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leza desnuda; por eso aparecen con tan poderosa energía. Aquellos ojos no miran más que al cielo, o a los útiles de su industria, o al tren que corre; mientras bullen en torno de ellos los hombres, permanecen indiferentes, en nada se fijan; el viajero curioso, el estudiante atrevido, el soldado galanteador, el gañán desvergonzado, todos quedan iguales para ella, y como a nadie prefieren, a nadie ofenden.

¿Es aquello temor a la vida, o más bien sobrado conocimiento de ella? ¿Recelo o escarmiento?

Los poetas del siglo de oro se hubieran enamorado de ella los de la época de Meléndez la hubieran dedicado décimas o sonetos.

En Manzanares nos separamos de los viajeros de Ciudad Real: con éstos marchó Moret para una cacería en lo más fragoso de la sierra.

Pasamos por Valdepeñas, de báquica fama; patria del poeta Balbuena, no interrumpía el hilo de mis líricas memorias.

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En diligencia.-Montiel.-Al alba.-Torre de Juan Abad.Sierra Morena.-Navas de Tolosa.-Carlos III.-Bailén.Un rapaz de 1808 en 1863.-- Cuestiones internacionales.Crepúsculo.-¡Cielo de Andalucía!-De noche.

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N Santa Cruz de Mudela, término del ferrocarril, tomamos tras breve detención la diligencia. Este antiguo modo de viajar, si menos cómodo que el otro, todavía tiene su encanto y su poesía. El carácter español le ha comunicado su color vigoroso y ardiente. El mayoral,

el zagal y delantero son tipos nacio

nales, y que apenas alcanzará la generación sucesora nuestra. ¡Qué animación en el arrancar del coche, qué brío en el brazo que restalla la traya, qué energía en las voces, qué agilidad en las piernas del zagal, que corre castigando al tiro, agarrado a uno de los tirantes! Y por otra parte, ¡qué inteligencia despierta en las bestias, qué aguzar las orejas, qué encogerse

de lomos para evitar el puntazo, qué hincar los pies para empujar mejor!

La mole del carruaje con su voluminosa baca parecía clavada en tierra, imposible de mover, y a una voz de aquellos hombres, a un estallido de sus látigos, allá va arrebatada como una exhalación, allá va perdida entre nubes de polvo; y entre las exclamaciones y los votos y el ruido se alza alegre y chillón el son de las campanillas y cascabeles. ¡Las campanillas! Dicen que su uso tiene por objeto animar a las mulas; ¿no tendría también el de cubrir con sus agudos y placenteros sones los sollozos de la despedida? Dure en buen hora la tristeza que se queda, pero la que se va, ¿cómo ha de resistir largo tiempo a aquel estrépito que en son de fiesta y regocijo la acompaña y la distrae?

Empezaba a clarear el día. El terreno se alzaba en ondas como una mar cuajada: hacia el Oriente, detrás de esas colinas, está Montiel, teatro de la dolorosa tragedia, nombre legendario, de funesta recordación, que envuelto en lúgubre sombra, nos ha conmovido y atemorizado tantas veces en la niñez. Los albores del crepúsculo dan luz sombría a los cuadros que la imaginación traza; rojas bandas de fuego tiñen la parte del cielo por donde viene el día, y las tinieblas huyen amontonándose en Occidente, y cayendo derrumbadas de las alturas. Tal debió amanecer el día que sucedió al nocturno fratricidio; tan pavorosa y triste debió ser la aurora que alumbró el cadáver del rey justiciero, llorado por sus pocos y fieles castellanos, mientras la muchedumbre aclamaba a Enrique, el matador hermano! ¡Triste aurora de un reinado!

Más allá de aquellas mismas alturas está la Torre de Juan Abad, señorío de don Francisco de Quevedo.

Allí lloró el ilustre poeta desengaños y miserias; allí padeció persecuciones y enfermedades; allí corrieron los últimos años de su vida, en la práctica de la virtud y en la contemplación de las verdades eternas. A ese mismo cielo que nos cobija alzó sus ojos ciegos de llorar; a ese cielo levantó su corazón lasti

mado, pero no vencido por el desengaño y la triste experiencia de los hombres. ¡Varón insigne, mal conocido y peor juzgado; nombre glorioso de las letras españolas!

