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inmunidad de todo procedimiento judicial, por su conducta política anterior, y la libertad de volver al seno de sus familias, á la posesion de sus bienes ó ejercicio de su profesion, al, goce de sus derechos, grados y honores, y á la opcion de las gracias que merecieren de mi gobierno, á los ex-diputados D. Agustin Argüelles, D. Alvaro Gomez Becerra, D. Angel Saavedra, Don Antonio Perez de Meca, D. Antonio Velasco, D. Cayetano Valdés, D. Diego Gonzalez Alonso, D. Dionisio Valdés, D. Domingo Ruiz de la Vega, D. Felipe Banzá, D. Gregorio Sanz de Villavieja, D. José Moure, D. José Muro, D. Juan Oliver, D. Ma. nuel Herrera Bustamante, D. Manuel Llorente, D. Manuel Sierra, D. Mariano Lagasca, D. Mateo Aillon, D. Mateo Seoane, D. Martin Serrano, D. Miguel de Alava, D. Pablo Montesino, D. Pedro Alvarez Gutierrez, D. Pedro Bartolomé, D. Pedro Juan de Zulueta, D. Pedro Surrá, D. Ramon Adan, D. Ramon Gil de la Cuadra, D. Rodrigo Valdés Busto y D. Vicente Salvá, de cuyo pacífico y leal proceder estoy asegurada; sin que sea mi real ánimo escluir por esta designacion nominal á los demas de igual ó de distinta clase á quienes yo conceda la misma gracia, por inspirarme confianza de conservar la subordinacion y tranquilidad que ha menester el pueblo para su reposo, y el gebierno para dedicarse sin obstáculos á labrar la prosperidad de la nacion, etc. »

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Se vé en efecto, que no están comprendidos en la lista anterior muchos hombres que se hicieron célebres en aquellas Córtes por la fogosidad de su elocuencia, por el rango que ocupaban en el partido á que se daba entonces el nombre de exaltado.

Los amnistiados por este segundo decreto, no regresaron por el pronto al seno de su patria. Temian reacciones, como era natural, en el estado de inseguridad en que por el choque de los partidos se hallaban los negocios públicos. Todos, sin embargo, respondieron en términos de agradecimiento al oficio en que se les comunicaba dicha gracia. Argüelles fué del número. Todavia nos quedan cosas muy importantes, antes, que le veamos de -nuevo sobre el teatro de la vida pública.

El 24 de aquel mes tuvo lugar la proclamacion solemne de

TOMO III.

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la Reina Doña Isabel II. No describiremos las ceremonias que acompañaron un acto siempre importante, y que en aquellas circunstancias, sobre todo, era de inmensa trascendencia. Se hizo la primera proclamacion en la misma plaza de Palacio, habiéndose presentado al balcon la Reina y su madre la gobernadora, los infantes, los ministros y otros grandes personages de la corte. El alférez mayor del reino tremolando el pendon, repetia tres veces «Castilla! Castilla! Castilla! por la señora Reina Doña Isabel II (Q. D. G.)» á cuyas voces respondieron con aplausos y vivas el concurso inmenso que atrajo la pompa de aquella ceremonia.

Mientras tanto se daban decretos importantes para populari zar aquel nuevo órden de cosas, y atraer mas partidarios al gobierno de la Reina; cumpliendo el programa del despotismo ilustrado, gran principio que se habian propuesto los que entonces gobernaban.

Se atendió á la instruccion pública; á la mejora de varios ramos de administracion; á borrar las huellas que habia dejado la de los diez años anteriores; á que se concibiesen las mas halagüeñas esperanzas de aquel reinado, que en medio de un conflicto tan fatal, se inauguraba. Ninguno de estos pasos produjo ́el efecto de estinguir la hoguera de la guerra civil, que tomaba al contrario cada vez mas incremento.

Preocupaba esta los ánimos de la generalidad, y absorvia las principales atenciones del gobierno. La nacion se hizo militar 'por la tercera vez; y con nuevos alistamientos de una y otra parte, se cubrió de combatientes. ›

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Si los carlistas al alzar su estandarte se hubiesen contentado con proclamar la observación de la ley sálica, se hubiese considerado aquella guerra civil, como de mera sucesion en que dos 'personas se disputaban la herencia de la corona, alegando cada uno sus derechos, disputados con las armas en la mano. Mas Don Carlos no era simplemente una persona; no era meramente la espresión de una ley estranjera que jamas habia tenido arraigo, ni aplicacion en nuestro suelo; representaba un principio político de la más alta trascendencia; reclamaba derechos esclusivos;

