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Córdoba.-Recuerdos clásicos.-Riberas del Río.-Ojos negros.-La mezquita.-Una intervención.-Paseos.-Historia y fantasía.-La torre de la Malmuerta.-La sierra.-La Arizafa.-Un filósofo de azada.

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la mañana siguiente, después de orientarme en el plano de la ciudad, fijo en el patio de la fonda, salí buscando la mezquita. En las vastas proporciones del dibujo, las calles de Córdoba me parecieron anchas con exceso; luego que me vi en medio de ellas pude apreciar mi error y los inconvenientes de las calles angostas para el forastero. Ya en otras ocasiones había experimentado la dificultad de gobernar mi rumbo en pueblos construídos según el sistema meridional. Las calles estrechas y retorcidas, sumergidas en sombra, y que dejan ver corto espacio del cielo, roban el mejor y más seguro guía, el sol.

Sin embargo, las ciudades donde hay río tienen en él un famoso meridiano, y como sabía que la mezquita no estaba lejos

del Guadalquivir, fuíme a buscar el río. Yo detesta los guías; el tiempo que economizan no vale la frescura y el sabor primero que quitan a las impresiones; es cierto que fiado de su estrella y su memoria pasa el viajero a veces cerca de interesantísimos objetos sin sospecharlo siquiera; pero en cambio ¿qué vivo placer no causa verse de improviso en presencia de ellos, y por sí propio y aunque imperfectamente reconstruir el edificio de los recuerdos o de las bellezas que les dan valor y les hacen famosos?

Saliendo de la fonda Rizzi me encontré en la calle de Ambrosio de Morales, cuyo nombre me hizo recordar la deuda que tienen en España cuantos se ocupan de historia y antigüedades, al erudito cronista de Felipe II, y ayo del célebre vencedor de Lepanto. Bajando por ella salí a la plazuela de Séneca. ¿A cuál de los dos Sénecas de que habla Marcial

Duosque Senecas, unicumque Lucanum
facunda loquitur Corduba,

está dedicada aquella memoria? Sin duda al más famoso, al sentencioso filósofo, preceptor de Nerón, más grande en la sencillez sublime de su muerte, que en toda la hinchada y oscura elocuencia de sus libros. Perdido entre mis recuerdos clásicos encuentro aquel verso de su Medea,

Levis est dolor, qui capere consilium potest.

«Ruin dolor el que escucha consejos.»—En esta ironía de la terrible maga, ¿no hay como un presentimiento de su terrible venganza y de la catástrofe que amenaza a la familia de Creonte?

Luego, pasando por las calles de nombres indiferentes, salí al río. El padre Betis venía caudaloso y revuelto: su oleaje azotaba con veleidades de mar los modernos muelles de la ribera.

Estos muelles ocupan una parte sola de la ciudad: desde ellos hasta el puente yacen arruinados los antiguos.

Grandes pedazos de muralla han caído al río, y lamidos por las aguas, parecen hoy informes escollos en que se estrella su corriente; sobre lo que aún queda en pie, crecen malezas, y entre ellas han establecido sus jardines humildes los vecinos de las pobres casas construídas a lo largo de la orilla.

Esta parte de Córdoba es la más pintoresca: luego la describiré.

Aventurado en las ruinas de los malecones, encontré cerrado el paso por la mole del puente: volvía atrás, resignado a un grande e inútil rodeo, cuando abriéndose una desvencijada puerta, salió una cordobesilla de unos trece años, que me dijo: -Por aquí puede usted pasar, caballero.

Entré en uno como patio y huerto; las paredes estaban tapizadas de algunas trepadoras: había macetas con geranios y albahacas, y en un rincón una de esas ánforas de barro gris altas y angostas que usan todavía en Africa los descendientes de los moros cordobeses y granadies. Subí escaleras, hechas con trozos de lápidas y columnas, atravesé corredores y patinillos, donde se columpiaban alegremente al aire las encendidas capuchinas, y me encontré por fin en la calle, a dos pasos de la mezquita.

-¿Cómo sabías tú que yo quería venir aquí?-pregunté a mi guía.

