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DISCURSO

EN EL

CONGRESO DE LOS DIPUTADOS

el día 14 de Enero de 1895

SEÑORES DIPUTADOS:

RETENDO en este momento unir mi voz á la del insigne episcopado español, á la de todos los fieles católicos de España y á la del ilustre orador que me ha precedido en el uso de la palabra, mi particular y distinguido amigo el Sr. Marqués del Vadillo, cuya benévola alusión me da entrada en este debate para protestar con ellos, y con la misma energía de ellos, contra el acto escandaloso de la llamada consagración del apóstata y concubinario Cabrera; consagración que viola, no solamente los derechos eternos de la verdad, sino el texto mismo de la Constitución, á la par que hiere cruelmente los sentimientos religiosos y patrióticos de los españoles. Pero esta protesta mía, por enérgica que sea, y yo quiero que ninguna otra la aventaje en energía, aunque todas la han de aventajar en elocuencia; esta protesta mía no rebasará los límites de la esfera de acción del Gobierno responsable y de las leyes existentes para tocar, ni aun con el pensamiento, otras

altísimas instituciones. Que yo, señores diputados, fiel observador de las enseñanzas político-religiosas del gran Pontífice León XIII, á la vez que protesto contra ciertos actos del Gobierno y contra las leyes que los ocasionan, cuando no los autorizan, proclamo la sujeción respetuosa á los Poderes constituídos. De ser posible condensar en una fórmula mis sentimientos y aspiraciones, diría que mi divisa es: "Por el Rey contra la ley,, en lo que ésta tenga de injusta y opuesta á las doctrinas de la Iglesia. De los dos diversos órdenes de ideas que comprenden mi repudiación de la ley y mi aceptación leal del Rey trataré sucintamente con la separación debida, no como quien pretende pronunciar una oración parlamentaria, aquí donde toda elocuencia tiene natural asiento, sino como quien aspira á ejecutar un acto exigido por las circunstancias, y sobre todo por mi conciencia. Para ello reclamo la más amplia benevolencia del Congreso; en cambio, y por justa correspondencia, le prometo ser muy breve.

Únicamente la verdad tiene derechos. Este axioma tan obvio y evidente de suyo, que tan perfectamente dice á la naturaleza racional del hombre, cuya inteligencia y cuya voluntad, cuando asienten á opiniones falsas y tienden al mal y lo abrazan, se pervierten y corrompen y decaen de su dignidad natural, no fué tomado en cuenta por los autores de la Constitución de 1876, los cuales dieron cabida en ella á las libertades condenadas del derecho nuevo, y singularmente á la tolerancia de los cultos disidentes, sin que para introducirla concurrieran las razones de conseguirse con ella algún bien impor-tante ó evitarse algún grave mal, que son las que cohonestan su establecimiento.

He aquí la razón de que la Santidad de Pío IX, en Breve dirigido al Cardenal Moreno el 4 de Mayo de 1876, declarase solemnemente que con el artícu

lo 11 de la Constitución quedan lesionados los derechos de la verdad y de la religión católica, y se conculca contra todo derecho, en su parte más preciosa y principal, el Concordato de 1851. Palabras que aun están vivas, señores diputados, porque ni la Santa Sede las ha rectificado ó modificado posteriormente, ni los señores obispos han dejado de repetirlas en todos los tonos, constantemente, desde entonces; y por tanto nos obligan á los católicos á considerar la tolerancia de cultos y sus consecuencias, como mera legalidad que se soporta sin aceptarla ni aprobarla.

Pero lo que el art. 11 de la Constitución estableció entonces fué la toleracia privada, otorgada á los disidentes de la religión católica, quiero decir, á los que no sean anticristianos como, por ejemplo, los musulmanes, judíos, etc.; la tolerancia reducida al recinto del templo, puesto que se prohiben las ceremonias ó manifestaciones públicas que no sean las de la religión del Estado. Esto es lo que se deduce del texto mismo del artículo, de la discusión á que dió lugar y de la real orden de 23 de Octubre de 1876, que, sea dicho entre paréntesis, mezcló lo bueno con lo malo.

