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partido: se pusieron sobre las armas las tropas que restaban, y asimismo los milicianos nacionales. Tambien acudieron á tomarlas los mismos empleados del gobierno. Se dió el mando de todas las fuerzas de Madrid al general Ballesteros. Al frente de una columna rápidamente organizada, salió aquel mismo dia el general conde del Avisbal, inspector general á la sazon de infantería.

Recogió el general en el camino y agregó á sus filas los dispersos que volvian del campo de la accion, y sin detenerse un momento se dirigió á Guadalajara, de cuyo punto acababan de apoderarse los facciosos.

Muy pronto se travó un segundo combate, en que la victoria quedó por parte nuestra. Arrojó con vigor el conde del Avisbal á los facciosos del puente de Guadalajara, donde habian querido hacerse fuertes, y echándolos en seguida de la ciudad, los persiguió sin tregua ni descanso hasta las márgenes del Tajo. Continúo el general Empecinado en el cargo de hostilizarlos, y el conde regresó á Madrid donde fué nombrado por el gobierno, capitan general de aquel distrito.

No podia haber ocurrido un lance mas desagradable para el ministerio que la fatal derrota de Brihuega, ni tan satisfactorio para los enemigos que en sus apuros se gozaban (1). Mas ¿qué

(1) Es singular el tono con que mencionan este desastre los dos autores ya citados. «Grande fué el conflicto en que esta circunstancia puso á ese gobierno que hacia solo 15 dias habia tirado el guante á la Europa entera.» (Marqués de Miraflores, página 176). ¿Qué tenia que ver aquella circunstancia con el asunto de las notas? El gobierno no habia tirado ningun guante. A todo mas, le habia recojido. Es enormísina la diferencia.

El autor anónimo de la historia del reinado de Fernando VII dice: «De este modo demostró el ministerio incensado por los periódicos, que carecia de medios para vencer una inesperta banda de realistas, mientras provocaba la ira y la pugna de millones de estranjeros.» (libro XI página 45.)

No todos los periódicos incensaban al ministerio. La banda inesperta de realistas que habia obtenido una ventaja en Brihuega fué vencida en el puente de Guadalajara y perseguida hasta el Tajo, desde donde retrocedió nuevamente acosada por nuestras tropas, tomando, segun el mismo autor citado, el camino de Aragon y de Valencia. Si victoriosa estaba, ¿cómo abandonó á Castilla la Nueva? Cómo dejó de amenazar, de inquietar la capital, objeto entonces de tanto interes para el bando absolutista?

falta se podia echar en cara al ministerio en aquella desgracia no prevista, y para cuya reparacion se habian tomado cuantas medidas se creyeron necesarias?

La salida de los embajadores de Madrid, y sobre todo del de Francia, daban ya pocas esperanzas de que aquel negocio se arreglaria sin conflictos materiales. El gobierno no disimuló la posibilidad de una guerra, despues de haberse roto tan bruscamente todas las relaciones diplomáticas. Las notas de las tres potencias del Norte habian sido un ultimatum, y aunque la de Francia parecia abrigar sentimientos mas pacíficos, era bastante clara para cualquiera que quisiese comprenderla. Todo estaba dicho de una y otra parte, y la cuestion vital colocada en un terreno muy desembarazado y limpio.

La actitud que habian tomado el gobierno, las Córtes y ef público en general con motivo de las comunicaciones de la Santa Alianza, burló sin duda la esperanza que habian concebido de embarazar, de confundir, de dividir los ánimos, de poner en pugna á los partidos, de promover nuevos pronunciamientos de la parte sana de la nacion, en favor del derecho divino del monarca. La union, al contrario, que tan odiosas manifes taciones produjeron, no podia ser del gusto, sobre todo de la Francia, á quien estaba encomendada la vanguardia de la cruzada absolutista. Natural era que pensase en recobrar el terreno que tan imprudentemente habia perdido, y encomendar á los ardides de la guerra subterránea, lo que no se habia podido lograr con ataques á campo descubierto. Poco despues, en efecto, de la salida de los embajadores, comenzaron á bullir por lo oscuro algunos emisarios, oficiosos unos, con mision otros, quienes estranjeros y algunos nacionales, que esparcian entre unos y otros, y con el aparato del misterio, las especies que podian infundir la desconfianza y la desunion en ánimos débiles, que con motivo de las famosas sesiones del 9 y 11 de enero, se creian tal vez con sobrados compromisos. «El asunto, decian estos emisarios, no está del todo concluido; los soberanos estranjeros no han cerrado el camino á la conciliacion y á la avenencia. En el estado peligroso que se halla la nacion, algunos sa

