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aparecieron las planchas de bronce de sus diez y nueve puertas y las de oro de la principal, como desapareció la techumbre de viguería de alerce pintada y esculpida de arabescos.

Para la azala de alaxá, u oración de la noche, se encendian 4.700 lámparas que pendían de los arcos de herradura. El efecto debía ser fantástico.

La mano de la conquista violó la pureza y homogeneidad del monumento. Desde luego se purificó el lugar y se celebraron en él los oficios divinos; pero hasta 1257, veintiún años después de la restauración de Córdoba por los ejércitos de San Fernando, no se edificó capilla cristiana. La que hoy existe es de principios del siglo XVI, excelente en su estilo plateresco; género bastardo, transición del gótico al greco-romano, no limpio en su ornamentación del gusto sarraceno.

Para construirla principió el cabildo a demoler la parte central de la construcción de Abderhamán: opúsose el municipio y recurrieron al Emperador. Este decidió en favor de la Iglesia; mas pasando algún tiempo después por Córdoba y viendo los trabajos nuevos, se arrepintió de su sentencia, y volviéndose al Obispo Fr. Juan de Toledo y dignidades que le acompañaban, les dijo: «Si yo tuviera noticia de lo que hacíades, no lo hicierades, porque lo que queréis labrar hallaráse en muchas partes; pero lo que aquí teníades no lo hay en el mundo.» Juiciosa crítica en que mostró Carlos V su inteligencia y gusto artísticos: pero la inconsecuencia está en la naturaleza misma del espíritu humano; ¿por qué no pensó de igual manera el célebre monarca cuando permitió demoler el palacio de invierno de los reyes moros de Granada para hacer edificar el suyo?

Resto y señal de la primitiva magnificencia de la mezquita cordobesa es el Mihrab, o lugar sagrado donde se custodiaba el Corán.

Antes de llegar a él hay un vestíbulo o capilla, cuyo ingreso forman tres arcos de cinco lóbulos, con tres de herradura sobrepuestos; entre uno y otro de los primeros, apoyan otros

arcos trilóbeos. Las dovelas de las arquivoltas figuran mosaicos de admirable riqueza, y sobre mármol blanco, dorado por los años, materia de toda la obra, se esparcen y derraman una multitud de aleyas (versículos alcoránicos), inscripciones cúficas, grecas y follajes. La pompa oriental, el gusto y la variedad del trabajo, revelan su procedencia bizantina; hijos son de una madre San Marcos de Venecia y el Mihrab de Córdoba.

Arte enervado por el clima de su cuna, intérprete de sentimientos voluptuosos, su objeto es seducir, no imponer; su carácter la gracia, no la majestad. El numen sarraceno atiende siempre a complacer a los sentidos, cuyo ejercicio erige en acto religioso; recoge y encierra esas sensaciones para concentrarlas, como se recoge y guarda la llama para que alumbre mejor; busca la vida individual, y la lisonjea y halaga con todos los recursos de su genio. Es el contraste de la poesía de los orientales, opulenta y pomposa, y su discurso mesurado y frío.

El pueblo llama al santuario mahometano la capilla del Zancarrón.

Un sacristán muestra aquella preciosa joya del arte musulmán, abriendo la verja que cierra el vestíbulo. En el centro de éste se ve un túmulo sencillo, sobre cuya tapa están la banda y las bocas de dragón de los Nazaritas de Granada. El sacristán encendió una cerilla, y asegurándola en el extremo de una caña, la hacía correr a lo largo de las paredes del Mihrab, haciendo notar su prolija labor y belleza; luego la alzó a la bóveda que cierra el santuario, magnífico trozo de mármol ambarino, de una sola pieza imitando una concha.

Entre nosotros estaba un individuo, como cincuenteno, francés a juzgar por su movilidad inquieta, su viveza y la roseta roja que mostraba en el ojal: andaba de una parte a otra sin descansar, buscando mejor luz, haciendo anteojo de la mano, escribiendo en su libro de memorias, pero no le habíamos oído el habla todavía.

3

Cuando admirábamos la piedra de la bóveda, hizo un gesto de impaciencia y de incredulidad, y dirigiéndose al sacristán: -Esto no moro, dijo.

-¿Cómo que no moro?, repuso el otro medio amostazado. -No, moro no; nunca moro! Bueno sí, moro no!, repitió el francés con porfía, y movia la cabeza precipitadamente con gesto de negativa.

-Conque no es moro, dijo el sacristán con sorna.

-No, no.

-Pues será francés...

La porfía continuaba, el francés no cedía, el amor propio y nacional del chupa-cirios cordobés estaba herido, y al compás de las murmuraciones sordas de su lengua la caña iba tomando movimientos y describiendo circulos amenazadores en su

mano.

Me pareció prudente intervenir para evitar un rompimiento brusco, y hablando a cada uno en su lengua, como vulgarmente se dice, procuré templar los ánimos y traerlos a razón, no dándosela a ninguno. Acaso será el único ejemplo de que una mediación haya puesto paz entre contendientes, sin que el mediador haya tenido ocasión de arrepentirse de su eficacia.

