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creto á todas las autoridades y justicias del reino, encargando á los magistrados la recta administracion de justicia, que es la mayor garantía de la felicidad de los pueblos, y la mayor recompensa de su felicidad. Tendréislo entendido, etc.-Al ministro de Estado. »

Por una disposicion de la Carta portuguesa, pertenecia la regencia al Infante D. Miguel cuando llegase á cumplir veinte y cinco años. Poco prudente parecia la medida, sabiéndose los antecedentes y aspiraciones de este príncipe. Mas á pesar de los recelos é inquietudes de los liberales portugueses adictos á la causa de la reina, llegó el caso de ponerse en ejecucion dicho artículo, en octubre de 1827. Reclamó D. Miguel sus derechos, que fueron apoyados por el Austria. La Inglaterra no tuvo por conveniente poner impedimento. En uno de sus puertos se embarcó el nuevo regente de Portugal, para tomar las riendas del gobierno.

No se hicieron aguardar mucho los resultados que temian unos y esperaban otros con ansia, de una instalacion tan mal premeditada. Sucedió lo que era natural, lo que era inevitable. Se declaró el nuevo regente Rey de Portugal, invocando las antiguas constituciones de Lamego. Segun ellas, decian sus parciales, no podia D. Pedro poseer á la vez las dos coronas. Habiendo optado por la del Brasil, no era dueño de la de Portugal: habia cedido á su hija lo que no era suyo, en perjuicio de Don Miguel, legítimo heredero. Encontró el litigio muy hábiles jurisconsultos á favor de las dos partes. ¿A qué causa faltan? Mas como la fuerza estaba del lado de D. Miguel, se decidió á su favor el pleito por entonces. Doña María tuvo que salir de Portugal y tomar asilo en Inglaterra, seguida de sus principales partidarios.

El año siguiente 1828, tentaron estos de nuevo á probar la suerte de las armas, con cuyo motivo hicieron un desembarco en Oporto, de cuya ciudad se apoderaron. Al principio pareció soplarles favorablemente la fortuna: mas le volvió muy pronta las espaldas. Acudió D. Miguel con fuerzas considerables en recobro de la plaza, y los cartistas tuvieron que reembarcarse con

bastante descalabro. La contienda quedó, pues, como suspendida, por espacio de cuatro años.

Seguia mientras tanto España agitada por el mismo espíritų de division, entre los que concebian el despotismo de distinto modo. Se habia introducido la pugna en todas las clases, en todas las dependencias, hasta entre los que influian directamente en los consejos del monarca. Teniendo muchas veces que hacerse concesiones mútuas, se resentian los actos del poder de falta de concierto. Los mismos que propendian á medidas suaves, se veian precisados á dictarlas severísimas, porque no los acusasen sus contrarios de encubiertos liberales. El Rey fluetuaba, como siempre. No podia un hombre de sus disposiciones ser verdaderamente gefe de ningun partido, ó mas bien, pertenecer de corazon al que proclamaba el despotismo ilustrado, como si las dos palabras no envolviesen la contradiccion mas evidente. Los ministros de esta bandería que presumian ser hombres de la época, se vieron supeditados por sus rivales, mas ardientes, mas fogosos, y tambien mas lógicos. En medio de estas luchas, continuaba el mismo sistema de persecucion; continuaban las comisiones militares designando víctimas; continuaban las propias escenas de rigor y crueldad, indignas de una nacion civilizada, sin que la fraccion estrema se diese aun por satisfecha.

No abatió sus ánimos ni desarmó su rigor, la mala fortuna que habia cabido al alzamiento de Bessieres; golpes mas en grande estaban preparando en Cataluña los que se decian agraviados, ó porque no se habian recompensado suficientemente sus servicios, ó porque no se refrenaban con bastante rigor las aspiraciones de los liberales. En el último tercio del año 1827 estalló en aquel pais una séria insurreccion', promovida por varios gefes que habian pertenecido al ejército de la fé, y que atrajeron ahora un gran número de sus antiguos partidarios á sus estandartes. Lo mismo que Bessieres, hicieron creer que obraban de inteligencia con la corte, cuyos designios secretos servian con este alzamiento de bandera; mas por segunda vez desautorizó el gobierno una insurreccion que podia esponerle á

los mas sérios compromisos. Contra los amotinados en Cataluña, se pusieron en movimiento tropas, tanto del pais, como de las provincias inmediatas. El mismo conde de España que habia acabado con los de Bessieres, pasó de real órden á estinguir la insurreccion de Cataluña. Fueron idénticos los resultados, aunque los medios de accion se proporcionaron á lo sério de la resistencia. Los insurrectos, viéndose solos, sin los grandes ausilios con que sin duda los habian lisonjeado, desistieron de su resolucion descabellada, y se dieron á partido bajo no duras condiciones. Sus apoyadores eran poderosos, y sus pretensiones no sonaban mal á los oidos de los mismos que los combatian.

De esta pacificacion de Cataluña, fué por lo pronto víctima el partido liberal que habia respirado un poco al abrigo de la lucha. Sea con el fin de lisonjear algo á los agraviados, ó porque entrase en el carácter del nuevo gefe militar, se entabló un sistema de persecucion y de rigores tales, como no los habian sufrido todavia los constitucionales despues de su aciago vencimiento. Se abrieron nuevamente las cárceles y los calabozos: con furor inquisitorial se hicieron pesquisas sobre los actos pasados, con nueva saña se perpetraron castigos y se derramó sangre en los cadalsos. Por espacio de mas de dos años temblaron al nombre del conde de España, no solo los que habian pertenecido al bando liberal, sino los que por cualquiera otro motivo podian incurrir en su terrible desagrado.

