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Hé aquí parte de lo que el ministro de relaciones estranjeras de Inglaterra escribia en 13 de febrero de 1823 á Sir Cárlos Stuart embajador en Paris, cuando se habia ya publicado el discurso del rey de Francia á la apertura de las Cámaras.

«En el caso (como deseamos que sea), de que el sentido de los principios adoptados en aquel discurso, como la base de lo que exige la Francia de la España, no sea si no que se dé estabilidad á cualquiera modificacion del sistema de la España, y una seguridad suficiente á la Francia, que justifique la cesacion de sus preparativos bélicos y de que el Rey de España libremente, y como una de las partes, consienta en dichas modificaciones (y sobre lo cual V. E. puede pedir al ministro francés, la confesion de si este es el verdadero sentido del dircurso de S. M. Cristianisíma), el gobierno británico tendrá el mayor placer en continuar haciendo en Madrid los mayores esfuerzos que le dicte su amistad, para adoptar los medios de recomendar la necesidad de una composicion. »

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Pero no debemos disimular al ministro francés, que se dá generalmente un sentido opuesto al párrafo de que se trata. El sentido que se da, es el de que las instituciones libres del pueblo español, solamente pueden ser recibidas legitimamente como un don espontáneo del soberano, luego que se le haya restituido su poder absoluto, despojándose despues él mismo de aquella parte del poder que le acomode. »

«No se puede esperar que la nacion española acceda á semejante principio, ni es posible que ningun hombre de Estado inglés pueda sostenerle. »

>Podemos en conciencia recomendar á la España, que modifique su Constitucion de 1812. El órden de las naciones justifica que una potencia dé á otra que sea su amiga, consejos para la mejora de sus instituciones interiores, siempre que esta sugestion se haga de buena fé, y no con espíritu de superioridad y de exigencia, y siempre que no se trate de sostenerla con la fuerza. Pero el gobierno británico jamas puede aconsejar á ningun pueblo que admita al tiempo de odoptar mudanzas, por ventajosas que sean, el principio que segun el último sentido del discurso de S. M.

Cristianisima, se previene por la Francia á la España. Semejante principio ataca tambien la raiz de la Constitucion inglesa.

«El gobierno británico no trata de presentar sus instituciones políticas, como el único sistema practicable de felicidad y libertad nacional. No trata de poner en cuestion la libertad y felicidad de que goza la Francia bajo de instituciones que emanan de la voluntad del soberano, y qué se presentan como otorgadas (octroyées) por el trono. Pero tampoco puede sostener la pretension de la Francia de que su ejemplo sea la regla de las demas naciones, y mucho menos puede admitir el que esta tenga un derecho particular para obligar á España á que siga dicho ejemplo, en virtud del parentesco de las dinastías reinantes de ambos estados. Este último motivo sujeriria al contrario recuerdos y consideraciones, por las cuales es imposible que lo Inglaterra pueda ser jamas abogada de pretensiones apoyadas en él (1).»

La Inglaterra, que tan altamente reprobaba, como se ve aquí, el principio de la intervencion reclamado por el gabinete francés, á que no se podia esperar que accediese el español, ni era posible que ningun hombre de Estado inglés, pudiese sostener, la Inglaterra, decimos, creyó ó afectó tal vez creer que se evitaria la invasion francesa, haciéndose en España algun cambio en la Constitucion, lo que entonces se llamaban concesiones, como si todo cuanto se adoptase en esta parte, no llevase ya el sello de la coaccion mas odiosa, como arrancado por las amenazas. Mas ni voluntaria ni forzosamente era ya posible cambio alguno. Sir William A' Court hizo algunas indicaciones, mas indirectas, sin contraerse á ningun punto (2). El gobierno inglés pensó entonces que el nombre de una persona tan autorizada y respetable en España como la del duque de Wellington, promoveria felizmente un asunto que no se podia ya llevar adelante por las vias ordinarias. Lord Fitzroy que habia sido su secretario de cam

(1) Véase el 42 de dichos documentos.

(2) En ninguno de los documentos insertados por el señor marqués de Miraflores, se verá nada contrario á nuestro `aserto.

paña, y estaba muy relacionado con varios oficiales españoles, sobre todo con el general Alava, uno de los miembros mas influyentes de las Córtes, traia por instrucciones una especie de memorandum del duque, en que sin contraerse á nada, daba buenos consejos y manifestaba la necesidad de que se hiciesen cambios en la Constitucion, para evitar el conflicto que á España amenazaba. Era imposible idear, ni empeñarse en paso mas inútil. Lord Fitzroy fué recibido con toda distincion por el gobierno español, y presentado por el general Alava á todos sus amigos. Con todos, es decir, los mas influyentes, entró en conferencias y en esplicaciones: el resultado fué una completa convicción de que se afanaba en vano. «He hablado con muchos españoles, decia en sus despachos; todos convienen en que pueden y deben hacerse cambios en la Constitucion; mas cuando se llega al modo, todos se encogen de hombros, diciendo que en aquellas circunstancias, no le alcanzan. » En efecto, no habia otra reforma que hacer, sino declarar á Fernando absoluto, y esperar de su benevolencia la parte de poder de que quisiese voluntariamente desprenderse. ¡Tales eran las pretensiones de la Francia! ¡Perspectiva halagüeña para los españoles amantes de la libertad, que tenian delante de los ojos la catástrofe espantosa de 1814!

