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La feliz situación de los negocios en Italia y en España permitió al emperador pensar en su regreso á este último reino, y cumplir así la palabra que al partir había empeñado de volver antes de los tres años. Pero antes quiso visitar otra vez á su aliado el rey de Inglaterra, ya con el fin de estrechar los lazos de amistad que con él le unían y empeñarle en la guerra con Francia, ya con el de desenojar al cardenal Wolsey, á quien suponía resentido por el desaire del conclave en la elección de papa. Uno y otro objeto logró Carlos cumplidamente en su viaje á Inglaterra. Las muestras de consideración y deferencia, juntamente con el aumento de pensión que de Carlos recibió el cardenal, las nuevas promesas que aquél le hizo de apoyar sus pretensiones en otra vacante, y la esperanza de que ésta no tardaría mucho en ocurrir, atendidos los muchos años y no pocos achaques del nuevo pontífice, todo contribuyó á templar el enojo del altivo Wolsey, que continuó mostrándose tan propicio como antes al emperador. Enrique VIII, halagado con esta nueva visita de Carlos, se ligó con él más estrechamente, le prometió la mano de su hija María, y adoptó todos sus proyectos de guerra contra la Francia. El pueblo inglés, lisonjeado en su orgullo nacional con la elección que hizo el emperador del conde de Surrey para su primer almirante, se prestó con ardor á pelear contra los franceses.

Compréndese bien el mal humor con que recibiría Frascisco I la decla ración de guerra de parte del inglés, después de sus recientes derrotas en Italia. Sin embargo, se preparó á recibir al nuevo enemigo; y como las guerras y los placeres le hubiesen agotado el tesoro, apeló á recursos extraordinarios, creó y vendió empleos, enajenó el patrimonio real, y convirtió en moneda la balaustrada de plata maciza con que Luis XI había cercado el sepulcro de San Martín. Con estos arbitrios levantó un buen ejército y fortificó sus ciudades fronterizas. Dueños los ingleses del puerto de Calais, metióse en él el rey Enrique con un ejército de diez y seis mil hombres, y penetró en Picardía uniéndose á las tropas flamencas; todo esto después de haber enviado una flota á cargo de Surrey á devastar las costas de Normandía y de Bretaña. Pero Surrey no pudo tomar ninguna plaza importante, y la táctica prudente y mesurada del duque de Vendome, general del ejército francés en Picardía, detuvo los progresos de los ingleses, que después de algunas desgraciadas escaramuzas, cansados, faltos de víveres y con sus filas diezmadas, tuvieron que volverse á su reino, sin que Francisco viera pasar á poder del enemigo una sola ciudad del suyo, ni una comarca de su territorio (1).

El emperador, apenas logró la satisfacción de ver el principio de las hostilidades entre Inglaterra y Francia, se despidió de Enrique y se dió á la vela para España, donde llegó el 17 de junio (1522), hallando su reino hereditario en la situación que le hemos visto en los capítulos anteriores, á consecuencia de las alteraciones que durante su ausencia habían ocurrido y que él había dejado como incoadas. Tal y tan prósperamente habían marchado sus negocios en Europa durante los dos largos años de su ausencia de Castilla.

(1) Guicciardini, Istor., lib. XIV. - Mem. de Du Bellay. - Sandoval, Historia del Emperador, lib. X.

CAPÍTULO X

GUERRAS DE ITALIA

PAVÍA

De 1522 á 1525

El papa Adriano VI.-Su carácter.-Tentativas inútiles en favor de la paz-Nueva confederación contra el francés.—Defección del duque de Borbón.- Sus causas y sus consecuencias.-Invaden los franceses el Milanesado -El almirante Bonnivet.— Muerte del papa Adriano VI y elección de Clemente VII.-Invasión de ingleses y españoles en Francia.-Cómo se salvó este reino.- Recobran los españoles á Fuenterrabía.—Los franceses expulsados otra vez de Milán.-Muerte del caballero Bayard.-Sitio de Marsella por los imperiales, y su resultado.-Repentina entrada de Francisco I en Milán.- Grande ejército francés en Italia.-Retíranse los imperiales á Lodi.-Sitio de Pavía.-Antonio de Leiva.-Apurada situación de los imperiales en Pavía y en Lodi.—Recursos de Antonio de Leiva y del marqués de Pescara.— Célebre sorpresa de Melzo: notable estratagema: los encamisados.—Continúa el sitio de Pavía.-Solapada conducta del papa.-Imprudencia y presunción de Francisco I.-Su reto al marqués de Pescara, y contestación de éste. -Admirable rasgo de desprendimiento de los españoles.--Famosa batalla de Pavía.-Incidentes notables.-Célebre derrota de los franceses.-Prisión de Francisco I.-Cartas del rey prisionero á su madre y al emperador.-Carta de Carlos V á la madre de Francisco I.

