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unos mandatarios servidores obsequiosos del gobierno, que se les mostraba á su vez amable y al mismo tiempo agradecido. No podia ser mas estrecha la falange que formaban estas fuerzas; ni en el terreno de la estricta legalidad, habia para sus adversarios medio alguno de combate.

Reúnase á este disgusto la pugna sorda á veces, ruidosa en ocasiones entre lo nuevo y lo viejo, lo pasado y lo presente, el elemento de lo que habia prosperado alabrigo de la revolucion, el que con furor la habia en todos tiempos rechazado. ¿Quién podia fundir lo que mútuamente se excluia? ¡Los triunfos de unos, humillaciones de otros! ¡Por todas partes monumentos asombrados de encontrarse juntos! ¡Sobre la columna de Vendome donde respiraban las conquistas del imperio, ondeando la bandera blanca que habia hecho liga con los soberanos cuyas derrotas proclamaba!

¿Quién estrañará que una nacion donde tal elemento de antagonismo dominaba, que los desengañados del gobierno representativo, que los asustados del espíritu de reaccion que á los vencidos y proscriptos de otro tiempo dominaba, hubiesen saludado con entusiasmo la vuelta del que con tantos tesoros de gloria los habia dotado; que saliesen á echarse en sus brazos; que se apresurasen á sembrar de flores el camino, que en veinte dias le condujo de las orillas del mediterráneo á las márgenes del Sena? La libertad de que gozaban era ilusoria; reales y positivas, las conquistas y glorias de que estaban despojados. Y si desengañado como se vió Napoleon de los errores de su despotismo emprendiese otra carrera, si á sus antiguos laureles de conquistador añadiese los de protector de las libertades de sus pueblos, ¿qué se resistiria á la mágica seduccion de perspectiva tan magnífica?

Asi entre el abandono de un sólio por el Rey de la restauracion, y su nueva ocupacion por el antiguo soldado de fortuna, no mediaron mas que instantes: asi la Francia cerró los ojos ante el abismo que acaso volvia á abrirse bajo sus pies, para fijarlos en el astro que tan radioso tornaba á levantarse sobre el horizonte. Mas la ilusion de la reconquista de sus libertades duró poco. El

acta adicional que con tanta solemnidad y pompa proclamó el Emperador, daba la medida de lo mezquino de sus sentimientos, tratándose de principios liberales. Acaso Napoleon se vituperó por su parte haber andado tan esplendido, y á coger laureles que en los campos de Waterloo daba ya por suyos, tal vez hubiese cerrado un parlamento que aun en el tumulto de la lid le importunaba..

Su nuevo reinado fué un sueño de cien dias; una doble humillacion preparaba su caida: á la Francia, de aceptar segunda vez un monarca por las bayonetas estranjeras: á Luis XVIII, la de verse de nuevo restaurado por sus antiguos protectores. La Carta otorgada volvió á regir de nuevo, y con los mismos resultados. El Rey era hábil, y sabia ceder á declaradas tempestades. Gefe en cierto modo de un partido, no ponia ceño á las exigencias del contrario. Atento á cuanto pudiera halagar su dogma favorito, tomó parte interesada en todos los planes de la Santa Alianza, que tenian por objeto fortalecerle y sancionarle. Se concibe por lo mismo cual seria el despecho de este Rey, tan celoso de ser la fuente de todo poder, al restablecerse en España una Constitucion, que trasladaba el suyo al parlamento.

Luis XVIII murió tranquilo, creyendo tal vez que trasmitia una autoridad duradera á su familia. No se sabe lo que hubiese acontecido, si el sucesor heredero de sus ideas lo hubiese sido asimismo de su carácter circunspecto. Cárlos X cra mas vivo, mas fogoso, mas hombre del antiguo régimen; mas franco, mas abierto, menos disimulado enemigo de cuantas conquistas habia hecho la revolucion, mas propenso á proteger las pretensiones de los emigrados; mas firme en el apoyo que se daba al jesuitismo, ya preparado á estender su dominacion por toda Francia. Se mostró Cárlos X mas impaciente de consumar la obra: dió pasos mas rectos, mas agigantados, sin arredrarse por tantos síntomas de descontento que la capital á cada instante presentaba. Menos escrupuloso en rodearse de hombres sospechosos, tal vez le lisongeaba la idea de que no fuesen un misterio sus designios. Deslumbrado él, y creyendo á la Francia deslumbrada con su triunfo en Argel, se arrojó lleno de confianza con dos de

cretos ú ordenanzas, al campo del combate. Con el uno echo abajo una Cámara de diputados, en el acto mismo en que acaba ba de formårse. Con el otro trató de imponer silencio acerca del primero,echando grillos á la imprenta.

La medida del descontento estaba llena. Protestaron los pe riodistas las tropas que se enviaron á romper las prensas, fueron repelidas. Se trabó un combate; bajaron los parisienses á la arena, contra la Guardia real y demas tropas de la guarnicion: hé aquí llegadas las tres famosas jornadas de julio, que ocupan en la historia un lugar tan distinguido. Peleó el pueblo con furor: á cada instante menguaba el de los defensores del monarca. El dia 28 pudo este sosegar la insurreccion, revocando las fatales ordenanzas; el 29 conseguir lo mismo, pero ensanchando la esfera de los sacrificios. El 30, fué posible la proelamacion de una república; mas no la permanencia en el trono de la rama primogénita de los Borbones. Tuvo Cárlos X que abdicar un cetro, y tomar con su familia el camino de Cherburgo, donde dijo un adios para siempre à las playas de la Francia. ¡Asi cayó por segunda vez su dinastía!

