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deber de enaltecer á la patria, porque las glorias de Aragon como las de Valencia son glorias españolas, recuerdos heroicos que pasaron para no volver, ecos de un sentimiento y de la virilidad de un pueblo, que al reunirse con otros, completó la grandiosa obra de la unidad nacional.

Habia sucumbido la Monarquía goda en las famosas orillas del Guadalete, no por la influencia de la Iglesia, como injustamente se ha supuesto, sino porque el imperio griego, modelo de que los godos vivieron enamorados desde Ataulfo, los inició desde muy temprano en las artes del lujo y de la corrupcion. Por todas las comarcas de la Península se derramaron árabes y moros, que la inundaron como un rio sin cauce. Aquella poderosa Monarquía y las costumbres belicosas de los godos habian desaparecido. El Rey Sabio dijo despues, que «Non fincó y nada, se non los obispos que fuyeron con las reliquias, e se acogieron á Asturias.» Un puñado de hombres tan pequeño, que segun expresion feliz, la sombra de una nube errante podia cubrirlo, se llevó con aquellas reliquias la fe de todo un pueblo, el sentimiento de su religion, el amor á la libertad,

el culto á su independencia, el respeto á la Monarquía de sus mayores, esa fe, sin la cual no hay nacion grande, ni empresa que no sea difícil, y que enlazando las edades y los principios, venía á eslabonar la sociedad destruida con la sociedad que comenzaba á nacer. Destino providencial en favor de aquel exiguo número de valientes cristianos, que con su ardor religioso, su instinto monárquico, su espíritu de libertad é independencia, y recobrando su antigua fiereza, iba á ofrecer en las gargantas de Asturias, en las asperezas del monte Uruel, en los llanos de Castilla, en las vertientes del Pirineo, el espectáculo más grandioso que ron jamás las pasadas edades; un combate de ocho siglos entre el sensualismo oriental y la espiritualidad católica, entre la ley del fanatismo y la doctrina purísima del Evangelio. Dios habia querido, dice la crónica, conservar aquellos pocos fieles para que la antorcha del Cristianismo no se apagara de todo punto en España.

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Los elementos constitutivos de nuestra peculiar civilizacion supo condensarlos elegantemente uno de nuestros más modestos escritores, afirmando que los futuros cimientos de la

nacionalidad española, fueron la independencia natural del carácter ibero, dispuesto al sacrificio, ascético y sombrío, sólo modificado en aquellas provincias que por su posicion geográfica eran más accesibles al trato y comercio del pueblo de Oriente; el hondo arraigo de la doctrina estóica que confirma la igualdad originaria de todos los hombres, noble preparacion para el Cristianismo; la lealtad que engendran las dos ideas combinadas de la propia dignidad y del pacto tácito entre el Príncipe y su pueblo; la escasa influencia de gusto clásico en nuestras artes y literatura, y del risueño panteismo pagano en nuestras costumbres; la institucion del monacato plebeyo, como partido de oposicion al espíritu aristocrático pagano; la conservacion del derecho municipal, única reliquia de independencia colectiva bajo la autocracia de los Césares; y por último, la Monarquía, no como sistema, no como resultado de un cálculo desapasionado y frío, sino como sentimiento innato, espontáneo, é impetuoso en la raza predestinada á regenerar con su activa y pura sangre el Occidente. Todos estos elementos, añadimos nosotros, formaban varios principios sociales y

políticos: el principio religioso que hacía imposible la asimilacion del vencedor y del vencido: el monárquico, que se reflejaba en un Príncipe de la sangre alzado sobre el pavés, que le erigia la fiera independencia y el indomable valor y energía del pueblo astur: y las garantías individuales, tan propias del estado de libertad que la reconqnista concedia, y que habia hecho desaparecer de pronto, aquella infeliz clase de siervos colonos, que el imperio romano legó á los visigodos, y que éstos conservaron durante su dominacion.

Todos los pueblos pertenecientes á una misma raza, ofrecen iguales ó muy parecidas instituciones, al menos en aquellas bases principales de su existencia social, y así se observa, que lo mismo en Asturias que en Navarra y Aragon, el principio religioso es el principal y más eficaz estímulo de la reconquista. Las huestes se aprestan al combate en nombre de la religion; aquellas reuniones de guerreros, invocan para pelear el auxilio del Dios de los ejércitos; los venerables sacerdotes que se encuentran á su lado, alientan el entusiasmo para rescatar las poblaciones del poder de los infieles; y á medida que el éxito corona los es

fuerzos de los bravos montañeses, y encuentran éstos tranquilidad y descanso, y van extendiendo sus dominios, construyen primero templos y despues casas, que antes son las moradas de Dios que las viviendas de los hombres. El sentimiento monárquico, condensado en ley en el Libro de los Jueces, encontraba natural acogida en el ánimo de aquellas gentes de guerra, y todos los recuerdos atestiguan, que el más valeroso ó el de más alto linaje, era proclamado y alzado como Rey. Inútilmente la curiosidad histórica ha querido escudriñar relaciones llenas de fábulas y consejas. Todo lo que de aquellos tiempos se sabe y puede seriamente discutirse, es, que en los primeros albores de la reconquista, habia lo que era necesario que existiese para hacer frente con un puñado de valientes á los innumerables defensores del estandarte del Profeta: heroismo y sentimiento de la independencia, que no puede concebirse sin el sentimiento de la libertad.

No era ciertamente esta situacion propicia para hacer leyes, que se avienen mal con el estruendo de las armas, ni mucho menos para entretenerse en escribir condiciones que pug

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