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ficiosas, sino de movimientos lentos y ordenados, que indican las tranquilas afecciones de un corazón inocente y sensible. Si esta es ó no una ventaja para los pueblos que la melindrosa corrupción tiene por bárbaros, no parece un problema difícil de resolver.

DON LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN

(1 760-1 828)

El folleto de la Derrota de los Pedantes apareció en I 789.

Moratín, el hijo, descuella sobre todo por su admirable prosa dramática, que no se había vuelto á escribir desde la Celestina de Rojas y la Dorotea de Lope; pero es también muy digno de atención en sus otras obras, donde se muestra, como dice Menéndez y Pelayo, uno de los escritores más correctos y más cercanos á la perfección que hay en nuestra lengua, ni en otra alguna. Niéganle algunos viveza de fantasía, profundidad de intención, calor de afectos y abundancia de estilo. Aun la misma perfección de su prosa antes estriba en la total carencia de defectos que en cualidad alguna de orden superior, sin que conserve nada de la grande y caudalosa manera de nuestros prosistas del siglo xvi. La sobriedad del estilo de Moratín, se parece algo á la sobriedad forzada del que no goza de perfecta salud; hay siempre algo de recortado y de incompleto que no ha de confundirse con la sobriedad voluntaria, última perfección de los talentos varoniles y señores de su manera.»

Su vocabulario es de una riqueza muy estimable, pero también es más estudiado que espontáneo; lamentábase Moratín del olvido en que se habían perdido multitud de voces y frases, y de la pobreza y sequedad increibles á que se reduce el lenguaje usual,

aun en personas letradas, y se propuso resucitar en sus escritos, lográndolo con gran tino y acierto, buen número de expresiones que sin duda no-había recibido él por la tradición oral, sino por la lectura de nuestros clásicos á que desde niño era aficionado.

DERROTA DE LOS PEDANTES

Los poetastros pedantes asaltan el Parnaso; Mercurio les impone una tregua y cogiendo prisionero á uno de ellos, lo lleva ante Apolo en calidad de embajador.

Entraron, pues, en un salón magnífico y espacioso; el pavimento y las paredes eran de exquisitos mármoles, la decoración corintia, las basas y capiteles de sus columnas de oro purísimo, como también los adornos del cornisamento y zócalo, y en las bóvedas apuró la pintura todos los encantos de la ficción.

Allí se veían los orígenes de las artes y los progresos del talento humano: muda historia, capaz de encender el ánimo y arrebatarle á la contemplación de los objetos más sublimes. En una parte se veía á los hombres fabricar chozas de troncos y ramas, de donde la arquitectura tomó las formas que dió después á materias más durables, variando, según la mayor o menor consistencia de ellas, la proporción de sus edificios. A otro lado los egipcios daban principio á la geometría, señalando sus campos con términos de piedras hacinadas, para que el Nilo en sus inundaciones no alterase los conocidos límites. Otros

señalaban en el suelo los contornos de la sombra, de donde tomó su origen la pintura, perfeccionándose después lentamente con la invención casual de los colores y la perspectiva, que apenas conoció la antigüedad. Otros cortaban la corriente de un río, fiados á un tronco mal seguro; una gran multitud admiraba desde la opuesta orilla el temerario atrevimiento, y las madres tímidas apretaban al pecho sus pequeñuelos hijos. Los árabes y caldeos observaban el aparente giro del sol, y en las serenas noches al planeta que recibe su luz, y los demás astros que la distancia nos amenora ó nos oculta. La escultura en otra parte ponía sobre las aras bultos informes que adoraba supersticioso el temor, y más allá los Fidias, Lisipos y Praxiteles daban á los mármoles y bronces tan elegante forma, que en algún modo parece que el arte disculpaba la idolatría. Allí Orfeo reducía á los hombres en vida social, les daba leyes, y les persuadía la necesidad de un culto religioso. Confucio enseñaba virtudes morales á los remotos chinos. Eaco, Radamanto, Minos, Solon, Licurgo y Numa establecían leyes, gobernando en justicia y paz nuevas repúblicas; y á más distancia se veían florecer las ciencias y las artes á la sombra de la libertad. Allí estaba representado el poeta Homero, á quien rodeaban con admiración los poetas de todas las naciones y todos los siglos. Pindaro al son de la lira celebraba con sublime verso las victorias istmias y olímpicas, y eternizaba el nombre de Hierón. Simónides cantaba tiernas elegías. Alceo de Lesbos, añadiendo nuevos sonidos á

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las cuerdas griegas, hacía aborrecible entre los hombres el despotismo de los tiranos. Safo, desgraciada en amor, se precipitaba del promontorio de Leucate al mar, y repetía muriendo el nombre de su ingrato Faón, en tanto que Anacreón de Teos, coronado de pámpanos, con la copa en la mano, danzaba alegre al son de las flautas entre las Gracias y los Amores. Allí acudía la juventud de Grecia á escuchar en las academias, el liceo y el pórtico las austeras lecciones de la moral; y no muy lejos se levantaban teatros magníficos para declamar con el auxilio de la música las grandes obras de Eschilo, Sófocles y Eurípides, que alternaban con las del atrevido Aristófanes, á quien Menandro siguió después para oscurecer la gloria de cuantos le habían precedido. En otra parte, Demócrito y el divino Hipócrates, reclinados junto á un sepulcro ya destruído, conversaban profundamente á la sombra de unos cipreses mustios sobre la física del cuerpo animal, la brevedad de la vida, los acerbos males que la rodean, y los cortos y falaces medios que ofrece el arte para dilatar su fin; y más allá, Demóstenes desde la tribuna de las arengas conmovía al pueblo ateniense; le persuadía por algunos instantes á sacudir el yugo macedónico; excitaba en él estímulos de valor, recordándole las épocas gloriosas de sus triunfos, los nombres santos de Milciades, Conon, Cimon y el justo Arístides; y oponiéndose, por una parte, á todo el poder de Filipo, y por otra, á la envidia, la calumnia atroz y la inconstancia de un vulgo corrompido é ingrato, veía á pesar de su

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