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En marcha.-Compañeros de viaje.-Aranjuez.-La tierra de Don Quijote.-Mal'aria.-Recuerdos de Cervantes. -Argamasilla de Alba.-La ciega de Manzanares.-Una zahareña.

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UIÉN no ha soñado con Andalucía? ¿Quién, a poco interés que sienta por la España pintoresca, original y castiza, no se ha pintado aquella tierra clásica del torero y de la maja, del contrabandista aventurero, del bandido garboso, tierra del amor y la bizarría, del donaire y la gentileza, del valor y la hermosura? Y en

más levantado orden de ideas, ¿quién, después de hojear la historia patria, no se sintió arrastrado del deseo de ver y venerar de cerca aquellas comarcas donde se terminó la epopeya castellana y se escribieron sus páginas más gloriosas; donde vivieron y eternizaron sus nombres tantos monarcas desde San Fernando hasta la Reina Católica, tantos héroes desde Guzmán hasta Pérez del Pulgar; donde Colón mendigó ampa

ro; donde pintó Murillo; donde escribieron Cervantes y Rioja; donde brota, en fin, tal numen de fama y de gloria, que por esas provincias solas es la patria española honrada, querida y con afán buscada por los que no nacieron bajo su cielo purísimo y afortunado?

Además, hay un pueblo que vivió ocho siglos enclavado en nuestra tierra, encarnado en nuestra historia, en perpetua lucha con nosotros, y siendo parte de nosotros mismos: y ese pueblo es todavía para nosotros un misterio. Conocemos sus leyes, pero no sus sentimientos; sus hechos, pero no sus costumbres; su fisonomía, pero no su alma; o si las conocemos, es imperfecta y apasionadamente, como juzgados y tenidos por enemigos y contrarios. Y el secreto de ese pueblo, el misterio de su vida, la revelación de su poder y su energía, están en ese país que ocuparon tanto tiempo, donde vivieron poderosos y respetados, donde esparcieron semilla de vida y de cultura, donde, en fin, según nuestro poeta contemporáneo, más de un bueno y leal corazón encierra su sangre todavía.

Añadid a esto lo imprevisto que todo viaje encierra, los encuentros, no aventuras-¡ay! el tiempo de las aventuras no nos ha alcanzado a nosotros! --los encuentros inesperados que se columbran en lo sucesivo, la curiosidad natural de todo lo desconocido; y tendréis la turba de pensamientos desordenados, incoherentes y confusos que ocupaba mi espíritu la noche del 26 de Marzo de 1863, mientras bajaba a la estación de los ferrocarriles del Mediodía.

En la estación encontré dos amigos: Castelar, el célebre orador, y Cruzada Villaamil, el infatigable y celoso amante de las artes y las glorias españolas.

¡Feliz agüero! Los compañeros de viaje suelen ser una de las preocupaciones del viajero: cuando son agradables, ¿quién duda de la buena influencia que tienen en el ánimo y sus sensaciones?

Abracé a los que me despedían; que, aunque sea penosa, prefiero una despedida a la soledad del que sale de un pueblo

donde no deja quien sienta su marcha y le siga algunos instantes con el pensamiento: y entré en el andén con mis compañeros. Allí nos esperaba otro encuentro agradable: voces conocidas nos llamaron desde un coche, donde con otros viajeros habían tomado ya puesto Moret, el elocuente economista, y Martín, ingeniero de minas, amigo leal de mi primera juventud.

Es decir, que principiaba mi viaje rodeado de amistad, de cariño, de talento, de entusiasmo, de fantasía, de amor a lo grande y a lo noble; y yo pensaba: ¿cómo no será grata para mí, y fecunda en vivas y duraderas impresiones una peregrinación bajo tales auspicios emprendida?

La conversación entre semejantes interlocutores no podía menos de ser abundante, fácil, amena, rebosando originalidad e ingenio. Artes, poesía, hermosura de la naturaleza, todo fué sucesivamente asunto de ella. Yo, recostado en el fondo del coche, escuchaba, experimentando un placer intenso: si yo fuese músico, creo que preferiría siempre oir a ejecutar. ¿Será esta una de las fases del egoísmo?

Apenas habíamos notado el primer silbido de la locomotora y el movimiento del tren. Tampoco advertimos las paradas en las primeras estaciones. En Ciempozuelos nos dejó Cruzada. La noche estaba apacible y serena: en Aranjuez oímos el murmullo de la brisa nocturna en las primeras hojas de los árboles: ¡risueños augurios de la primavera! ¡primeros latidos de la vida que se despierta alborozada y generosa, rica de promesas y de esperanzas! La savia parece tener allí más energía; y antes que en otras partes, rompe la dura corteza y estalla en renuevos vigorosos y de alegre color.

El padre Tajo corría plácida y sosegadamente: el crujido del tren nos impidió oir el murmullo de sus ondas, inspiradoras de Garcilaso y de Lope de Vega.

Después del oasis, el desierto. Pasadas las umbrías espesas de Aranjuez, se entra en la manxa (tierra seca) de los árabes.

¡La Mancha! Árido y desolado páramo, símbolo de esterilidad

y pobreza; triste como la maremma toscana y como ella periódicamente asolado por un aire emponzoñado y letal! Alzándose de las muertas aguas, asoma allí a veces la fiebre palúdica su amarillo y descarnado rostro, tiende los hundidos ojos por el horizonte y, abriendo sus anchas alas cuya sombra sola hiela el germen de la vida, se arroja sobre los campos yermos. En ellos domina, única y absoluta señora, que cobra tributo de sangre; y no penetra ser humano en los ámbitos de su dominio, sin sentir en la frente el fuego de su mano y en el corazón el frío de su aliento envenenado! Y esos agentes morbosos, ese hálito de muerte, flotan y vagan en el cielo más azul y más puro que puede imaginarse. ¡Quién recelará de una atmósfera limpia y diáfana donde brillan claras y centellean las estrellas infinitas, sin que el más ligero vapor manche el espacio inmenso en que giran!—¡quién temerá daño de un ambiente aromoso y tibio, no agitado por el ala de un pájaro, ni por una ráfaga del viento perezosamente tendido en la grama!

¿Pero es justa la reputación de esterilidad que se da a la Mancha? Más allá de Tembleque, de grotesco nombre, encontramos el pueblo de Villacañas. Las eras de este pueblo son nombradas por su extensión: cuando en ellas están las parvas recogidas y amontonadas esperando la trilla, parecen el campamento de un poderoso ejército o más bien de un pueblo nómada, cuyas ordenadas tiendas cubren cuanto la vista alcanza.

Getafe y Tembleque han adquirido nombre en la historia del movimiento industrial moderno, por haberse opuesto enérgicamente a que el ferrocarril tocase a su recinto. Más tarde se arrepintieron de su errado propósito, y han querido con igual eficacia remediar sus consecuencias; pero la malicia de sus comarcanos recuerda con fruición la ceguera y calla el arrepentimiento.

Pasamos por Quero. Sus lagunas, de sombrío color, parecían inmensas planchas de acero; sus márgenes blanqueaban

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