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CAPÍTULO IX

ESTADO SOCIAL DEL REINO GODO-HISPANO EN SU ÚLTIMO PERÍODO

I. Mudanza en la organización política del Estado desde Recaredo.—Mezcla en las atribuciones de los poderes eclesiástico y civil.-Relaciones entre los concilios y los reyes. Su influencia respectiva. -Sus inconvenientes y ventajas.-Indole y carácter de los concilios.-Si eran Cortes á asambleas nacionales.-Opiniones diversas sobre este punto.-Fíjase la verdadera naturaleza de estas congregaciones.-Independencia de la Iglesia goda.-II. Examen histórico del Fuero Juzgo.-Sus diversas clases de leyes.-Juicio crítico sobre este célebre código.- Análisis de algunos de sus títulos y leyes-Sistema judicial -Id. penal.-Sobre la familia.-Sobre la agricultura.—Colonos. Vinculaciones. Feudos.-III. Literatura hispano-goda y su índole. Historia.-Ciencias.-Poesía.- Extravagante idea de los godos sobre la medicina.-Ilustración del alto clero.- Prodigiosa erudición de San Isidoro.-Numeración de sus obras.-IV. Estado de las artes, industria y comercio de los godos. Errada calificación de la arquitectura gótica.-Monedas.-V. Consideraciones generales sobre la civilización goda.-Si ganó ó perdió la España con la dominación de los visigodos.

I. Expusimos en el capítulo cuarto de este libro la marcha de la nación godo-hispana y su organización religiosa, política, civil y militar hasta el reinado de Recaredo; y anunciamos allí que desde aquella época tomaría otro rumbo, otra fisonomía la constitución del imperio gótico. Así se realizó.

Desde que Recaredo, convertido al catolicismo, sometió al tercer concilio de Toledo la deliberación de asuntos pertenecientes al gobierno temporal, comenzó á variar la índole de la monarquía, comenzó también á variar el carácter de aquellas asambleas religiosas. El trono buscó su apoyo en el altar, y la Iglesia se fortalecía con el apoyo del trono. Eran dos poderes que se necesitaban mutuamente, y mutuamente se auxiliaban. Los reyes fueron al propio tiempo los protegidos y los protectores de la Iglesia; la Iglesia era simultáneamente la protegida y la protectora de los reyes. En esta reciprocidad de intereses y de relaciones, era muy fácil, como así aconteció, que se confundieran las atribuciones del sacerdocio y del imperio, traspasando cada cual sus límites, y arrogándose, ó si se quiere, prestándose sus facultades propias. En esta especie de traspaso mutuo, el poder real ganaba por un lado y perdía por otro; el poder episcopal ganaba siempre en influjo y adquiría una preponderancia progresiva. Los romanos se vieron en la necesidad de acogerse al amparo de los concilios por varias poderosas razones. Lo primero, porque en estas asambleas se hallaban concentrados el talento y el saber, y necesitaban de las luces de los obispos para guiarse y dirigirse con acierto: lo segundo, porque en aquella época de espíritu religioso, y más desde que se estableció la unidad de la fe, el influjo del sacerdocio era grande en el pueblo, y convenía á los monarcas contar con el apoyo y la alianza de una clase tan prepotente: lo tercero, porque expuesto asiduamente el trono á los embates de una nobleza ambiciosa y turbulenta, ávezados los magnates á conspirar, por creerse cada cual con tanto derecho á ceñirse la corona como

el monarca reinante, sólo el robusto brazo episcopal podía dar consistencia al solio una vez ocupado, y seguridad al que le ocupaba, para lo cual se trató de revestir su persona de un carácter sagrado ungiéndole con el óleo santo al tiempo de ceñirle la diadema. De buena gana daban los obispos arrimo y ayuda á los reyes á trueque de verlos solicitarla humillados y de tenerlos propicios: sin inconveniente la solicitaban los príncipes á trueque de contemplarse seguros. Sancionando los concilios la inviolabilidad de los monarcas una vez constituídos, sin ser demasiado escrupulosos en cuanto á la legitimidad de su elevación; fulminando severas censuras eclesiásticas contra los atentadores á la persona y á la autoridad del rey, y excomulgando á los conspiradores; regularizando las bases de la elección, estableciendo formas y trámites, y prescribiendo las cualidades y condiciones que había de tener el elegido; señalando el tiempo y lugar en que la elección había de verificarse; decretando que el nombramiento se hubiera de hacer por los obispos y próceres, y exigiendo al rey en pleno concilio el juramento de guardar las leyes y la unidad de la fe católica, enfrenaban muchas ambiciones y prevenían muchos regicidios; evitaban los trastornos de las elecciones tumultuarias; templaban con la mansedumbre religiosa la índole feroz y los rudos instintos que aun conservaran los godos; preparaban más y más la fusión sentándose juntos á discurrir tranquilamente vencedores y vencidos; fortalecían el poder real y consolidaban la monarquía, y al propio tiempo ganaban ellos ascendiente sobre el rey, sobre la nobleza y sobre el pueblo.