El movimiento de los vencidos se creyó de tanta consideracion, que el Rey se puso en camino de Cataluña, por Valencia. Mas cuando llegó al Principado, ya habian vuelto á su deber los que iba á imponer con su presencia. Despues de haber permanecido en Barcelona algunos dias, tomó la vuelta de Zaragoza; pasó á Pamplona y recorriendo las Provincias Vascongadas, se restituyó á Madrid despues de una ausencia de pocos

meses.

Alarmóse la Europa dos años despues con la caida de un trono que parecia asentado sobre las bases mas seguras, y de una dinastía la mas antigua de cuantas regian los destinos de los

pueblos. Hablamos del sucesor de Luis XVIII, Cárlos X, que no contento con seguir la política de su predecesor, tomó parą llegar al poder absoluto, que era el gran desideratum de ambos, una senda que juzgó mas corta, por ser mas atrevida; pero al cabo de la cual, solo encontró la boca de un abismo.

Despues de haber vivido bajo el régimen de seis Constitu→ ciones en el corto periodo de veinte y tres años, inauguró Fran cia la restauracion de los Borbones, con una, copiada en parte de la inglesa; no en cuanto al origen y la procedencia, pues la Carta de Luis XVIII, se consideraba como un don, como cesion graciosa de una parte de su soberanía. Tuvo la Francia, su Cámara de diputados nombrados por un cuerpo de electores; su Cámara de pares designada por la corona, y ademas heredi taria. No podia ser mas grande, como se ve, la semejanza de las formas: la diferencia estaba en las circunstancias, en los pasos que para llegar á la misma situacion habian dado los dos pueblos. La Constitucion inglesa no es un libro, segun ya hemos dicho antes de ahora, de mas é menos páginas: está en sus leyes, en su propia historia, en sus costumbres, en sus usos, en su educacion, en tradiciones que han pasado de los padres á los hijos y á los nietos. Sin estas instituciones, no concibe el pueblo inglés que pueda haber, existencia política para la nacion: el francés al contrario, no solo carecia de hábitos constitucionales, sino que enrigor, bajo los auspicios de ninguna ley fundamental habia vivido. Nació casi muerta la Constitucion de 1791, entre agitaciones y revueltas; pereció á cañonazos en el palacio de las Tullerías. Es quimera buscar órden y régimen legal en medio de sangrientas convulsiones, cuando la salvacion de la Francia pendia del: ejercicio de una tremenda dictadura. Murió la directorial y por las mismas causas, á manos de Napoleon, el 19 de Brumario, sino habia dejado de existir el dia anterior, con la disolucion del directorio, La consular, no habia tenido mas objeto que dar una sancion legal al poder despótico del primer cónsul, móvil de todo, centro de todo, árbitro de los destinos, el Estado, en fin, encarnado en su persona.

De la Constitucion imperial no hay que hacer mencion, no

siendo mas que la primera, con un cambio de título en el su premo gobernante. Al cabo de diez años de despotismo, de gloria militar, de conquistas y grandeza, se cansó la Francia de un señor que la habia traido al borde de su ruina, y tal vez se creyó libre y emancipada para siempre de la opresion, porque se hallaba una Carta en las manos del Rey que sus vencedores le imponian.

Mas los franceses no tenian el hábito de otro poder legal, que el sancionado por la fuerza. Por la de las circunstancias les otorgaba la Carta Luis XVIII. Paris vaut bien une charte, decia en Saint Ouen, á las puertas de la capital; anuncio claro del modo con que iba á funcionar la nueva Constitucion que se llamaba inglesa.

El Rey de Francia resuelto á ejercer el poder supremo en todo el rigor de la palabra, debió de pensar en desvirtuar, en falsear la Carta que en cierto modo se le habia arrancado. Nada le era mas fácil sinestra limitarla. La Cámara de Pares la nombraba él mismo, con las facultades de ensancharla: en la composicion de la electiva, tenia los medios de todo género de influencia; primero, en los electores; despues, en los mismos elegidos. Aeste, el alhago: al otro, la amenaza: aqui, el aliciente del favor, de la gracia, del destino; alli, el ceño de quien lo puede todo; la espada del castigo, suspendida siempre sobre la cabeza de quien no la dobla. ¿Cómo con tantos medios no podria tener aquel Rey dos Cámaras obedientes y obsequiosas? Asi en vez de ser un obstáculo á las miras del poder, no fue el parlamento sino una máquina mas de administracion, una especie de editor responsable de los actos mas importantes del gobierno.

Tuvo el de Francia una mayoría inmensa en las dos Cámaras. Pero los pocos diputados de la oposicion (las sesiones de los Pares no eran públicas) si no vencian dentro, preparaban y disponian de la opinion con sus discursos elocuentes. Por entonces la imprenta era libre, y el periodismo esforzaba los argumentos de los oradores. Por medio de estos órganos se convencia el público de que aquel sistema representativo era solo una ficcion, y que no tenia que esperar economías ni reformas de

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