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tesoro, estancia de deleite, todo lo ha sido, y hoy parece tan robusta y joven como en los verdes años de su gloria.

Entre la torre del Oro y Triana fondean los buques:-grandes vapores, bergantines y muchos barcos levantiscos, de vela triangular, llamada latina, forman un bosque de mástiles a través del cual se distinguen los pilares de piedra y los arcos de hierro del puente que liga la ciudad al barrio.

Sonaba a lo lejos el áspero resuello del vapor, con los acompasados golpes de la maza que sirve para clavar estacas en los terrenos fangosos. Regresaba de mi excursión matutina, y llevado por esos ruidos, me acerqué adonde sonaban.

El río tiende a ensanchar su cauce, y con el trabajo de los aluviones adelanta en su empresa. A neutralizar su acción, a dominar las aguas y hacerlas correr dentro de sus límites regulares para que su caudal mismo arrastre las arenas, en vez de amontonarlas en peligrosos bajíos; a conservar el puerto de Sevilla y mejorarle, dándole un fondo igual y suficiente, conspiran las grandes obras emprendidas en la orilla izquierda del Guadalquivir.

La empresa es vasta, difícil y propia para tentar los brios de un carácter enérgico y una voluntad resuelta. Ambas circunstancias tiene el celoso ingeniero que la concibió y dirige. Hombres de iguales alientos y actividad le rodean, y son sus brazos dispuestos siempre a la acción: si la Providencia les da espacio y no vienen a cortar su vuelo acontecimientos que la inteligencia humana no puede prever ni dominar, Sevilla les deberá hermosura y provechosos aumentos.

Subiendo el río, queda a la derecha la Plaza de Toros, edificio suntuoso, monumental, aún no concluído: más adelante, en un ensanche o plaza, la Aduana, en cuyos portales yace tendida la estatua de Murillo, aguardando un pedestal donde la admiren sus compatricios. Inmediata la Caridad, guardadora de preciosos tesoros, que hemos de visitar luego.

En medio del camino, interrumpiendo el tránsito, encontré un Triunfo. Un grupo de la Santísima Trinidad sobre nubes,

descansa en lo alto de un gracioso pedestal rodeado de tres columnas corintias.

Aquel monumento sin inscripción es el paladión de Sevilla; la defiende de los desbordamientos del Guadalquivir, y ¡ay! de la mano que se atreva a tocarlo. Confirmada esta creencia por la muerte súbita de personas que quisieron desembarazar el arrecife trasladando a sitio mejor el Triunfo, no habrá quien renueve el temerario intento.

Cerca está la puerta de Triana: la gente, los carros, las caballerías hierven en el camino que va recto desde ella al puente. Ruido, voces, quimeras, gitanos, pueblo, soldados, vendedores, traficantes, cuadro animadísimo y pintoresco, que no me detengo a bosquejar, puesto que habré de repetirle más tarde.

Entré por el arco adornado de columnas y frontón que recuerda la arquitectura de la época austriaca de los Felipes, y terminé mi estudio primero de los exteriores de Sevilla.

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Semana Santa.-Ceremonias y oraciones.-La Catedral por dentro.-El Monumento.-Capilla de reyes.--Procesiones y cofradías.-Roma y Sevilla.

RA Jueves Santo, y las campanas se despedían de los fieles con su postrer tañido hasta la hora de la Resurrección. Aquel sonoro y vibrador volteo que marca el momento de la sagrada Cena, de la institución de la Eucaristía, del sacrificio supremo, de la abnegación completa del mártir divino despojándose de su esencia celeste para entregarse a los hombres y padecer como hombre dolores y muerte; voz simbólica, canto de exultación, himno de reconocimiento, caía desde la alta torre, se derramaba en las limpias ondas del viento, y esparciéndose sobre la ciudad, parecía cubrirla toda con su robusto, prolongado y elocuente acento.

Parecía una llamada expresiva a orar en común, y veíanse

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las gentes de Sevilla, como obedientes al llamamiento, acudir por todas las calles que afluyen a la plaza donde se levanta el atrio suntuoso de la Catedral.

Entre esos hilos vivos de corriente humana, que se reunían todos en un centro, había muchos puntos disonantes y extraños. Los viajeros (ingleses por la mayor parte) de ambos sexos, con sus trajes de fantasía hacían ridículo contraste con el noble y severo negro de las damas españolas. Los ingleses, tan exigentes con los extranjeros en su patria y en ese punto, se dan licencia completa a sí mismos cuando recorren el continente, y esa licencia en el traje choca tanto con la natural gravedad de nuestro pueblo, que nunca se presentará a los ojos de este individuo pergeñado de extravagante modo, sin ser al momento calificado y tenido por «inglés».

Ese luto general en los aniversarios de la Pasión del Salvador, es uno de los rasgos más expresivos de la fisonomía religiosa de nuestra España, esparce en torno aire de duelo, y cualquiera extranjero llegado en tales días a una ciudad española, no advertido del santo motivo, pensaría que una reciente calamidad pesaba sobre ella. Yo no sé qué gérmenes de tristeza vagan en el ambiente, que no se disipan con el ruido de la concurrencia, ni con el murmullo de la conversación, ni con la luz y la alegría de un sol magnífico.

Esta reflexión se presentó por vez primera a mi espíritu, hallándome en París una Semana Santa. En la moderna Babilonia todo se hacía como en días ordinarios, corrían los carruajes, vendían los mercaderes, trabajaban los obreros, sonaban las músicas, y el incesante hormiguero bullía, zumbaba, entraba, salía, abigarrado, confuso, rico de sonidos y colores, con su actividad, su orden, su anhelo y sus pasiones acostumbradas; allí no pasaba nada! no había luto, no había lloro, no había pesar, no había dolor, el dolor, las lágrimas y el luto se refugiaban al pie de los altares, sin transcender fuera del sacro recinto.

¡Yo no estaba a gusto en aquella atmósfera! echaba menos

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