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ARA cifrar en un nombre el dechado perfecto, el ejemplar más castizo de la vieja hidalguia montañesa, donde se colman y apuran los caracteres históricos del caballero cristiano y español, bastaría escribir el nombre de don Amós de Escalante.

Vivió este hidalgo de las Letras, desde su edad madura, en sosegado apartamiento: pudo, por su claro linaje, por su ingenio prócer, por sus virtudes de entendimiento, de voluntad y corazón, brillar en las cumbres del siglo; mas prefirió seguir la escondida senda de los sabios, acrisolando así, cual noble artifice, su vida, para que fuera, entre sus obras de Poeta, la más pura y cabal de todas.

Dio término cumplido a la existencia peregrina del Discreto, y con tal arte que, de haber morado en tiempos de Baltasar Gracián, diríamos que aquel su aureo código de prudencia y

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cortesia era como una glosa de la vida de Escalante. El cual <repartió la comedia en tres jornadas: la primera empleó en hablar con los muertos; la segunda, con los vivos; la tercera, consigo mismo». Estudió las lenguas y la historia, letras sagradas y profanas, educó su generosa mocedad con el grave consejo de los antiguos varones, adiestrándose en sus obras con severa disciplina; caminó después por el mundo, trató a sus contemporáneos, aplicó la letra de los libros al espíritu de la vida y retiróse por último a su hogar, cultivando el arte y rumiando impresiones y memorias. Paralelamente a esta su vida de lector, viajero y artista, creó familia numerosa, honró su casa, gobernó su hacienda, declinó sin angustias ni inquietudes, al calor de purísimos afectos, y murió al cabo, santamente, con la conciencia llena de paz.

Fué uno de esos hombres a quienes Carlyle apellido sal de la tierra, con evangélico decir; apóstoles singulares de la religión del silencio; aristocratas del espíritu, desparramados aquí y allá, para ejemplo y humillación de blasones incultos y decadentes; caballeros del reposo, de ese fecundo reposo del alma verdaderamente activa y creadora; raíces de los pueblos, asidas al terruño secular, por las cuales una nación florece y da frutos sazonados y perpetuos. De esta fuerza interior, de estos solitarios, de estos contemplativos, se nutren el genio y la sangre de la raza; mientras haya un puñado de esta sal en tierra española no podrá decirse, como suelen decir los arbitristas y curanderos de la villa y corte, que nuestra patria está sin pulso.

Vivir en la corte es ignorar a España. El Madrid de los literatos y, sobre todo, el Madrid de los políticos, es algo extraño y superpuesto a la vida nacional, una costra de todas las pedan

terias y todas las concupiscencias, una negación de todas las realidades profundas. Hay que salir de la corte y lanzarse a los caminos de Castilla, de Aragón y Cantabria, de Andalucía y de Levante, para conocer la vida española, el auténtico pueblo español, su fondo grave, sentimental y reflexivo, su entereza moral, su originalísimo carácter. ¡Cómo vive la España histórica y popular, con harta salud, con pulso acompasado y firme, en las más remotas aldeas, en los rincones más agrestes, alli donde no pudieron morbos cortesanos envenenar la sangre pura de la casta ni quebrar sus aceros ni afeminar su espíritu!

En un lugar de la Mancha vive todavía Don Quijote imaginando nuevas aventuras; viven también los Pizarros y Corteses en los campos de Medellín y la Serena; apenas hay villa ni casona donde un ḥidalgo pueblerino, un oscuro inventor, no sueñe con emular los artificios de Juanelo, y no es raro descubrir el alma y los brios de un Cardenal de España bajo el roto balandrán de un cura de misa y olla...

Dondequiera que yo he ido, hasta en los pueblos más apartados y quietos, me ha sorprendido el hallazgo de un grupo de hombres singulares, absortos en callada labor, esparcidos como las simientes en el rincón de una capital de provincia o al amor de escondido terruño, hombres nobles y doctos, artifices de su propia vida, muy pagados de su dichosa y espléndida soledad.