Un argumento de plata acuñada sosegó la generosa ira del sacristán; y el comandante francés (pues tal era, regocijado de haber hallado con quien entenderse y ejercitar su natural verbosidad, desarrugó el entrecejo y olvidó el asunto de la contienda.

Recorrimos juntos la mezquita. Una vieja se nos acercó. -¿Quieren sus mercedes ver el Santo Cristo del Cautivo? —Sí, queremos.

Y nos condujo cerca de una de las puertas que salen al Norte, donde, encendiendo una cerilla y cogiéndola con el pliegue de la mano entre el meñique doblado y la palma, para resguardar la llama de los caprichos del aire, la acercó a una columna de mármol negro.

En el fuste se veían toscamente grabados los contornos de

un Crucifijo, que podrá tener poco más de un palmo de largo. -Aquí, dijo la vieja, tenían los moros atado un cautivo cristiano; vean sus mercedes en la piedra misma los agujeros donde agarraban las cadenas (y así era verdad, que el mármol tiene unas muescas profundas); el cautivo era muy piadoso, y así, conforme tenía las manos atadas atrás, con su misma uña fué labrando y haciendo la imagen; cinco años le tuvieron aquí, y cinco años tardó en concluirla. Ya han visto sus mercedes las figuras que hay en la capilla del Zancarrón; pues todos son letreros, son las historias y las oraciones de ellos. Aquí vino el príncipe Mulé Abad, y los leyó todos de corrío; y cuando entró aquí se le arreciaron los ojos de lágrimas... ¡Cómo se acordaba de que esto todo había sido suyo! Y ellos creen que han de volver, que dice que tienen libros que lo declaran y que se han de ver señores de toda España, como ya se vieron.

-¿Y usted qué cree, abuelita? ¿Cree usted que será como ellos dicen?

Y ella, levantando los ojos al cielo: Lo que ha de venir, Dios solo lo sabe, y lo que El dispone, bien dispuesto está.

El paraje es oscuro; la luz temblona de la cerilla reflejaba en el sombrío mármol y alumbraba el rostro descarnado y moreno de la vieja, sobre el cual oscilaban las sombras proyectadas por su mano y la que hacía la negra mantilla caída sobre la frente. Con su voz cascada y grave, su figura enjuta y pobre y el tono solemne y convencido de sus palabras, parecía una sibila mahometana, un eco resucitado de los sepulcros, el acento del fatalismo oriental, resignado de antemano a todo, libre de la desesperación, porque no conoce la esperanza.

Saliendo por la puerta inmediata, nos hallamos en el patio de los Naranjos. Entre los añosos árboles que le dan nombre crecen algunas robustas palmas, y a la sombra de unos y otras saltan y juegan cinco fuentes de cristalinas aguas. Al eco de aquel susurro que habrá arrullado los pensamientos y las divagaciones de tantas gentes y tantas generaciones, al alegre

gorjeo de infinitos pájaros guarecidos de las espesas hojas, recordamos las grandezas pasadas de Córdoba. Las columnas miliarias puestas en los umbrales del templo, nos traían a la memoria la gran colonia romana, cuyos hijos famosos en letras y en armas, lograban en Roma misma los más encumbrados puestos y alta consideración.

Empero la época gloriosa y floreciente para la noble ciudad, fué el imperio de los califas. Fieles a su misión, extendían el nombre del Profeta por doquiera, llevando sus haces victoriosas desde el país de Afranc (Gallia Narbonense) al de Galicia; y mientras los rudos y tenaces batalladores que se decían reyes de Asturias y Sobrarbe, de León y de Navarra, apenas tenían un monje oscuro que escribiera su indomable constancia y la valerosa resistencia con que guardaban los últimos rincones de su invadida tierra, profundos y elegantes historiadores consagraban su erudición y su numen a eternizar las hazañas de la gente muslimica; y en el palacio mismo, en las asambleas de nobles y letrados, los Hafites relataban las crónicas encomendadas a su leal memoria.

Los míseros cristianos empleaban todas sus fuerzas y tesoros en forjar hierros para rescatar la patria cautiva; no sabían más arte que el de la guerra, ni tenían otra sociedad que la mesnada: y en tanto el reino cordobés se cubría de monumentos, sus sabios viajaban por Oriente, sus escritores se inmortalizaban, sus soberanos mismos unían a la palma de soldados el laurel de poetas, y benéficos y atentos al bien de todos, fundaban madrisas para los huérfanos, zawiyes para los pobres, organizaban sus kagiefes o descubridores para perseguir a los criminales, y tenían en la frontera sus rabitos, caballeros de austera y penitente vida, siempre en vela, siempre prontos a atajar con sus lanzas las entradas y correrías de los españoles.

Rudos eran e ignorantes nuestros padres cuando sus eternos enemigos poseían academias y bibliotecas, de las cuales la Meruania tenía un índice de cuarenta y cuatro tomos de cincuenta folios.

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