La república contaba en París con muchos y ardientes partidarios; mas chocaba demasiado esta idea con recuerdos funestos, para que la generalidad de los hombres moderados la adoptase. Un personage estaba á mano, el duque de Orleans, Borbon tambien, de la segunda rama, blanco de enemistad casi en todos tiempos de la primogénita. Contribuia este desfavor á su popularidad, sostenida ademas en la reputacion de sus principios y conducta. Durante los tres dias se hallaba ausente de Paris; la opinion pública le llamaba á ocupar el trono que Cárlos X dejó vacante. El anciano La Fayette dijo que el trono de Luis Felipe era la mejor de las repúblicas, y fué creido. Doscientos y veinte y un diputados que se reunieron apresuradamente, le confirieron tan alta dignidad: el 9 de agosto juró en su seno Luis Felipe como Rey de los franceses la nueva Carta, ó mas bien, la Carta adicionada que habia preparado la Asamblea. Se adhirió la Francia entera á lo que habia hecho el pueblo de Paris, representante, órgano y regulador suyo en todos tiempos. Se

TOMO III.

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izó por tercera vez la bandera tricolor, que anunciaba el principio de una nueva época.

Fué la revolucion de julio de un alcance prodigioso; un mentis solemne del principio famoso de la legitimidad, á quien desde 1815 rendian culto religioso las potencias del continente de la Europa. Un Rey destronado por sus súbditos, otro Rey levantado sobre el escudo sin tener en cuenta que no era el heredero de la monarquía, fue el mayor atentado posible contra el detecho público sancionado por un millon de bayonetas. Los soberanos de la Santa Alianza se alarmaron: se inquietó por su parte el nuevo Rey de los franceses, temiendo, no solo sus iras, sino la posibilidad de verse precisado á tomar una resolucion que repugnaba á su política; porque la voz de propaganda se pronunciaba por muchos que creyeron ver ya reducidos á polvo los tratados de 1815, tan fatales para el orgullo de la Francia. Mas la misma voz llegó tambien á los oidos de los soberanos espantados: el reconocimiento de la nueva dinastía, les pareció preferible á una guerra de principios; no queria otra cosa Luis Felipe.

Casi por el mismo tiempo se emancipaba la Bélgica de los paises bajos. Algunos meses despues estalló una revolucion en la Polonia.

Los emigrados liberales españoles, ansiosos de aprovechar cualquiera coyuntura que pudiese abrirles la puerta de su patria, saludaron gozosos la revolucion de julio que les pareció una nueva era para los destinos de la Europa. ¿No habia de producir eco esta revolucion en uu pais trabajado por siete años de tiranía y de persecucion, que pesaba sobre tantos hombres benemé. ritos? ¿No era aun llegado el tiempo de enarbolar por tercera vez la bandera de la libertad que borrase tanto oprobio? ¿No acudirian los liberales españoles al llamamiento de sus hermanos espatriados, que viniesen á darles ejemplo de valor y decision arrojándose al seno de su patria?

Hé aquí la idea, el pensamiento que pocos dias despues de la elevacion de Luis Felipe, llevó á tantos emigrados á la frontera de los Pirineos. No faltaron medios pecuniarios que les fa

cilitasen el viage y los surtiesen de armas. Lo que contribuyó mas á fomentar las ilusiones, fué que el mismo gobierno francés coadyuvó por su parte á la empresa, suministrando pasaportes y hasta dinero á los que lo necesitaban, para trasladarse á la frontera. Mas ausilios dió aquel gobierno, aunque con la reserva que entonces convenia á sus designios. Era su política favorecer y no favorecer, segun bajase ó subiese el barómetro del negocio de su reconocimiento por el Rey de España. Los emigrados se creyeron los hombres mas felices con esta proteccion inesperada; volaron á la frontera, se organizaron, se armaron á la vista, ciencia y paciencia de las autoridades francesas, que no ponian á nada el menor impedimento. Para dar mayor solemnidad á su entrada en España á mano armada, crearon é instalaron en Bayona una especie de gobierno.

¡Vanas ilusiones! Los que soñaban verse rodeados de patriotas acudiendo con apresuramiento á su bandera, se encontraron con tropas enemigas que los aguardaban para esterminarlos, y lo hubieran sin duda conseguido si haciendo por el pronto una falsa retirada, los hubiesen dejado internarse para envolverlos en seguida, cortándoles la suya; mas ó tuvieron el esperimento por peligroso, ó no quisieron adoptar un sistema de odiosa crueldad, con la efusion de tanta sangre. Bastante fué la repulsa y persecucion en seguida de que fueron víctimas: bastante y harto el número de los que cayeron en sus manos, fusilados despues en los fosos de Pamplona. Allí terminaron sus dias algunos militares distinguidos. Animando sus tropas al combate, cayó al furor del plomo enemigo el coronel D. Joaquin de Pablo, conocido en la guerra de la independencia con el nombre de Chapalangarra.

Mientras estas ocurrencias, reconocia Fernando á Luis Felipe. Los refugiados españoles fueron en el momento desarmados por las autoridades francesas, y recibieron órden de internarse. En todo el mes de noviembre, apenas quedó uno solo entre los Pirineos y el Garona.

La intentona de los emigrados que tan cara habia costado á muchos de ellos, no produjo en el interior mas efecto que exar

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