que empiezan á rodear nuevas y espesas nieblas, sino porque de distinta manera se juzga en épocas distintas unos mismos hombres y unos mismos hechos.

Convienen todos, aun los que con más negras tintas pintan el cuadro de los vicios de Witiza, en que este monarca no solamente gobernó bien la Galicia en los años que estuvo asociado á su padre en el reino, sino que en los primeros tiempos que rigió ya solo la monarquía goda, señaló su advenimiento al poder con leyes y medidas justas, humanitarias y benéficas.

Tal fué el indulto general que concedió á todos los que por su padre habían sido encarcelados ó desterrados, volviéndoles sus bienes y honores; llevando en esto su generosidad á tal punto, que para que no pudiese haber reclamación en ningún tiempo, hizo quemar los registros de los tributos atrasados: con que empezó á reinar con aplauso y aceptación general del pueblo. Así lo afirma en su crónica Isidoro Pacense, historiador el más inmediato á Witiza, y el más antiguo que se conoce, pues concluyó su crónica á mediados del VIII siglo, y en ella hace grandes elogios de aquel rey (2). Mariana atribuye estos primeros actos, no á virtud, sino á refinada

(1) Aun no ha podido fijarse, que sepamos, el año preciso de la muerte de Egica, discordando los autores desde el 699 hasta el 702. Nosotros seguimos la que señalan Isidoro Pacense en su crónica, y Aguirre en su cronología de los reyes godos.

(2) Witiza florentissime regnum retemptat, atque omnis Hispania gaudio nimium freta alacriter lætatur. Isidor. Pac. c, xxx.

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