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daga clavada en el corazón de la patria, y creería ver a esta madre querida estremecerse convulsa, apretando con ambas manos la sangrienta herida, escondiendo el rostro enrojecido por las lágrimas del dolor y de la vergüenza.

Cuando Gibraltar sea nuestra, ya porque nuestro engrandecimiento se la arranque al inglés en un tratado, ya porque el pie vengador de nuestros soldados pise su aportillado muro, entonces visitaré a Gibraltar.

Adelantaba la noche; en sus tinieblas buscaba yo inútilmente las costas africanas.

Ese rincón de tierra comprendido entre Abyla y el río de Tetuán, esa sierra montaraz e inhospitalaria, llamará ya siempre los ojos españoles que atraviesen el Estrecho.

¡Sepulcro de valientes, cuna de hazañas, en tus arenas inhospitalarias reverdece el laurel militar de España! ¡A ti vuela mi pensamiento; inclinándose ante la desgracia, saluda con amor las sombras insepultas que, vagando en tus orillas, tienden los yertos brazos a la perdida patria...

Al rayar el día llegábamos a Málaga, que parece caída al mar desde los altos montes que la rodean: amanecía en sus cumbres, cuando todavía la ribera del agua estaba envuelta en los vapores confusos de la noche. Lentamente fueron éstos disipándose, y cuando fondeamos, el rojo sol de la aurora arrebolaba los muros de Gibralfaro, tendía su luz por las enhiestas lomas, y mandaba uno de sus rayos encendido y diligente a herir el muelle de la ciudad y despertarla a la vida y al trabajo.

El ingeniero señor Villa, compañero mío de viaje, tuvo la fineza de ofrecerme un lugar en su canoa, y en ella desembar

camos.

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Málaga, al vuelo.-La catedral.-Plaza y teatro, sistema fisiológico y estadístico.-El pueblo.-Galería de sombreros.Los pescaderos.-Al salir de misa.-A la sombra.-En camino.

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E dí a correr las calles de Málaga. La ciudad activa y laboriosa se despertaba: principiaba el hormiguero a animarse, y se oía el rumor de la vida, que arreciando por instantes, invadía todos los ángulos, brotaba de todas las esquinas, y formaba esa atmósfera de ruidos diversos que flota encima de las poblaciones, como el zumbido de una colmena en torno del árbol que guarda los panales.

Sonaban puertas, abríanse tiendas; los dependientes quitaban el polvo a los escaparates, los oficiales iban a sus talleres, y los criados a la compra. Sonó una campana, y me recordó

la obligación primera de todo español rancio y cristiano viejo.

Por calles estrechas y retorcidas me guió el tañido continuado del bronce, hasta desembocar en una plazuela desigual e inclinada. Enfrente había un palacio con adornos de mármol; a la derecha, una espacioza escalinata con verjas de hierro. Sobre esa escalinata, ideada por el arquitecto para remediar el desnivel del piso, se eleva con fastuosa apariencia la Catedral. Una sola de las dos torres que abarcan la fachada está concluída, la otra no pasa de la bóveda del templo. Estilo del renacimiento, que no carece de majestad y de nobleza; grandes líneas, con poco gusto interrumpidas por curvas y resaltos, adornadas con columnas estriadas y capiteles y molduras corintios. En el interior el mismo estilo: altas bóvedas, naves espaciosas, severidad, grandeza, pero todo frío, todo muerto, nada de ese conjunto que prenda y enamora a primera vista, que os hace involuntariamente descender al estudio de los detalles, y os lleva desde ellos a la recomposición del todo armonioso, y a la explicación de su armonía.

Yo tenía en mi pensamlento todavía la visión de la basílica sevillana. Su mística armonía vibraba en mi corazón como vibra en el oído una voz querida, largo tiempo después que cesó de sonar. La idea de aquel arte y la idea religiosa estaban para mi tan intima y estrechamente unidas, que no podía separarlas ni concebir la una sin la otra. Al pensar en Dios, le veía bajo el dosel de aquellas bóvedas sublimes, donde había sentido tan hondamente su divinidad y grandeza, y el instinto de la oración me retrataba aquellas naves magnificas, en cuyo ambiente luminoso y soberano, flotan espíritus misteriosos, los ruegos del que todo lo necesita, y las gracias del que todo lo puede.