El camino principia a trepar serpenteando por una serie de cimas bajas y desiguales; aquello es Sierra Morena, cordillera humilde, monótona, sin ninguno de los magníficos accidentes que caracterizan las regiones montañosas. Y es que como todas las cordilleras que cruzan nuestra península, las vertientes que bajan a los llanos centrales son bajas; el gran desnivel está hacia la parte que desciende al mar; allí están las profundas quebradas, los grandes precipicios; allí la grandeza de las revoluciones geológicas, el granito fundido, despedazado y arrojado en deformes masas sobre la superficie del globo, y las ciclópeas moles de mármol, a cuyas asperezas se agarra una vegetación vivaz y enmarañada, secular cabellera del gigante antediluviano; tal sucede en la región Cantábrica.

Pasadas las Ventas de Cárdenas, inmortalizadas por una canción célebre, llegando a Despeñaperros, cambia el aspecto del país y se manifiesta evidente a los ojos esa particularidad de la constitución geológica de nuestra península. El camino, como una serpiente sin fin, enlaza y rodea los tajados montes; ya se enrosca a un peñón aislado y le ciñe y aprieta entre sus polvorosos anillos; ya embistiéndole de frente le taladra y penetra, y aparece al otro lado desplegándose en sueltos y desembarazados zigzags.

En las motas de tierra, olvidadas por los aluviones en los cóncavos senos de las rocas, crecen árboles; a su sombra abrigan su blanca nieve las margaritas y su orgullosa púrpura los lirios; en lo profundo del despeñadero hierve el agua, y al compás de sus olas se mecen los airosos tallos de las adelfas, la planta sagrada de Andalucía. En esa tierra del sol, no hay arroyo a cuyas márgenes no dé sombra y frescura ese gallardo laurel. En el estío, época de la florescencia, cubren con sus copiosas flores la aridez del cauce seco, y a lo lejos, en la llanura, sus rojas y torcidas líneas, que señalan la dirección de

la corriente, parecen las sangrientas arterias de aquel suelo feraz y poderoso.

Desde aquellas alturas se descubren dilatados horizontes. A la izquierda, los montes de Jaén, y sobre ellos la blanca cresta de Sierra Nevada, que centellea al sol como una diadema de brillantes; a la izquierda la Sierra Morena, que en sus senos esconde jardines de infinitas flores y perenne verdura, y en sus entrañas veneros preciosos, tesoros escondidos, uno de los más ricos elementos de la grandeza futura de España.

Desde allí miraban codiciosamente nuestros abuelos la tierra poseída por los moros, sus eternos enemigos; hasta allí llegaban en algarada, y si bajaban a veces al llano era sólo para dejar en él algunos de los suyos, muertos por las lanzas de los fronteros andaluces.

Un día, sin embargo, llegaron los castellanos a aquellas asperezas, no como aventureros y taladores, sino en hueste numerosa y ordenada; no para hacer presa de algunos rebaños y tornar con el botín a sus tierras, sino para invadir las enemigas y establecer en ellas firme y perdurable dominio.

Alfonso VIII, rey probado por la desgracia, los acaudillaba; el Sumo Pontífice Inocencio III había publicado la Cruzada, y a la nueva de la empresa habían acudido prelados y guerreros de Alemania, Francia y Lombardía. Allí asistían Pedro II de Aragón, con la flor de sus caballeros y feudatarios, y Sancho VII de Navarra, que debía ganar en la jornada el blasón de su reino.

De todos los ámbitos de España vinieron cuantos podían regir un caballo o manejar una espada; cuantos tenían fe en el corazón y ansia de gloria, porque allí iba a decidirse de la soberanía de España, allí iba a resolverse la dudosa cuestión de si España había de ser cristiana o sarracena.

Dios protegió a los que seguían su lábaro, y el poder de los Almohades quedó para siempre en las Navas de Tolosa.

Bajando hacia Andalucía, pasado Santa Elena, a la de

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