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El bombo y los timbales retumban desapaciblemente, los clowns y payasos a la puerta de sus barracas gesticulan y peroran, haciendo gala de sutileza, con grandes risas del concurso, los vendedores gritan, el ferrocarril circular, tío vivo férreo, testimonio de los últimos adelantos de la locomoción, silba con voz aguda, señalando la llegada o la partida.

Las serranas del Condado, con sombrero masculino encima de la toca, con el zagalejo corto, y la media azul bordada, proclaman su mercancía: alajú y otras dulcedumbres de morisco nombre y renegado aspecto.

Jugadores de manos en una parte, circo ecuestre en otra, amigos que vocean, gentes que disputan, chiquillos que lloran, mujeres que chillan, municipales que acuden, estrépito, clamores, música, barullo ¡qué sé yo lo que hay en aquella alegre Babilonia!

Huyo de la confusión, y busco lo más interesante del concurso, lo genuíno y local.

Allá detrás de las tiendas particulares, tienen las suyas limpias como una mañana de abril, las buñoleras. La buñolera es uno de los tipos de la gitana, el más noble, el más digno, el más jerárquico por decirlo así. Sentada en su silla campea con más altiva dignidad que cualquiera reina en su trono; a un lado tiene el lebrillo con la masa blanca como la nieve, en la cual se abren unos ojos grandones, grandones, que aguzan el apetito de quien los mira; al otro el anafe u hornillo con su perol donde salta y fríe riéndose un aceite amarillo como el oro. Enfrente está la mesilla con las pilas de buñuelos recien fritos tan hinchados y huecos, que parece que el aire se los va a llevar, y se los llevaría, si al ver las manos que los pusieron en el aparador no se llegase pisando pulido un mozo de ceñidor bordado y chaquetilla de caireles, y llamando con gracia el sombrero sobre las cejas, y quebrando la cintura no dijera después de arrojar una bocanada de humo que anubla el cielo: -Echosté media libra, zeñora.

El gitano está allí también, vestido de fiesta, pero a un lado,

en segundo término, acurrucado junto al fuego, sin chistar palabra, ni terciar jamás en los diágolos que se enredan entre el comprador y la vendedora: su oficio es aventar el hornillo, y poner leña, o arrullar y mecer al gitanillo mamón, envuelto en blancos y rizados pañales; ser inferior, oscurecido, anulado por la mujer en aquel campo donde sólo tienen valor la belleza y el donaire.

La buñolera o freidora jamás interpela al transeunte, ni con voz ni gesto le promueve a emplearse en su mercancía. Este menester es desempeñado por gitanas más viejas, que, llegándose al que pasa, le toman por la mano, y saludándole con un <salao, cara de rosa», «vengasté a gaztar media librita», procuran atraerlo bajo su respectivo toldo. Al ver su gesto expresivo, su ademán zalamero e insinuante, al oir su palabra provocadora y viva, nadie pensará que todo aquel aparato de seducción tiene por fin y objeto un par de reales y media libra de buñuelos. Imágenes mitológicas cruzan por el espíritu, y no sé qué reminiscencias de la antigua Paphos y de la moderna Venecia vienen a zumbar en los oídos.

Entre aquellas gitanas había una admirable: sin ser blanca, no tenía ese color aceitunado de la raza, ni sus facciones aguileñas; pero su frente espaciosa, sus mejillas y barba pronunciadas, la inmovilidad del gesto, la noble expresión, la mirada luminosa y fija, recordaban esas misteriosas figuras egipcias que terminan un cuerpo de monstruo en una hermosísima cabeza de mujer; su cabello, luciente y retorcido, caía como dos manojos de culebras sobre las menudas orejas, cuya pequeñez hacían resaltar dos largos zarcillos de relumbronas piedras; un collar de lo mismo rodeaba su marmoreo cuello, iluminando con sus vislumbres el nacimiento del seno, turgente y terso como el de las transtiberinas; un pañuelo negro de crespón de la India, bordado de colores, le cruzaba los hombros, y recogía en la cintura para defenderla de las incongruencias del aceite una falda de muselina rosada: por tocado, un rodete de canastillo y dos rosas caídas detrás de la ore

ja, que alargaban las hojas para besar siempre que podían su redondo cuello.

Por la noche, a la luz de la hoguera y los candiles, parecía aquella hermosa criatura una sacerdotisa de Isis, practicando sus tenebrosas ceremonias. Su belleza realzaba la humildad del oficio; su pobre silla se convertía en trono, y el sencillo ajuar de la buñolera parecía ara erigida a una divinidad ignota bajo la ancha bóveda de las estrellas.

Allí estabas tú también, Aurora, celebrada Aurora, de proverbial donaire y afamada belleza entre cuantos han visitado a Sevilla; pero ¡ay! que mejor que tu nombre se te debía el de crepúsculo de la tarde. Flor macilenta y triste, adelfa descolorida por los ardientes fuegos del estío, ¿por qué el cielo, tan pródigo de sus dones en las hijas de tu raza, abrevia así los días de su primavera? Aun te quedan la luz peligrosa de tus ojos y el desenfado de tu lengua; todavía se pliega tu gentil cintura como la caña al viento, y muestras los afilados dedos de tu finísima mano en testimonio de la pureza y privilegio de tu sangre; mas para ocultar la huella de los días, para suplir la galana frescura de la tez en sus abriles, tienes que acudir a esos afeites y arreboles, propios de señoras cortesanas, indignos de la gitana aventurera y libre como los pajaritos del aire.