Cada vez que he hallado uno de estos varones de silencio, muchas veces ignorado hasta de sus convecinos, he sentido una dulcisima emoción. Yo, más feliz que Diógenes, caminando al azar, con el alma abierta a toda pura contemplación, he encontrado muchos hombres cabales, integros y selectos. ¿Hay mayor goce que el de descubrir un hombre en estos tiempos grises, en

que hay tan pocos que tan alto título merezcan? ¿Recordáis aquellas páginas magistrales de Pereda en Peñas arriba, cuando nos traza el castizo retrato del señor de la torre de Provedaño, de aquel solitario montañés, tan diestro con el dalle como ingenioso con la palabra y con la pluma? Yo he tenido el singular placer de hallar no pocas torres de Provedaño en mi camino, y de topar también con hidalgos de aquella peregrina condición. En la ciudad y en el campo, en la casa y en el camino, he gozado de amable hospitalidad y de sabrosa compañia; he sentido la pura efusión de la gratitud sin menoscabo de la altivez, y he visto la distancia que existe entre las vidas sencillas y claras, noblemente empleadas, honestamente escondidas, y esas otras existencias cortesanas y mentirosas, aflicción de la carne y del espíritu...

Imaginad un antiguo caballero de Castilla, de la Edad de Oro de nuestro genuino carácter; un hidalgo de noble fisonomia y también de noble condición, de agudo entendimiento y corazón piadoso; grave sin afectación y cortesano sin lisonja; ingenioso y austero a un tiempo; sutil en el pensar, claro y castizo en el hablar y el escribir; de moral severa y acendrado gusto; profundo en el consejo; elegante en las maneras; ático en la conversación; resignado en el sufrimiento; sazonado todo con una levadura de delicada timidez, con un fondo de piadosa melancolía. Tal era don Amós de Escalante.

Poco antes de su muerte, apenas sabía yo nada del poeta. Clásico en vida, sus libros se guardaban avaramente en las · casas de los hombres selectos; agotadas las cortas ediciones

que el autor hizo de sus obras, quien poseía un ejemplar lo recataba como oro en paño, celando hasta su lectura, sabedores del peligro que corre un libro bello y raro si topa con las manos de hombre curioso y entendido. Un alma delicada y generosa me hizo espontánea donación de algunos de estos tesoros, y comencé a gustar de ellos, a enamorarme del arte puro y exquisito que los tales libros contenían. Leí primero Costas y Montañas, libro del caminante montañés, mayorazgo fraterno de La Alpujarra, de Alarcón, según declaró muy justamente doña Emilia Pardo Bazán. Después, Ave Maris Stella, historia montañesa del siglo XVII, obra de estilo, de un purísimo y perfecto estilo, libro que leo con frecuencia para aprender el castellano. Más tarde, Del Ebro al Tíber, impresiones de viajes por Italia, en que superó al artista viajero de Madrid a Nápoles. Y entreverando con estas y otras deliciosas lecturas las Poesías-Marinas, Flores, cantos de la montaña y algunas rimas inéditas—, llegué a conocer, si no totalmente, lo mejor de aquel gran poeta desconocido. Y entonces os juro que gocé una de las más grandes y más delicadas alegrías de mi vida.

Lector: si eres discreto y leído; si tienes un alma sutil y curiosa; si sabes gozar de la vida y de sus divinas sorpresas, dejando siempre el corazón abierto a las emociones que pasan, comprenderás el encanto de este descubrimiento, hecho no a título de erudito ni de crítico interesado, sino de amigo devoto del arte y apasionado de la belleza pura. Esto de hallar un grande poeta no es cosa de todos los días. En estos tiempos en que el talento y hasta la divina poesía llaman a nuestras puertas, pregonando como mercaderes, a son de bombo, con grande copia de anuncios y lujo de competencias, profanando la excelsa

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