Los nobles que aspiraban á subir algún día al trono, necesitaban halagar á los obispos, que formaban un partido compacto, poderoso é ilustrado, y en cuyas manos venía á estar la elección. Así entraba en el interés mutuo de los prelados y de los próceres el que la corona no se hiciese hereditaria, como hubieran deseado los reyes y el pueblo, y pasaban por todos los inconvenientes del sistema electivo. Sólo alguna vez permitían la asociación al imperio y la trasmisión de la corona del padre al hijo, mas nunca sin su consentimiento y sin estar seguros ó de la devoción ó de la docilidad del asociado ó heredero. Los monarcas, por su parte, una vez constituídos, necesitando de los concilios para sostenerse, prestábanse á deponer el juramento en sus manos, permitíanles deliberar y legislar en negocios temporales y políticos, ó los sometían ellos mismos á su decisión, confirmaban y sancionaban sus determinaciones, fuesen sobre materias eclesiásticas ó civiles, y autorizadas con la sanción real las definiciones sinodales, recibíalas el pueblo con la veneración y respeto debido á ambas potestades.

En esta conmixtión de poderes, el rey, convocando y confirmando los concilios, como protector de la Iglesia, extendía la jurisdicción real á las cosas eclesiásticas, promulgando y haciendo ejecutar las providencias y reglamentos de disciplina; examinaba y fallaba en última apelación las causas entabladas ante los obispos y metropolitanos, y por último fué reasumiendo en sí la facultad de nombrar obispos y de trasladarlos de unas á otras sillas. El derecho de nombramiento que desde los primitivos tiempos de la Iglesia habían jercido el pueblo y el clero, fué pasando gradualmente al rey, primeramente por cesión de algunas iglesias, por convenio

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de todas después, ya enviándole en cada vacante la propuesta de las per sonas que contemplaban dignas de ocupar la silla episcopal, para que el rey eligiese entre ellas, ya por último encomendándole, por evitar las di laciones de este modo, el nombramiento in solidum, que por fin se diq también, como hemos visto en la historia, en ausencia del monarca al mej tropolitano de Toledo.

Semejante organización, tales relaciones entre el sacerdocio y el impe rio, entre el trono y la Iglesia, entre los reyes y los obispos, si bien produ cían los saludables efectos que hemos enumerado, tenían por otra parte que influir funestamente en la vida futura de la monarquía, de aquel mismo trono y de aquella misma Iglesia. Cierto que la influencia epis copal y la ilustración del alto clero templaban y suavizaban la antigua rudeza gótica; pero llevando al exceso aquel influjo, extinguíase al propio tiempo el vigor militar y la energía varonil del pueblo godo, que en un día de prueba como el que sobrevino había de echarse de menos y ocasionar la ruina del Estado. Cierto que con las leyes sobre elección se prevenían conjuraciones y crímenes, pero se mantenía el sistema electivo, fuente y raíz de ambiciones, y causa y principio de casi todos los males. Cierto que se fortalecía el poder del monarca reinante con las penas establecidas contra los atentadores á su vida ó su trono; pero reconociendo y confirmando á los usurpadores, se confirmaba y reconocía la usurpación una vez consumada. Cierto que las leyes disciplinarias de la Iglesia llevaban la robustez de la sanción real y el apoyo de las potestades civiles; pero compraba la corona su intervención en el derecho canónico á costa de otorgar inmunidades eclesiásticas que habían de acabar por relajar aquella misma disciplina. Cierto que á las mayores luces del clero se debieron muy sabias leyes y una mejor organización del Estado; pero llevando demasiado adelante su influjo y predominio, legislando en materias políticas, aprovechando su inmenso poder y la debilidad de algunos reyes, manteniendo vivo el sistema electoral para que solicitaran sus sufragios los aspirantes al trono, el juramento ante el concilio para tener sumisos á los monarcas, llegó muchas veces á humillar la majestad, sobrepúsose en ocasiones el cayado episcopal al cetro regio, pudo dudarse si eran los reyes ó los obispos los soberanos del Estado; y si un Chindasvinto y un Wamba hacían esfuerzos por libertar la corona de la tutela de la Iglesia y por restablecer la antigua energía y virilidad gótica, un Sisenando, un Ervigio, un Egica, eran dóciles instrumentos de los concilios y obsecuentes guardadores de sus decretos. Esta mixtura de poderes, esta prepotencia eclesiástica, con su mezcla de bien y de mal, fué al principio. muy provechosa al Estado, lo fué á la religión, á la Iglesia, al trono mismo: Îlevada al extremo, perjudicó al trono, á la nación, á la misma Iglesia.