La vida de las gitanas no es más corta ni más larga que la de otras mujeres, pero precoces en su pubertad, a los veinte años han perdido toda la lozanía de la juventud.

En la puerta de la Carne, yendo con otros amigos, encontramos un día una cesterilla, acompañada de su madre. Con pretexto de ajustar unas canastillas, la detuvimos para examinarla y conversar un rato; pero la maliciosa niña, a pocas frases conoció nuestro designio y cortó palabras. Tenía quince años, y por lo acabado de su persona y sensato de su lenguaje la hubiéramos dado veinte.

Nuestros pintores van a la campiña de Roma o los montes de Albano a buscar tipos de raza y sangre morena; la cestera

era uno magnífico. El arranque del cuello, la garganta del pie, el engarce de la mano, la forma correcta y fina de las extremidades, el aplomo lánguido del cuerpo, los quiebros de la cabeza, ya caída blandamente sobre el hombro, ya erguida y gallarda, según la intención del diálogo; el arco de los brazos haciendo alarde de su mercancía, eran de un modelo perfecto.

En cuanto al espíritu que animaba aquel cuerpo soberano, su energía, su fuego, su pasión indómita, estallaban en una mirada húmeda y velada, en un timbre de voz metálico, sonoro, lleno de caricias y amenazas: nos había tomado por extranjeros y poco expertos en su idioma, y entre frase y frase de las que nos dirigía, murmuraba a media voz yo no sé qué maldiciones o conjuros.

Poned aquella figura reposando sobre los levantados lomos de una esfinge a la sombra de una palmera, ceñid su frente con la diadema hierática, haced que a sus pies florezca el lotus y entre sus anchas hojas asomen la escabrosa cabeza del cocodrilo y el cuello inmóvil del ibis, y tendréis el genio de la antigua y muerta civilización del Nilo.

¿Vinieron los gitanos de las orillas de este río o de las del Ganges? ¿Son una raza sacerdotal proscrita por no haber apostatado? De su origen aristocrático da señal su lealtad a las antiguas tradiciones, el rigor con que observan y practican sus leyes, y de ellas especialmente la de no consentir mezcla de su sangre con la de otra raza. De su primera jerarquía, la costumbre de la buenaventura y el ejercicio de la medicina. Uno y otro privilegio pertenecían a los sacerdotes.

La buenaventura es la predicción, la revelación del porvenir, el oráculo y el horóscopo. Las mujeres eran en Oriente las depositarias de la inspiración, las que leían en lo futuro y lo declaraban al pueblo en frases ambiguas y misteriosas, y la mujer practica este arte entre los gitanos. La faltan, es verdad, el trípode augusto, el bosque sombrío o la caverna; su ara, su trípode y su templo son el umbral de una puerta o la

orilla de un camino; pero su vehemencia, sus ojos inflamados, su voz convulsa y turbada, manifiestan la posesión del espíritu. En cuanto a la fe en los propios vaticinios, hay paridad completa entro la antigua pitonisa y la gitana moderna.

La ciencia ruda y balbuciente todavía era otro de los prestigios de las familias consagradas al culto y que vivían del templo y en el templo; el empirismo de los curanderos y curanderas gitanos, ¿no pudiera ser muy bien reliquia de aquel provechoso monopolio?

En las vastas telas que se extienden a uno y otro lado de la grande avenida central están los rebaños de ovejas, las piaras de cerdos, las manadas de toros, de mulos y de potros. La concurrencia aquí no es tan numerosa, pero la animación mayor, el conjunto vivo, los cuadros pintorescos. Entre los animales acampan los vaqueros y pastores, vestidos de pieles, alrededor de la caldera donde hierve el cochifrito, los perros de cabaña duermen cerca de la hoguera, y el asno pacífico rumia filosóficamente su pienso y su suerte acostado sobre los cuatro remos.

Los soldados de la remonta, con su nacional y airoso traje de campo, pardomonte con vueltas grana, discurren por una parte siguiendo a sus oficiales; llevan al cinto unas trabas de soga de esparto, y apenas un jefe ha señalado y elegido un potro, el mariscal lo mide y el soldado lo enlaza las manos con singular destreza y en menos tiempo que yo tardo en escribirlo.

En otro lado los picadores hacen alarde de sus monturas en carreras y escarceos. En gracia y gentileza el jinete andaluz es el primero del mundo; erguido en la silla sin afectación ni esfuerzo, caídas las piernas y ceñidas naturalmente al vientre del caballo, los estribos, ni tan cortos como en la jineta pura lo modo berberisco, ni tan largos como en la brida; plegados los brazos, metidos los codos, alta la cabeza y desembarazada la vista, aplomada la figura entera con tal extremo de seguridad y firmeza que el hombre parece uno con el bruto; la des

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