Ella se sonrió, y encogiéndose de hombros y mirando al suelo, se puso a rayar con la uña el marco de la puerta. Era fea, el sol la había curtido; una camisa rota y una saya mugrienta, que fué negra, eran su traje: el cabello lacio, no visitado por el peine en mucho tiempo, le caía sobre los ojos y le cubría la frente, de donde ella lo apartaba con un movimiento natural y gracioso: pero aquellos ojos más negros que el cabello, brillaban como dos chispas a través de sus vedijas. Fueron los primeros ojos andaluces que me asombraron por su claridad y su energía. Después, mi tarea difícil

en Andalucía, no fué encontrar ojos hermosos, sino ojos feos. Al cabo de alguna porfía, contestó a mi reiterada pregunta: -Todos los caballeros vienen aquí.

Y no era especulación la suya, era simple deseo de servir, porque sin esperar muestra de agradecimiento mío, se escapó y se perdió en el dédalo de puertas y pasillos, como avergonzada o asustada de su respuesta.

Tenía delante de mí la gallarda obra de Abderhamán I, con las torres que le sirven de estribos, sus puertas de herradura coronadas de escudos y ajimeces, y la graciosa guirnalda de almenas, que corre como un encaje por los cuatro costados del edificio. Las líneas conservan toda su belleza, pero el encalado, eterna manía de los andaluces, quita al monumento su aspecto venerable.

Subí una doble escalera y entré por una puerta que mira a Oriente. La primera impresión del interior me dejó frío: en nuestro sentimiento, en nuestra educación cristiana, aquello no despierta la idea de templo, parece un edificio cualquiera profano, un bazar o una galería.

Los fustes, los capiteles de las columnas han pertenecido en gran parte a otros edificios; algunos son romanos; los hay corintios, intactos unos, otros mutilados: el arquitecto no se tomó siempre el trabajo de ajustar los diámetros de capitel y fuste, a veces es aquél más ancho, y el conjunto parece pesado, y a veces sucede lo contrario, y entonces parece la columna degollada, y destruído el efecto de solidez y aplomo que debe presentar.

Pero prescindamos de los detalles: consideremos el conjunto, y veremos que la monotonía de aquella selva de columnas tiene su grandeza. Sobre todo, ¡cómo la embellecen los recuerdos! ¡Qué propio lugar para un culto sin esplendor ni ceremonias!

Allí se echan de menos las blancas ropas talares, el andar grave y mesurado de los moros, su reverencia que nada distrae, sus meditaciones que nadie turba. Repoblad las largas

naves de la multitud recogida y silenciosa de los fieles, fingíos oir en ellas la voz acompasada y sonora que sale del alto mimbar, recitando las cláusulas del Corán, que como palabras venidas del cielo se esparcen y caen sobre la frente humillada de los creyentes; resucitad el pasado y comprenderéis lo que del pasado os queda.

¿Qué son los monumentos, obra de los hombres, sin los hombres que los fundaron, inspirados por su fe o por su genio, por su virtud o acaso por sus vicios? Cuerpos sin alma, sepulcros vacíos, losas fúnebres sin inscripción, piedras mudas junto a las cuales pasa indiferente el viajero y las da con el pie si le embarazan la senda. Pero heríos el pecho con la vara mágica de la tradición y la poesía, haced que de su estéril aridez brote la vena viva de la fe que transporta montañas, de la fe que da vida al polvo, forma a las cenizas, y trae y convoca a constituir familias, tribus y naciones los restos de cien razas barridos de la tierra por el viento de los siglos, y se poblará el sepulcro, y leeréis en la losa la historia de una civilización extinguida, y las piedras responderán a vuestro afán curioso.

Dejad entonces a la imaginación que vuele, ella os curará de vuestra frialdad primera; ella os compensará el desencanto. Abderhamán I, último vástago de la dinastía de los Omeyas de Oriente, llamado al trono por consejo de los sabios y ancianos de Córdoba, fundó esta mezquita. Quiso, según los historiadores árabes, que fuese semejante a la de Damasco, y superior en magnificencia y suntuosidad a la nueva de Bagdad. El año 786 de nuestra era, luego que hubo asegurado la paz en sus estados, dió principio a la obra. En ella trabajaba personalmente una hora cada día, y gastó cien mil doblas de oro. No quiso Dios que la viese acabada. Al año siguiente murió en Mérida. Las obras públicas y los beneficios que derramó sobre su pueblo, su ánimo noble y generoso, hicieron su memoria eterna y querida entre los árabes.

Su hijo y sucesor Hixem continuó y terminó el templo. De las 1.093 columnas que entonces tenía quedan unas 850. Des

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