«¿Se ha definido bien, preguntábamos en nuestro discurso preliminar (1), la naturaleza y carácter de aquellas asambleas que tan singular fisonomía dieron al gobierno de la nación gótica?» La cuestión es importante, y su examen se ha hecho más necesario desde que un erudito pu

(1) Párrafo V, pág. XXIV.

licista español calificó los concilios de los godos de verdaderos Estados nerales 6 Cortes de la nación. El ilustrado autor de la Teoría de las tortes, llevado de un celo laudable, y queriendo buscar en la más remota *ntigüedad posible, en la cuna de la monarquía española, el ejemplo y ráctica del gobierno representativo en España, no dudó ver en los confilios nacionales de Toledo otros tantos congresos políticos con todas las condiciones de tales. «¿Quién no ve aquí, dice, toda la nación unida y legitimamente representada por las personas más insignes y por sus miembros principales, desplegando su energía y autoridad en orden á los asuntos del mayor interés y en que iba la prosperidad temporal de la república?» «Prueba evidente (dice en otra parte) de que estas juntas no eran eclesiásticas, sino puramente políticas y civiles, y unos verdaderos Estados generales de la nación (1).»

La opinion de este docto español, que no dejó de hallar eco en algunos historiadores extranjeros cuyas obras tenemos á la vista, fué ya impugnada con razones de buena crítica por otro no menos erudito jurisconsulto español (2), haciendo ver las inexactitudes en que su extremado celo hizo incurrir al ilustrado Marina, así en la calificación de aquellos concilios, como en la perfección que supone en la constitución y organización política del imperio visigodo. Menester es que fijemos bien la índole y carácter de aquellas célebres asambleas.

El primero de los diez y nueve concilios generales de la Iglesia goda en que se determinaron puntos de gobierno civil fué el tercero de Toledo. Allí no había sino obispos: el único representante del poder temporal era el rey, que no hizo sino convocar el sínodo y suscribir con la reina las decisiones canónicas: algunos grandes firmaron la profesión de fe: nadie deliberó sino la Iglesia. El orden de celebrar los concilios prescrito en el cuarto de Toledo, que ya entendió en los negocios graves de derecho político nacional, da bien á conocer que no había variado en su esencia la índole de aquellas juntas (3). Hasta el octavo de Toledo de 653 no toma

(1) Marina, Teoría de las Cortes, tom. I, cap. II.

(2) Sempere y Guarinos, Hist. del Derecho, tomo I, cap. XIII. Observaciones sobre los concilios toledanos.

