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interés; vigilada sin cesar, tiene quien la arbole, la cuide y la custodie, ingenieros, peones y guardias civiles. Aquél recibió de Dios la independencia; a ésta la mantienen en tutela los hombres que la construyeron."

Amigo del agua, como un árabe, o, mejor aún, como el Santo de Asís, la canta y loa de modo peregrino, como quien conoce y lleva dentro de sí la melodía, el gozo, y hasta el misterio y la inquietud de sus ondas: «Porque el agua-dice-posee los tres accidentes del vivir: luz, voz y movimiento; luz reflejada, como la luz de la pupila; voz ligera y amorosa, soñolienta y grave, como la voz de la garganta humana. No hay soledad donde el agua corre; no hay tristeza donde el agua mana; no hay desierto donde el agua vive. Fecunda el suelo y despierta el alma, arrulla el dolor, ensancha la alegria, es compañía y música, medicina y deleite; sobre sus ondas van blandamente bañados los pensamientos, os los trae de donde viene, lleva los vuestros adonde va; en ellos se refleja el cielo, y podéis contemplarle sin que os ofenda la viva luz del sol, cuando ya la frente se inclina a tierra, o porque la tierra la atrae o porque el peso de los años la dobla.»

Pues oid, en contraste con esa página de tan sublime candor, blanca como la nieve sin mancilla, pura como el cristal de una fontana, esta otra, tan realista a la española, descripción de un convite montañés: «La mesa en el palacio de Quijas era tal como los hospitalarios usos montañeses lo pedian: desahogada de espacio, copiosa y suculenta en platos, rica èn frutas, franca y liberal en fueros y privilegios para los convidados. Quiérese decir que no daba lugar a la tiranía cortesana, ni alli tenía que hacer ni pretender señorio ninguno de aquellos respetos tan

fuera de razón que vienen a martirizar, secar, contener y adietar al hombre en la hora y acto de su vida en que su misera naturaleza pecadora y frágil pide mayor holgura, comodidad y licencia. Comíase, pues, allí a dos carrillos; se bebía sin más tasa que la razonable impuesta por la usual templanza de los naturales; la elocuencia y murmuración andaban en su punto, ya los angostos de fauces, sobrados de enjundia y angustiosos de resuello, érales consentido deshacer la gola, desahogar las hebillas y dar al aire el pecho, abriendo el abotonado jubón. Y tan generoso espiritu reinó en este particular en la Montaña, que vivió dilatándose hasta nuestros días, y no se miraba de buen ojo a quien se desdeñaṣe de participar en tan grata libertad, como si pretendiera motejarla o corregirla, dando a entender que fuera de ella había usos considerables y merecedores de adopción y observancia. No faltaban, pues, amén de otros manjares usuales y comunes en todos los valles montañeses, otros que hacían justamente famosos y celebrados entre glotones, éstos en que andamos; la encendida cecina de Potes, curada al humo; las sonrosadas truchas del Saja, amagadas de futuro y no lejano exterminio por la incansable caña, los paradejos y otras armanzas de capellanes y clérigos de campo, pescadores muy dados a este que parece incruento y pacífico deleite; la pepitoria surtida por los pollancos del corral criados a la mano por doña Mencia; el lechazo de Barcenaciones, cabrito añojo. que en este pueblo crían a oscuras para los regalones del país, cobijado bajo un cesto donde no salte ni se mueva y gaste en ejercicios y actividades su naciente sustancia, la cual le suministran cada día dos galanas cabras de repletas ubres. Pero el plato de crédito y fama, la corona del festin, reclamada siempre