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crificios son indispensables; las exigencias no son muchas; mas con un gobierno tan obstinado en no ceder nada, toda negociacion es imposible. Lástima es que hombres por otra parte tan patriotas, lo echen todo á perder y comprometan la suerte de la nacion, por su poco tino y falta de esperiencia en asuntos diplomáticos. Estas insinuaciones presentadas bajo mil formas, segun la persona á quien se dirigian, hacian una impresion que redundaba en descrédito del ministerio. Dudaban unos; se entregaban otros á esperanzas halagüeñas, mientras no faltaban quienes comenzaban á creer, que en la conducta del gobierno y de las Córtes, se habia estralimitado la línea de la circunspeccion y la prudencia. Los ministros nada sabian de estas disposiciones soñadas de las potencias estranjeras; ninguna proposicion nj sombra de proposicion se les habia hecho desde la salida de los embajadores; mas todo esto se hallaba calculado para aislarlos de sus amigos, para hacerlos sospechosos, al menos de incapacidad, y preparar las vias á un cambio de administracion, que era el gran desideratum para los que en tantos sentidos nos hacian la guerra. Si alguno en el seno del Congreso los hubiese interrogado sobre el particular, habrian respondido con franqueza; mas las dudas é inquietudes, no se manifestaban jamas en el salon de las sesiones. A los amigos que les preguntaban en particular, respondian con lisura. ¿Qué hay de nuevo? Nada. ¿Qué proposiciones se han hecho? Ninguna. ¿Pues no se han presentado tales y tales condiciones? No al gobierno. Tal vez los gabinetes se entenderán con otros que con los ministros. ¿Tendremos guerra? Es muy probable. ¿Es inevitable? Asi nos lo parece. Mas estas respuestas tan sencillas y espresion de la verdad, dejaban en las mismas dudas á los que se les hacia creer, que los ministros ó tenian interés en ocultar las cosas, ό no querian ceder por necio orgullo (ministros de hierro los llama el autor anónimo citado, libro IX, pág. 69), ó que en rigor no querian tratar con ellos los gobiernos estranjeros. ¿Podia impedir el español la circulacion de especies tan estravagantes? ¿Podia ser culpa suya que á fuer de maquinaciones tan rateras, se oscureciese la cuestion mas clara en política que podia ofrecerse á los ojos del entendimiento?

Que las tres potencias del Norte no aspiraban ni deseaban reformas en nuestra Constitucion, debia ser evidente para todo el mundo. El gobierno español no sabia el tratado secreto celebrado entre ellos en Verona; mas por la historia de la Europa desde el año 14, por la de los Congresos, sobre todo de Tropau y de Laybach, y de las ocurrencias en Nápoles y el Piamonte, era para él tan claro como la luz del sol, tan cierto como un principio matemático, que el cambio en la Constitucion que deseaban aquellos soberanos, era convertirla en un sistema de puro absolutismo. Asi desde la respuesta á sus notas y la salida de los embajadores, nada dijeron, nada propusieron los vínculos de amistad ostensible que la ligaban con España, quedaron indefinidamente rotos desde entonces.

Se podia suponer que la Francia, gobernada por un sistema que se llamaba representativo, se hallaba en otras circunstancias. ¿Mas deseaba el gabinete francés cambios y reformas en el nuestro? ¿Qué ocasion mas oportuna se le podia ofrecer que cuando se exhaló en quejas y acriminaciones contra nuestra ley fundamental en su nota al conde de Lagarde, decir al mismo tiempo con franqueza con qué condiciones merecerian los españoles liberales su benevolencia? ¿Qué dijo entonces? Nada. ¿Qué dijo sobre el particular el conde de Lagarde, los dias que mediaron entre la partida de los tres embajadores y la suya? Nada. ¿Qué indicaban de neto y positivo los hombres oficiosos que se vendian por emisarios de aquel gabinete? Nada. ¿No era estraño que se hablase tanto de reformas y de concesiones, sin que nadie pudiese decir qué concesiones, qué reformas se pedian? Annque las Córtes y el gobierno quisiesen y pudiesen hacer estas concesiones y reformas, ¿estaban seguras del acierto? La Constitucion se podia modificar en mil sentidos, y era muy posible que trabajaran y se afanaran en hacer cambios, que en último resultado no acertasen á dar gusto. Empacho causa tratar ciertas cuestiones, y que hombres que se preciaban de ilustrados no comprendiesen, que si el gabinete francés aspirase á concesiones y reformas, hubiese sido absurdo en él conducirse como se condujo. No; no queria mas reformas que el absolu

tismo puro, el gabinete de las Tullerías. Al mismo anatema nos habia condenado que los tres soberanos del Norte, con quienes estaba ligado por el tratado de Verona, por cuyo primer artículo se obligaban del modo mas solemne à emplear todos los medios, y unir todos sus esfuerzos para destruir el sistema del gobierno representativo en cualquiera estado de Europa donde existiese, y para evitar que se introdujese en los estados donde no se conocía.

Aunque el gobierno español ignoraba el tratado, como ya se ha dicho, era para él imposible imaginar que el gabinete de las Tullerías, tan ansioso de achicar, desvirtuar, falsear, reducir á nada la carta que la necesidad le habia arrancado el año XIV (1), tuviese interés en establecer sistema representativo de ninguna clase en la Península. La lectura de la Gaceta de Francia, de la Cuotidiana y la Bandera Blanca, no hacian mas que confirmar una opinion que en vista de las circunstancias, equivalia á un axioma. ¿Cómo podia, hasta el mas rudo, desconocer, que si el gobierno francés deseaba verdaderamente una avenencia, debia comenzar por indicar, por establecer las condiciones? « Quiero la supresion de tal ó tales artículos de la Constitucion española; quiero la adicion de este ó de estos otros. Y si de cosas se trataba de pasar á personas: « Quiero que los ministros actuales dejen sus puestos, y como el primer paso para entablar las negociaciones, etc., etc. Asi nos hubié semos entendido, y hubiesen sabido los españoles amantes de la Constucion, á que atenerse.

Mas el gabinete de las Tullerías, comprometido con los otros por el tratado de Verona, nada de esto queria ni podia quererlo. Con la mision de acabar en España con las instituciones liberales, lo que queria era allanar el camino á sus tropas invasoras con la intriga, con la desconfianza mútua, con la sospecha y la discordia que sembraba en el campo de los defensores. Lo que queria era hacer creer, que todas las calamidades de que es

(1) Paris vaut bien une Charte, decia Luis XVIII en Saint Ouen, reproduciendo el dicho de Enrique IV, Paris vaut bien une messe. Los principios políticos del nieto, corrian parejas con los religiosos del abuelo.

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