defendia intereses incompatibles con la civilizacion del pais; provocaba pasiones que en varios períodos habian cubierto á la nacion de luto. Los mismos hombres, ó mas bien el mismo partido que se habia declarado acerrimo enemigo de la Constitucion de Cádiz, el mismo partido que á su caida en 1823 habia rechazado con furor toda idea de indulgencia, de olvido, de una administracion templada y conciliadora; el mismo que habia puesto, las armas en manos de Bessieres, sublevado á Cataluña, rodeado el lecho del monarca moribundo para arrancarle el deshere damiento de sus hijas, y soplado el fuego de la insurreccion cuando vieron frustrados sus perversos planes, eran los que ahora enarbolaban la bandera de la guerra civil, invocando la ley sálica. ¿Qué les importaba la ley sálica? Era la suya impedir para siempre en España un gobierno racional, con el menor viso de ilustrado; era destruir de una vez cuanto pudiese amenazar ó comprometer en lo mas mínimo sus derechos esclu sivos, la preponderancia omnipotente que estaban acostumbrados á ejercer en todos tiempos. Las mismas acusaciones y elementos; las mismas pasiones que habian concitado contra los cons titucionales, tenian por blanco á los cristinos, nombre que die ron á los partidarios de la reina. Los primeros, eran liberales; los segundos, regidos por el sistema del absolutismo; ¿qué les importaba? Para ellos era igual el código de Cádiz, al sistema favorito de Zea Bermudez; tal vez era, este objeto de mas aversion, por creerle mas hipócrita y considerarle como desertor de sus principios. Con los epitetos de impío y de irreligioso se estigmatizaba el gobierno de la Reina Gobernadora. Iguales peli gros amenazaban, segun sus programas, al altar y al trono con su administracion, que con la de los antiguos liberales; igual necesidad tenia España de que los verdaderos campeones de la religion alzasen su bandera, para evitar á España la suerte de que la amenazaban los impíos. Igual lenguaje, en fin, que el que usaban ya en el año 12 los enemigos de reformas políticas, porque eran idénticos los intereses. Y todavia se dirá tal vez, que si la Constitucion de Cádiz suscitó enemigos, fué por sus tendencias democráticas.,

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Así se planteó netamente la cuestión política. El trono para D. Cárlos; derechos esclusivos, perpetuidad en el poder para sus principales partidarios; pasiones, fanatismo religioso, para la grey que habia acudido á su bandera. Nada habia mas acepto á Dios, que combatir á los enemigos de la religion y del trono; nada mas justo y mas equitativo, que perseguir, que despojar, qué esterminar á los que estaban empeñados en causa tan diabólica. ¿Y cuál era la pasion, el principio dominante en los defensores de la Reina? ¿La pragmática sancion? Los carlistas proclamaban algo mas que la ley sálica. ¿La mera adhesion, los sentimientos de fidelidad á una persona? La de D. Cárlos era el medio y no el fin á que tendia su partido. ¿Los principios del despotismo ilustrado? No los comprendia la generalidad: la nacion estaba dividida en liberales y serviles. Todos los que no propendian á D. Cárlos, aspiraban á mas que á ser discípulos de Zea Bermudez. En el entusiasmo con que saludaban el advenimiento de Isabel II, iba mezclada la esperanza de que su gobier no se apoyase en otras bases, y proclamase otros principios que los del absolutismo puro. De estos principios, era representante legítimo D. Cárlos. ¿No era natural y lógico, que en la bandera de su rival se escribiesen otros diferentes? El apresuramiento con que los liberales acudian á alistarse en su bandera, ¿no era un indicio manifiesto de que la Reina era para ellos un principio, una idea, asi como D. Cárlos era el representante de la suya? Todos vieron en el manifiesto de Zea Bermudez una obra transitoria, debida solo á lo premioso de las circunstancias, falsamente calculada para quitar todo pretesto de insurreccion al bando opuesto, como si las ideas de la civilizacion del siglo tuviesen algo para él de agradable y lisongero. No se engañaron los que pensaban bien, en sus racionales conjeturas: ninguno dud de que la política del gobierno de Isabel adoptaria la reso' on de hacer concesiones en sentido liberal, como un medic seguro de aumentar el número de sus partidarios. Era un pensamiento que ocurria á todo el mundo, como que estaba tan arreglado á los principios de la sana lógica. Los emigrados que regresaban al seno de su patria, eran los primeros en alimentar esta espe

ranza. Ninguno de los muchos militares que entre ellos se conta ban, acudió á alistarse en las banderas de D. Gárlos: casi todos pidieron servicio en el de la Reina, á pesar de verse postergados: en su carrera y privados de los empleos que habian obtenido en la época constitucional, porque con esta condicion habian sido admitidos en el gremio de la gran familia. Mas si el presente no éra feliz para ellos, se vestia el porvenir de colores halagüeños.

Hé aquí el pensamiento que dominaba en los ánimos de los liberales; lo que era objeto de todas las conversaciones, lo que traspiraba en los diarios políticos, á pesar de que la imprenta nó era libre. En vano el gobierno se esforzaba en disipar las naturales ilusiones, impidiendo la circulacion de algunos periódicos, suprimiendo otros totalmente, haciendo siempre la misma profe sion de sus doctrinas, declarando que jamas variaria su política. ¡Vanas pretensiones! La esperiencia habia mostrado que no era posible otro despotismo en España que el brutal, que el apoyado en los medios que le habian sostenido en la época de los diez años. Se reproducian los mismos periódicos con distintos nom bres; y por mucha que fuese la vigilancia de los censores, era la imprenta, de hecho, casi libre. No hay, en efecto, mas medios de acabarla, que suprimirla completamente, que prohibir la emision de todo pensamiento en materia política, de legislacion, de cuan to concierne á sistemas de gobierno. Se tocó, pues, prácticamente, que era imposible el programa de Zea Bermudez. Tuvo que ceder su autor al torrente de la opinion conjurada contra sus doctrinas, y en la Gaceta del 16 de enero de 1834 apareció el decreto que le exoneraba de su cargo de ministro, mandándole pasar al desempeño de la plaza efectiva en el consejo. - Fue de gran significacion en aquellas circunstancias el nombramiento que para reemplazarle se hizo del Sr. Martinez de la Rosa, ministro que habia sido en la época constitucional de los tres años. A este nombre tan conocido en España, como diputado, como ministro, como literato, se agregó otro, el de D. Nicolás María Garelly, de la misma época, ministro de Gracia y Justicia con igual fecha.

olvió en este nombramiento el público, el principio de una

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