Coincidió la vuelta del emperador á España con la marcha del nuevo pontífice Adriano á Roma, decidido después de alguna vacilación á aceptar una dignidad que no había buscado. La presencia del antiguo deán de Lovaina en la capital del orbe católico (30 de agosto, 1522) produjo en el pueblo romano tan desagradable efecto, como el que había producido la noticia de su elección. Modesto y humilde en su porte, sencillo y austero en sus costumbres, enemigo de la ostentación, del boato y de la opulencia, fué muy severamente juzgado por un pueblo, que tenía tan reciente la memoria de la fascinadora grandeza marcial de Julio II, de la seductora brillantez artística de León X, y le hubiera disimulado mejor algunos vicios, que hasta gozaban de alguna boga en la época, que las oscuras virtudes que le adornaban, y que parecían una reprensión tácita de la culta corrupción de la corte (1). Sabían además los romanos que el honrado y virtuoso Adriano, como regente del emperador de Castilla, se había conducido con debilidad, y que no era á él á quien se debía haberse sofocado las insurrecciones populares. Por lo mismo, estaban muy lejos de creerle capaz de colocarse á la altura que las complicaciones políticas de Europa y la cuestión religiosa que agitaba entonces á la cristiandad exigían del jefe de la Iglesia.

(1) Adriano, 6 por capricho ó por modestia, ni siquiera quiso dejar su nombre bautismal para tomar el pontificio, según era costumbre cinco siglos hacía. Así fué que siguió nombrándose Adriano VI.

Enemigo de los abusos y de la inmoralidad, intentó la reforma de los vicios que se habían introducido en la Iglesia y en la corte romana, que hecha con prudencia y con energía hubiera podido ser el mejor medio de acallar las agitadoras declamaciones de Lutero. Mas con mejores deseos é intención que fuerzas y habilidad para tan grande obra, tenía Adriano, como tuvo, que sucumbir en una empresa que hubiera necesitado el genio de un Gregorio VII. La restitución al duque de Ferrara de plazas de que se había apoderado la Iglesia, y el restablecimiento de La Rovere en el ducado de Urbino, eran actos que le acreditaban de escrupuloso de conciencia, pero de poco diestro en la política. Con el mejor propósito del mundo exhortó á los príncipes cristianos á que se unieran contra Solimán el turco, que acababa de apoderarse de la isla de Rodas y se presentaba amenazante y orgulloso á la faz de Europa (1). Pero no era tampoco Adriano el hombre del ascendiente y del influjo que requería negocio tan grave y difícil como el de hacer que los soberanos y príncipes cristianos depusieran sus rivalidades y disensiones, y se unieran para atajar hermanados los progresos de las legiones otomanas. Sus laudables esfuerzos para procurar la paz entre los monarcas y las potencias enemigas, y su bula proponiendo y solicitando una tregua de tres años, surtieron poco efecto, con harto sentimiento suyo, y de los mismos Estados de Italia, los más interesados en la paz, como que eran los que más sufrían las cargas y gastos, los perjuicios y calamidades de la guerra.

Estrelláronse, pues, las tentativas de Adriano en favor de la paz contra la ambición y las pasiones de los príncipes, y formóse otra alianza (8 de junio, 1523) entre el emperador, el archiduque de Austria, el rey de Inglaterra, y la mayor parte de los Estados italianos, inclusa la república de Venecia, aliada de Francia hasta entonces, contra Francisco I de Francia, concluyendo el mismo papa Adriano por adherirse á la confederación (3 de agosto), instigado por su compañero y paisano Carlos de Lannoy, virrey de Nápoles. Quedaba, pues, solo contra todos Francisco I. Pero lejos de mostrarse intimidado el rey-caballero con tan poderosa y general conjuración, era su carácter no volver la cara á los mayores peligros, y mostrar más valor y resolución cuanto eran más formidables sus contrarios. Así, con la actividad que en tales casos acostumbraba, se anticipó á todos, levantó un brillante ejército, y cuando los confederados andaban. todavía en proyectos y preparativos, tomó audazmente al frente de sus tropas el camino de Italia con intento y resolución de recobrar el Milanesado.