por los convidados favoritos, y cuya ausencia o presencia graduaban y establecían la importancia y consideración del día y de los comensales, eran ciertos peloncillos, criados, prevenidos y aderezados por la molinera, cuyas manos en esto dejaban atrás las de Dulcinea para salar puercos, con ser éstas las mejores que para tal menester tuvo la Mancha. Solian venir y presentarse los pelones (que en puridad son los hijuelos tiernecitos de aquel grosero animal, que no se nombra entre montañeses sin pedir perdón), tostaditos de piel, enhiestos de orejas, rizados de rabo, acostados en sus fuentes o cazuelas de barro, muy vestidos de perejil y hierbabuena, embocado un limón en la jeta, cuyo zumo templase los grasientos dejos del sain, y había entre los fortisimos montañeses de aquellos días (como aún queda ejemplar) quien después de haber razonablemente entrado a los platos que precedieron, sin perdonar uno, daba cabo sosegadamente de un pelón, cual pudiera de un buñuelo, sin dejar de él más que ciertos huesos principales de su esqueleto, que resisten al moler de las quijadas más bien puestas. Y nunca la molinera había pasado tales amarguras ni temido deslucirse como en este día, porque la hora de comer habíase entorpecido y retrasado con el ruido y pelea de las juntas, y siendo la gala del pelón presentarse en la mesa caliente y humeando, corriéndole el derretido jugo por todo su cuerpo y cantando la alegre música del fuego, dando menudos estallidos que le rasgan las pieles, abren nuevas corrientes a su sustancia, incitan el diente y hacen la boca una pura agua, como decía la molinera, habíanlo arrimado a las ascuas y hecho tostar con la puntualidad necesaria, resultando ésta falseada por la alteración de tiempo y tardanza de los comensales; que ya los pelones estaban dicien

do, al son del freir y del ruido insólito de la cocina: "Comedme, que no espero“.

Y, finalmente, leed esta página de insuperable expresión, henchida, como el barco de vela que describe, de gracia y soltura, de rapidez y de nervio:

"Un barco a la vela es un ser vivo, dotado de voluntad, capaz de acción y movimiento. Aunque a su bordo se divisen criaturas humanas, es como si no estuvieran; el barco es allí el ente animado, sensible, gallardo, a'revido, que lucha, que sufre, que sortea la ola o la domina, que obedece al viento o se hace servir por él. ¿No le habéis visto alguna vez quieto, enfilando a ese enemigo terrible o propicio aliado suyo, trapeándole las velas como le tiemblan los ijares al generoso caballo enfrente del toro, cuyo mayor poder y aventajadas armas reconoce? Parece que medita el golpe o el reparo, que pesa y mide los bríos y poder del adversario, y estudia los caminos de evitar su ciega acometida primera, para tomarle de revés y hacerle cautivo y suyo. De prontc hunde el afilado tajamar en las aguas, levántase luego, inclinando de bolina su airosa arboladura vestida de blanca lona, toma andar, hace hervlr las primeras espumas a lo largo del casco, y en marcha. Hábilmente sorprendido el viento, entra a henchir las anchas velas, dentro de cuyos redondos senos pesa sin encontrar salida; el mástil se dobla y cruje al franco empuje, las libres ráfagas pasan silbando por la jarcia en busca de velas que henchir, las aguas bullen rasgadas, se aprietan a uno y otro costado gimiendo, y unidas de nuevo por la popa, vuélvense a encontrar y se cuentan sus recíprocas aventuras y separación, haciendo rizada y murmuradora estela al barco, el cual, cabeceando altivo, partiendo el filo de las olas

que le embisten, va cruzando su camino como rauda exhalación, cuyo vuelo humilla el de las incansable s alas del águila marina.“

Tales también de bellos sus versos, que descuellan por la sobriedad y serena hermosura del estilo, por la robustez y el ritmo de sus estrofas, por la valentía del trazo, por el castizo primor de la forma. Labraba los sonetos como mármoles clásicos, y sus romances y redondillas tienen la gracia y la ligereza de los del siglo de oro. No hay en estas composiciones sombra de complicación psicológica; son la pura expresión de un alma clara y sencilla, más presta a la contemplación sosegada de las cosas que a los análisis interiores. La ola romántica pasó por él sin enturbiar su serenidad clásica, sin apartarle de los dos grandes amores de su vida: la interpretación del paisaje y la meditación de la historia. Pocos como él alcanzaron la poesía de lo pasado y bañaron tanto su corazón en los manantiales de la estética del recuerdo. Si en el paisaje no llegó al jugoso realismo de Pereda, las efusiones de su temperamento lirico, como dice Menéndez Pelayo, eran como una “vaga, misteriosa y melancólica sinfonia, que sugiere al alma mucho más de lo que con palabras expresa". El "aristocrático pudor que acompañó siempre los pasos de su musa“ le hizo hasta recatar su nombre bajo el vulgar pseudónimo de Juan García; "pero esto mismo le dió libertad para explayarse en confidencias intimas, nebulosas, discretas, rotas a trechos por inesperada luz; vagos anhelos de su mente juvenil; visiones de hombre del Norte en tarde lluviosa y melancólica; conflictos de la pasión, antes ahogados que nacidos, y por término, la resignación suprema, la pía y serena tristeza, que no abate ni enerva el espíritu, pero le acompaña siempre...»

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