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I queréis sentir una de las impresiones más vivas y agradables que puedan encantar vuestra vida de artista o de viajero, penetrad una mañana en la catedral de Sevilla por una de las puertas del ábside, y sin deteneros a sentir la armonía magnífica de sus cruceros y naves, sin dejaros absorber por la contemplación de su majestad sublime, daos a registrar las capillas y buscar las obras de arte escondidas en ellas.

Llegaréis a una, allá, a los pies de la iglesia, volviendo hacia el Sagrario, y sobre su altar veréis a San Antonio postrado en adoración delante del Niño Dios, que se le aparece bajando en medio de una gloria de luz y de querubines. No necesitaréis que nadie os diga que aquel lienzo es de Murillo, y que es una obra maestra. Sentiréis la atracción de lo divino, el mágico

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poder de lo sobrehumano, la fascinación de lo misterioso; clavaréis la frente en los hierros que cierran la capilla, y quedaréis allí sin sentir el dolor físico ni el paso del tiempo.

Aquel cuadro es un prodigio de luz. Su radiación poderosa alumbra la capilla más bien que la ventana abierta en el muro. ¿Dónde encontró Murillo aquellas tintas de oro, aquel flúido lumínico que arrebola e inflama las nubes sobre que posan los ángeles, las sostiene en el aire y las separa del cuadro, haciendo pasar entre ellas otras masas de luz como torrentes desbordados?

Por la puerta de la celda del santo se ve el claustro, claustro meridional, andaluz, sevillano, iluminado por el sol más vivo, lleno de ese ambiente diáfano y sutil, que forma la atmósfera de Andalucía; pues esa luz se entibia y palidece comparada a la luz de gloria que llena el fondo del lienzo. No temió el valiente artista presentar ese contraste de luces, no temió copiar la poderosa y espléndida de la naturaleza en que vivía, porque sabía que aquel fulgor divino que concebía su mente, que el cielo, que su inspiración le abría y su genio le consentía imitar, era superior al más hermoso y claro que podemos ver los demás hombres.

Si los venecianos pintaron el color, Murillo pintó la luz; no por sus efectos, sino la luz misma, directa, reverberando fúlgida y deslumbradora de su centro divino, empapando los vapores del aire, derramándose en el cielo, hiriendo la pupila y deslumbrando los ojos humanos.

Por el lugar donde está, es ese cuadro generalmente el primero que del gran pintor ve el viajero en Sevilla. Otros podrán causarle mayor placer, ninguno mayor asombro. Ya conoce su estilo, su estilo imposible de ser olvidado ni confundido con otro; la indecisión de los contornos anegados en el éter, la transparencia y suavidad de las medias tintas, el empaste jugoso, la franqueza del toque, la verdad de las actitudes, la expresión, no limitada al rostro, sino esparcida por todos los miembros, en lo que es tan excelente, que de cualquiera

de sus figuras puestas en el más violento escorzo, vuelta casi al espectador, se adivina al semblante.

El San Antonio es buen ejemplo de esta última cualidad; el fervor del franciscano, su gozoso agradecimiento al supremo favor se sienten, no sólo en la cabeza, admirablemente puesta, sino en el cuerpo entero, en la rodilla derecha hincada en tierra, en los brazos tendidos como para recibir la celeste visita. Para algunos esta es su obra maestra; para él lo era el Santo Tomás de Villanueva, que se ve en el Museo.

Ocupa el Museo un antiguo convento de la Merced, y en él hay un salón destinado exclusivamente a Murillo, cuyo nombre lleva. Es un tesoro, cuyas alhajas son los veinte o veinticinco lienzos que cuelgan de las paredes.

¡Oh! ¡Cuántas horas se pasan allí, perdida el alma en la contemplación, desvanecidos los ojos en la luz gloriosa de los bienaventurados, y sintiendo retoñar en el corazón la combatida y marchitada planta de la fe primera y los sentimientos religiosos de la primera edad!

Como a la lectura de los libros santos os sentis regenerado y con nueva fuerza para practicar sus máximas y seguir sus ejemplos, así a la vista de la pintura religiosa de Murillo brotan de nuevo en el árido pecho los dos sentimientos que pide Dios a sus hijos: el amor y la gratitud.

Bien conocieron el genio de Murillo los cenobitas que le emplearon en el adorno de sus monasterios, los capuchinos y los franciscanos. Bien comprendían que sabría representar las visiones seráficas, los éxtasis y el fervor ascético, y que muy extraviado y duro había de andar el pecador a quien la vista de la Madre de Dios pintada por él no ganase el alma, llamándole a la contrición y al arrepentimiento!