Pero andando los tiempos se anuló el pacto de la coalición liberal, se concertó la famosa fórmula de los Sres. Montero Ríos y Alonso Martínez, en cuya virtud el partido fusionista se comprometió y obligó á que las leyes no puedan prohibir, ni restringir, ni oponerse á la posesión ni al ejercicio de los derechos y de los llamados tales que la Constitución reconoce ú otorga á los españoles, por ninguna causa, incluso de religión. Y esta malhadada fórmula empeoró las cosas desde el punto de vista religioso.

No es, ciertamente, el partido fusionista de los que más se distinguen por el cumplimiento que des

de las esferas del poder da á las promesas que hiciera al país cuando está en la oposición; aun yacen, por ejemplo, en la región del limbo las bienandanzas y fortunas con que el Sr. Sagasta le brindó en su famoso discurso de Oviedo. Pero en cuanto mira al espíritu de hostilidad á la religión, que aletea y palpita en la recordada fórmula, el fusionismo es lógico y consecuente, por desgracia, y á medida que trascurren los días, en vez de enfriarse, se enardecen los amores cabrerizos del Sr. Sagasta.

De conformidad á la fórmula tuvimos, á poco de subir el Sr. Sagasta al poder, la apertura de la capilla ó templo protestante; posteriormente hemos tenido la estupenda reforma de la segunda enseñanza por el Sr. Groizard, infestada de naturalismo, y la llamada consagración del apóstata Cabrera. No hay duda; ningún obstáculo toleran ese Gobierno y mayoría en el desarrollo progresivo del espíritu liberal, y las ruinas morales que causan son cada día mayores.

Esa consagración que el Gabinete fusionista ha consentido y amparado es una violación manifiesta de la Constitución de la Monarquía. En vano oponéis que esos actos, por efectuarse dentro del templo, son privados. Mal que os pese, público es el templo; públicas las manifestaciones y ceremonias litúrgicas que se verifican dentro de un local abierto al público; público asimismo el establecimiento de una jerarquía falsa, que envuelve el ejercicio de jurisdicción, frente á otra jerarquía legítima. Y jactándoos de ser católicos, como os jactáis de ello, en buena lógica no os queda otro remedio sino bajar humildemente la cabeza ante la protesta unánime del episcopado español, maestro y guía de los católicos, que os ha echado en cara la violación del artículo 11, y disponeros á reparar el daño causado, borrando el ultraje que habéis inferido gratuitamen

te á la conciencia religiosa y patriótica del pueblo español.

El pueblo español, señores diputados, de cierto no comprende por qué ni para qué se estableció la tolerancia de los cultos disidentes; pero todavía comprende menos ese extraño empeño de ampliar los términos de la Constitución, de interpretarlos latamente, de estirar la simple tolerancia hasta la libertad de cultos. Y esto no lo comprende, señores diputados, porque se lo veda la historia; porque en su alma vocean, protestando, las muertas generaciones, el atavismo, que ahora dicen; porque el pueblo español es el eterno cruzado; porque sus glorias más puras y espléndidas, desde Covadonga hasta Otumba, y desde las Navas de Tolosa á Lepanto, son las victorias de la Cruz sobre paganos é infieles; porque el apogeo de su poderío cuando la bandera española, grande como el firmamento, se extendía sobre Europa, Asia y América, y cobijaba los más ricos Imperios y los Estados más florecientes, le contempló convertido en martillo de la herejía, luchando implacable é incansable contra luteranos y calvinistas en las orillas del Rhin, en las ciudades de Flandes, en las encharcadas tierras de Holanda, en las llanuras de Francia, en las olas encrespadas del océano. Y el pueblo español no comprende que sin causa legítima se reniegue en un momento de su pasado para poner y levantar frente á la jerarquía apostólica, otra jerarquía nacida en el lecho incestuoso de Enrique VIII, otra jerarquía cuyo papa es el Rey de la Gran Bretaña, que desde el peñón de Gibraltar inicuamente reduce y roe la integridad de nuestro territorio.

El pueblo que piensa con la imaginación y con el sentimiento no entiende, como digo, este anhelo de favorecer, hollando las leyes patrias, la difusión del protestantismo por España. Y aun menos que el

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