(3) Formula qualiter concilium fiat, sive ordo de celebrando concilio. Al amanecer abrían los ostiarios una sola puerta de la catedral, por la cual permitían entrar solamente á los que habían de tomar parte en el sínodo. Primeramente se colocaban los metropolitanos, después los sufragáneos por el orden de antigüedad de su consagración. Sentados los obispos, se llamaba á los presbíteros, y luego á los diáconos necesarios para el servicio. Seguidamente entraban los señores de la corte que acompañaban al rey, y los que habían de hacer de secretarios de la asamblea. Cerrada la puerta, y colocados todos en el orden que el canon cuarto señalaba, después de un rato de silencio, el arcediano decía en voz alta: Oremus. Oraban todos de rodillas en voz baja, hasta que uno de los prelados más antiguos los interrumpía con una oración vocal, á que contestaban todos: Amén. El arcediano decía entonces: Surgite, fratres: levantaos. Sentados otra vez en su lugar respectivo, se leía la profesión de fe, símbolo del dogma católico, acordado en los cuatro primeros concilios ecuménicos. Cuando asistía el rey, dirigía á los prelados un corto discurso, y les entregaba una memoria, tomus regius, en que expresaba los asuntos en que pedía se ocupasen. El metropolitano presidente abría la discusión con otro discurso, en que les exhortaba á deliberar sin apasionamiento y con

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ron parte los nobles seglares en las deliberaciones sinodales. ¿Mas quiénes y cuántos eran éstos? ¿qué representaban? ¿qué categoría ocupaban en el sínodo? ¿en qué negocios decidían? Era un escaso número de duques y condes, de varones ilustres del oficio palatino, elegidos y nombrados por el rey, que no tenían voz ni voto en las materias eclesiásticas, que firmaban los últimos en las políticas y civiles. «En el nombre del Señor (decía el tomo regio), Flavio Recesvinto rey, á los reverendísimos padres residentes en este santo sínodo... Os encargo (decía á los obispos) que juzguéis todas las quejas que se os presenten, con el rigor de la justicia, pero templado con la misericordia. En las leyes os doy mi consentimiento para que las ordenéis, corrigiendo las malas, omitiendo las superfluas y declarando los cánones oscuros ó dudosos... Y á vosotros, varones ilustres, jefes del oficio palatino, distinguidos por vuestra nobleza, rectores de los pueblos por vuestra experiencia y equidad, mis fieles compañeros en el gobierno, por cuyas manos se administra la justicia... os encargo por la fe que he protestado á la venerable congregación de estos santos padres, que no os separéis de lo que ellos determinen, sabiendo que si cumplís estos mis deseos saludables agradaréis á Dios, y aprobando yo vuestros decretos cumpliré también la voluntad divina. Y hablando ahora con todos en común, tanto con los ministros del altar, como con los asistentes elegidos del aula regia, os prometo que cuanto determinéis y ejecutéis con mi consentimiento lo ratificaré con el favor de Dios, y lo sostendré con toda mi soberana voluntad (1). »

¿Qué proporcion guardaba el brazo secular con el eclesiástico? Asistieron al concilio VIII de Toledo 17 palatinos y condes, y 52 obispos: 15 nobles y 35 obispos al XII: hallábanse en el XIII 26 próceres y 48 prelados: en el XV 16 nobles y 77 clérigos: 16 grandes y 61 obispos y 5 abades en el XVI. Así respectivamente en todos (2). El clero deliberaba indistintamente en las materias religiosas y civiles: los legos en las últimas solamente. Predominando así el elemento eclesiástico sobre el seglar, no era posible que se contrapesaran dos poderes, de los cuales uno era casi omnipotente, el otro débil por su menor número, por su menor ilustración, por sus restricciones y por su deferencia al primero. No era el Estado quien daba entrada á la Iglesia en sus determinaciones, era la Iglesia á quien monarcas respetuosos y devotos iban encomendando los negocios del Estado. Ni el pueblo tenía representantes ni diputados, ni la nobleza que asistía representaba siquiera su misma clase, puesto que eran en su mayor parte empleados de palacio, nombrados por el rey para dar lustre á la reunión, nombre y ejecución á sus resoluciones. Si en algunas actas se supone el consentimiento del pueblo, expresado con la fórmula omni

templanza y mesura. Nadie podía entrar ni salir hasta que se levantaba la sesión. Las puertas del templo permanecían cerradas durante los debates, los cuales versaban primeramente sobre los negocios eclesiásticos, y hasta que terminaban éstos no se deliberaba sobre los temporales ó civiles.

(1) Conc. Tolet. VIII.

(2) Esta proporción consta, con la cortísima diferencia de algún guarismo (que suele consistir en contar algunos como obispos á los que estaban representados por vicarios) de la Colección canónica española, de Aguirre, de Flórez, de Ulloa y otros.

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