Enfrente de la puerta, bien maltratado por los años, lleno de grietas y caído en parte el color, está el histórico cuadro llamado de la Servilleta.

Varias son las leyendas que pretenden explicar el origen de este cuadro. Yo no puedo admitir la que dice haberlo pintado

Murillo para satisfacer el precio de su estancia en una hostería. Cuando Murillo pintaba de aquella manera, ya habían pasado las amargas tribulaciones de la juventud; ya el valiente artista, a fuerza de constancia y de estudio había vencido a la fortuna, y el trabajo de sus manos alcanzaba a cubrir desahogadamente las necesidades de su vida modesta y labo

riosa.

He aquí la leyenda que prefiero:

-Trabajaba Murillo para los Padres Capuchinos y habitaba en su convento. Habían destinado para que le sirviera un lego, hombre ingenuo y de santas costumbres, pobre de espíritu y de corto valor entre los hombres, pero rico de virtud y muy acepto a los ojos de Dios.

El carácter apacible y bondadoso del pintor se avenía maravillosamente con la humilde sencillez del monje.

De pronto advirtieron en este una inquietud no acostumbrada, y que la serenidad de su semblante andaba turbada por alguna causa interior.

Aprovechando Murillo la ocasión de estar solos, cuando le servía la comida, preguntóle con su acostumbrada dulzura:

-¿Qué tenéis, hermano, que no me habláis? Si son penas que pueda yo saber, decidmelas. Soy bastante amigo vuestro para participar de ellas. Si es que os falté en algo, decídmelo también, porque pueda reconocer mi falta y solicitar vuestro perdón.

-¡Ah, señor Esteban!, contestó el lego todo azorado y mirando inquieto alrededor de sí: ¿Qué habláis de faltas, ni qué de perdón? ¡Si soy yo, yo, miserable pecador, que no he sabido vencer la tentación! La virgen, Nuestra Señora, me ha abandonado como indigno, y el enemigo se apoderó de mi alma.

-Pero, ¿qué os sucede? ¿Qué habéis hecho?, repuso el artista sin alterarse, conociendo la inocencia del que se acusaba.

-¡Ah, señor! un deseo vano se ha apoderado de mí, y no supe resistirle; un mal pensamiento que no me deja un ins

tante; os lo diré y desahogaré mi corazón. Sabed, pues, que me mortifica el deseo de poseer una de esas vírgenes tan bellas y devotas que vos pintais todos los días. ¡Si yo tuviera en mi celda una imagen de ésas, con qué fervor la rezaría!

Trató Murillo de consolarle, y el lego en su turhación, al recoger el servicio de la mesa, no advirtió que faltaba la servilleta.

Algunos días después, el pintor, dándole un lienzo, decía: Hermano, cuide mejor el ajuar que le está encomendado, que si los huéspedes se llevan la ropa, mal paso ha de tomar la hacienda de los padres.

El lienzo era la servilleta; pero consagrada con una de las más hermosas creaciones de aquel genio propiamente celeste.

Otras varias vírgenes hay en la sala; entre ellas, dos Concepciones admirables. Cuadros que no se describen, obras que se sienten; que hacen nacer en el alma más árida hondos afectos de ternura y devoción.

Esa predilección del artista por la figura más ideal y poética del cristianismo, la preferencia que da entre todas las épocas de la vida de María, al momento augusto y misterioso de la Encarnación, piedra angular de nuestra fe, ofrecen un interés profundo.

Grande debía ser la piedad de su alma, infinito su amor a la Santa Madre de Dios, para que así haya podido hacérnosla amar y venerar en sus imágenes. Su genio, esencialmente cristiano, empleó el arte que dominaba en satisfacer las aspiraciones de aquel sentimiento ardiente, y la inspiración coronó y puso el sello a la obra hábil y acabada del artista.

El tipo de mujer consagrado por Murillo, se encuentra todavía en Sevilla, en esa clase media entre el artesano y el mercader que acumula ambas industrias, clase laboriosa, económica, sencilla en sus costumbres y moderada en sus gustos.

Este tipo tiene suma belleza en los dos tercios superiores del rostro, frente casta, ojos grandes y negros bajo un arco de finísimas cejas, nariz infantil y boca pequeña, rosada y

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