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La venida de Lord Fitzroy, que no podia ser de ninguna utilidad, hizo al contrario mucho daño. Ninguno podia persuadirse de que semejante personage hiciese un viage á España, sin otro objeto que el de dar consejos amistosos. Los agentes secretos encargados de sembrar discordias; los que sin mas objeto que darse aires de importancia, se hacian los misteriosos, esparcieron la especie de que venia el lord inglés encargado de negociaciones de sumo interés ; que los gabinetes estranjeros comenzaban á usar lenguaje mas templado, que las cosas, en fin, no se presentaban con tal mal semblante como generalmente se pensaba: mas ¿qué se podia hacer, añadian, con un gobierno terco que á nada daba oidos, con unas Córtes infatuadas con su Constitucion, que tenian por el non plus ultra de toda perfeccion humana?

Es probable que el ministerio inglés no tenia una idea del

estado de las cosas en España. Reprobar por un lado el principio de intervencion alegado por el gabinete francés, y aconsejar al mismo tiempo concesiones que no podian considerarse si no como arrancadas por la amenaza, parecia notable inconsecuencia. Mas la posicion de la Inglaterra en todas estas negociaciones, era sumamente embarazosa. Desaprobabà y permitia. Miraba sin duda con malos ojos una invasion armada en la Península, sobre todo por franceses; mas no dio paso alguno efieaz para impedirla. Nuestra Constitucion no podia ser para ella objeto de ninguna simpatía. Nada habia hecho en su defensa cuando cayó en 1814, mostrándose indiferente, por no decir otra cosa, á una situacion que durante seis años fué para nosotros tan dura y tan calamitosa. Sin duda la miraba entonces con la misma indiferencia. Deseaba impedir, aunque indirectamente, la invasion; verificada esta, que no hubiese resistencia, que no hubiese guerra que podria embarazar su política dirigida á otros objetos. Sus agentes, ó los que este título se daban, no contribuyeron menos que los franceses á dar falsas esperanzas, á adormecer los ánimos, á infundir sospechas. La permanencia de su embajador, no nos fué útil: la venida de su ausiliar, nos fué perjudicial sin duda alguna.

Mientras en Madrid se daban tantos pasos, y tantas intrigas se cruzaban, no estaban ociosos en el campo de las negociaciones, los enemigos que en las filas del absolutismo se habian alistado.

Espulsada la llamada regencia del territorio español, como ya hemos dicho, funcionaba todavia, ó se daba los aires de tal en el de Francia. Se habian declarado contra esta regencia varios enemigos; unos personales, con el solo fin de suplantarla; otros, que mostrándose contrarios al absolutismo puro, propendian á cambiar la Constitucion de 1812, por otra á la francesa con dos Cámaras. Es inútil á nuestro propósito entrar en pormenores de los pasos que dieron unos y otros, cada uno en su sentido. Los reformistas llevaron, como no podian menos de llevar, lo peor de la batalla. Los de la Seo de Urgel alegaban sus antiguos títulos; el reconocimiento anterior, v sobretodo la

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buena acogida que habian tenido sus agentes en el Gongreso de Verona. Que tenian á su favor las simpatías de la Santa Alianza, parecia hecho innegable. Personages españoles los protegian por otra parte con fervor, en atencion á las doctrinas que altamente propalaban. El gobierno frances, sin dirimir abiertamente la disputa, sin dar esperanzas á los reformistas, sin salir del círculo estrecho que se habia trazado en el discurso del Rey Gristianísimo, y en la última comunicacion á su embajador, que hemos insertado, se contentó con nombrar una junta provisional para obrar, hasta que sus ejércitos llegasen á Madrid, donde se encontrarian con instrucciones de Fernando.

La invasion era ya segura para todos los hombres de algun buen sentido: el gobierno habia contado con la guerra desde las manifestaciones de la Santa Alianza, y aun antes cuando supo la reunion de sus plenipotenciarios en Verona. Desde el principio de su administracion habia sido su pensamiento principal allegar fuerzas, hacerse con recursos para tenerlas sobre el mejor pié posible de organizacion, instruccion y disciplina. De todos los gefes militares conocidos por su aptitud y antecedentes ventajosos, echó mano. Entonces no habia mas guerra que la de los facciosos; mas entrevia la posibilidad de otra mas séria, de compromisos mucho mas terribles.

Convencido ya de que era inevitable la invasion francesa, trató de una organizacion mas en grande, poniendo todas las fuerzas militares bajo el mando de algunos cuantos generales distinguidos. A la cabeza del ejército de Cataluña quedó el mismo general Mina, á quien se acababa de promover á la clase də teniente general, en premio de sus servicios distinguidos. No podia menos de merecer la aprobacion de todos, el nombramiento de este gefe en tan solemnes circunstancias.

Se dió el mando de todas las fuerzas de Navarra, Aragon y el litoral del Mediterráneo, al general Ballesteros, tan conocido y célebre en la guerra de la independencia. Se habia mostrado este sumamente adicto á los principios liberales desde el marzo de 1820. Fué individuo, como hemos visto, de la junta consultiva; nombrado consejero de Estado, y citado siempre como

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