Tal me había sucedido en Cádiz; otro tanto debía sucederme en Granada.

Saliendo de la Catedral, busqué el mercado. Yo tengo dos polos para formar juicio de la población y cultura de aquellas

ciudades donde mi residencia pasajera no da término para tomar noticias ni datos detallados: la plaza y el teatro.

El primer uso que el hombre hace, triste es decirlo, pero es la verdad, de sus adelantos y conquistas, es mejorar el regalo y deleite de su cuerpo, dígalo nuestro siglo. Y hoy, aunque los otros no le van en zaga, parece que el vicio de la gula rige y domina la época. Es el único, al cual hipócritamente hemos suprimido el nombre para hablar de él sin embarazo, y es asunto de conversación al que ni la galantería ni el respeto ponen freno. Antes al contrario, hablar complaciéndose en ello, del regalo y esmero de la mesa, se toma por indicio de buen nacimiento y de buena educación.

La plaza, pues, la calidad de lo que se vende, y el modo como se vende, más que el movimiento y afluencia de compradores, bastarían en mi opinión a un buen observador para conocer y pintar las costumbres de un pueblo.

Complemento de las observaciones de la mañana, sería la observación nocturna del teatro. Concurrencia, trajes y espectáculos son los tres capítulos de este estudio. En pueblos mercantiles, aplicados y laboriosos, el público es dominguero, donde acude poca gente; los que van se visten poco, y aquí muestra la mujer su mejor instinto y su mayor delicadeza. Siempre notareis en ella que ha hecho algo en gracia de la función; en su tocado, en su vestido encontraréis algo que no es de la vida ordinaria, de las ocupaciones diarias. En cambio, el hombre, más egoísta, con menos sentimiento del arte y de la conveniencia, y aun de mútuo respeto, se presentará allí en su hábito de todo el día... limpio, si sus ocupaciones lo consienten, y si no... no, como decía el célebre senado de Caspe.

Cuidado que no aludo a Málaga; antes de anochecer salí de ella, y no vi su teatro. Estas observaciones mías datan de antiguo, y de otros días y otros lugares; aquí las recordé, y pareciéndome momento oportuno las escribí de seguida.

En cuanto a la calidad del espectáculo, lectores míos, ¿quién de vosotros, al leer ciertos anuncios, no ha dicho con

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un mohin muy expresivo: función de tarde? pues en esa diferencia que todos admitís, admitís aquella a que yo aludo: inútil es, por tanto, que la explique.

Siguiendo a criados y esportilleros, no tardé en dar con la plaza. Allí junto estaba el cauce de un río, Guadalmedina, con sus puentes y malecones; pero el agua no parecía; lo que por él corría eran anchas olas de polvo y arena arrastradas por el viento; y este río de verano, a imitación de su homónimo de invierno que a menudo salta sobre sus orillas y las anega y destroza, inundaba también las cercanías, y nos envolvía y cegaba a los curiosos que andábamos sondeando sus secretos. Los vendedores gritaban, los compradores regateaban, las mujeres reñían, los chicos alborotaban; los municipales, cansados sin duda de inútiles diligencias, presidían tranquilos el vocerío y tumulto general; todos los mercados son iguales.

Pero estudiemos los tipos: jayanes membrudos, de rostro atezado y patillas borrascosas, tendían la mano ofreciendo en ella un puño de brevas o de tomates; había un contraste perfecto entre la mercancía y el mercader; la una toda frescura, ligereza, gracia, pureza; el otro rudo, feroz, pecaminoso, todo aspereza y furia. Las mujeres terminaban su tocador matutino entre un cesto de hortaliza y una canastilla de flores. El viento se permitía toda clase de libertades con el pañuelo de los hombros, y la natural sencillez de las verduleras no se curaba de repararlas. Un escultor podía estudiar sobre el modelo vivo con todo espacio las líneas y proporciones de su busto.

Hay otra porción de concurrencia, que ni compra, ni vende, sino huelga, fuma o bebe; a cuya necesidad asisten los talludos Ganimedes que circulan clamando: «¡Agua y aguardiente!»

¿Qué son aquéllos? ¿Corredores, jornaleros sin trabajo, propietarios o vagos? ¡Oh Cervantes! ¡Y cómo despiertan en el ánimo la memoria de tus traineles, diestros, cañutos, bajamaneros, y toda aquella nomenclatura tuya de purísima germanía!

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