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nes: parecían gentes que habían salido a pasar el día en el campo; la ciudad no debía estar ya lejos.

Mas a pesar de la concurrencia y de venir lleno nuestro coche, la conversación no se animaba. Todos los viajeros teníamos aspecto letárgico y huraño. Los recién llegados debían ser gente ordenada y apacible, laboriosa, de esa que forma la masa útil de los ciudadanos que aprovechan el día feriado para esparcimiento y reposo del trabajo de la semana. Habían madrugado, el ejercicio inusitado del día, la emcción del pequeño viaje, los encuentros con los amigos, todo había contribuído a cansarlos; eran matrimonios o parejas de íntimos amigos, nada tenían que decirse; nosotros no éramos objeto suficiente para estimular su curiosidad, hasta el extremo de entablar un diálogo; nos dejaban, pues, dormitar en nuestros rincones, y se acomodaban lo mejor que podían para imitarnos.

Sabida nuestra poca sociabilidad, creo inútil decir que el indiano y yo tampoco rompíamos el silencio. Sospecho que mi compañero dormia realmente, porque ya no fumaba; en cuanto a mí, confieso que a la sombra de la visera de mi gorra encasquetada hasta las narices, observaba lo que pasaba alrededor.

Y si la hora, la fatiga, el calor hubieran extendido hasta mi su letárgica influencia, pronto la hubiera sacudido.

Ya el aire traía un talismán siempre eficaz y poderoso sobre mi corazón, ya venía sobre sus ondas serenas el olor penetrante del mar. Dicen que el olor de la pólvora inflama la sangre de los soldados viejos; que el olor del heno recién segado enternece hasta el llanto a los hijos de las montañas; el aire de la mar acre, viril, enérgico, salobre, aviva y enardece los sentidos; pecho acostumbrado a respirarle se enerva y hastía en otra atmósfera; por eso los marinos no pueden vivir sino donde las auras marinas llegan.

En ese aire flotan para mí los mejores y más santos recuerdos de la vida. No temáis que con su enumeración os fatigue Había escrito aquí lo que el aire del mar dice a mi alma; el por

qué la estremece y conmueve siempre; pero rasgo la hoja y la reemplazo con estas líneas.

Yo sé cuán fácilmente el alma dolorida se deja llevar a las confidencias, y sé también el dolor que las confidencias traen. El dolor como el cariño pɔsee una esencia íntima y santa, cuyas aras son la reserva y el misterio.

Llegamos a Cádiz a media noche; a dos pasos de la estación las olas bañan las carcomidas piedras del muelle; yo echaba menos la voz lejana, solemne y pavorosa del océano.

Oíanse los ruidos del puerto; voces de marineros, golpear de remos, rechinar de cadenas y crugir de jarcias; en la mar se vela siempre. Aquellos rumores, aquel movimiento, las altas murallas, me recordaban a Génova. Cádiz es, en efecto, en parte Génova menos los palacios, y Génova es Cádiz menos la limpieza.

Los oficiales de marina que se retiraban de la ciudad iban a embarcarse precedidos de marineros con faroles; entramos por la puerta del mar; los pabellones y colgaduras del Corpus duraban todavía en las calles.

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XII

¡Fair Cádiz!-En bahía.-Los Puertos.-Ventorrillos y cantares. Sobre las murallas, circumdivagación.-San Fernando y la Carraca.-Descanso.

I la mitología viviera, nunca mejor que en Cádiz tendría aplicación su encantadora fábula de Venus Aphrodita. La blanca ciudad surge del seno de las olas, resplandeciente de juventud y de hermosura. ¡Juventud perenne que por un privilegio del cielo no pasa ni se marchita!

Ciudad sin ruinas, pueblo sin menesterosos, risueño, afable, nada en él entristece la vista, nada oprime el corazón. El peregrino al verle, como el árabe del desierto en el oasis, siente el deseo de plantar su tienda y esperar allí el ocaso de sus días.

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Pródigo de alegría, de vida, de salud, de colores y de rayos, remontaba su curso el sol de la mañana; una barca se mecía sobre las ondas al pie del muelle; salté en ella, el marinero izó la vela y corrimos a un largo, saltando sobre la marejada. La bahía estaba magnífica! El sol, el agua, los barcos que cruzaban, los vapores que venían, un mundo flotante de cascos de todas formas y tamaños, movimiento, trabajo, gritos, banderas!... ¡Era un espectáculo sublime!

Hay ocasiones en que la vida parece verdaderamente hermosa, y por duro que sea el corazón y desviado que ande de los caminos de la justicia, no puede menos de levantarse a Dios y bendecirle.

Tal era esa mañana. Por la proa veía el puerto de Santa Mata María, y más al Este, Puerto Real, pueblos gemelos, que a la sombra de sus huertas parecen dos niñas caprichosas que tocan con el pie las olas sin resolverse a sumergirse en ellas; entre los dos se despliega la llanura manchada de pinos, por donde arrastra el Guadalete, de funesta memoria. A la hora del mediodía la reverberacion del sol causa espejismo en ese llano; una faja de agua parece cubrir los campos, y en ella se reflejan como en un lago los árbolos y los collados vecinos; en el fondo se alzan los azules montes de Medina-Sidonia, al oeste las verdes colinas de Jerez, la costa desnuda hasta Rota escondida tras un pintoresco promontorio, y más allá la extensión sin límites del océano. Al Oriente, como una gigantesca empalizada, aparecían los buques surtos al amparo de Puntales y el Trocadero. El peñón de Matagorda, cedudo y sombrio, se erguía en medio; más lejos, alboreaban entre bruma los edificios de la Carraca, San Fernando entre nopoles y viñas, y en último término, recostadas sobre una colina oscura, las casas de Chiclana parecían las tiendas de un vasto y desordenado campamento.

El rumor lejano del puerto, las ráfagas inquietas de la brisa, las espumas hervidoras del agua, daban voz a aquel paisaje; las gaviotas cruzaban volando sobre nosotros y venían casi al

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