(1) Solimán II, conquistador de Belgrado y enemigo terrible de la cristiandad, se había presentado en 1521 con una formidable escuadra delante de Rodas, que defendían los caballeros de San Juan de Jerusalén con solos cinco mil quinientos hombres. Esta pequeña hueste, con su gran maestre á la cabeza, resistió con admirable valor un sitio de seis meses contra doscientos mil turcos ayudados de cuatrocientos buques. Después de rechazar multitud de asaltos y de inutilizar más de cincuenta minas practicadas por los enemigos, aquellos heroicos cristianos se vieron reducidos á tal extremidad, que al fin tuvieron que rendir la plaza, que era el baluarte de la cristiandad en Oriente, mas no sin obtener una muy honrosa capitulación, que Solimán les otorgó, admirado de la heroicidad de aquellos pocos y esforzados caballeros. Éstos se establecieron después en la pequeña isla de Malta que les cedió Carlos V.

Atajóle en su atrevida empresa la defección inopinada del condestable duque de Borbón, su pariente, y el vasallo de más influencia y de más fortuna de toda la Francia. Este opulento y poderoso personaje había sido blanco de los odios de la reina viuda, Luisa, madre de Francisco, mujer tan avara como altiva, que había perdido ya á Lautrec, y por cuyas sugestiones había recibido el condestable desaires y desdenes de su monarca. Tan impetuosa la reina madre en sus venganzas como en sus amores, á cuya pasión no había aún renunciado á los cuarenta y seis años, tan luego como supo la muerte de la duquesa de Borbón, empezó á mirar con otros ojos al duque, concibió por él tanta pasión como antes le había tenido encono, y llegó á ofrecerle su mano. El de Borbón no sólo la desdeñó con entereza y dignidad, sino hasta con altivez, profiriendo expresiones que hirieron el orgullo y el amor propio de la reina. Entonces la madre de Francisco llevó su resentimiento y su rencor hasta consumar la ruina del condestable, y no paró hasta desposeerle por medio de un pleito injusto de todos los bienes y riquezas pertenecientes á la casa de Borbón, adjudicándose una parte al patrimonio de la corona, y otra á ella misma como heredera inmediata de la difunta duquesa. Este despojo, unido á las anteriores persecuciones, puso al condestable en situación de tomar un partido desesperado. Creyó que el proceder inicuo que se había tenido con él le daba derecho á todo, y entabló inteligencias y tratos con el emperador, y le ofreció su brazo para conquistar la Francia. Carlos no vaciló en aceptar tan bello ofrecimiento, y para más obligar al condestable, le propuso el matrimonio con su hermana doña Leonor, viuda del rey don Manuel de Portugal, que había regresado á Castilla, y de acuerdo con el rey de Inglaterra se proyectó darle los condados de Provenza y del Delfinado con título de rey.

El plan de la conjuración era, tan pronto como Francisco traspusiera los Alpes, invadir simultáneamente la Francia, Carlos por los Pirineos con los españoles, el monarca inglés con los flamencos por la Picardía, y doce mil alemanes pagados por ambos ocupar la Borgoña y obrar de concierto. con un cuerpo de seis mil hombres que el de Borbón se proponía levantar de entre sus vasallos y parciales. No faltó quien denunciara la conspiración al rey, el cual pasó inmediatamente á avistarse con el condestable, que se había fingido enfermo en Moulins para eludir el compromiso de acompañarle á Italia. Con tanta candidez obró en esta ocasión el rey Francisco, y costábale tanto trabajo creer en la traición del primer príncipe de la sangre, que á pesar de las razones que tenía para no dudar del hecho se dejó alucinar y seducir por las protestas de inocencia del duque, y por la palabra que le dió de que muy pronto se incorporaría al ejército. Con esto el crédulo monarca tomó otra vez el camino de Lyón; no tardó en salir en la misma dirección el condestable, mas torciendo luego repentinamente de rumbo, atravesó el Ródano y se metió en Italia salvando todos los peligros, sin que alcanzaran ya á evitarlo las tardías precauciones que tomó el imprudente y confiado monarca.

Viéndose así burlado Francisco, y temiendo perder su propio reino si faltaba de él, renunció á conducir la expedición en persona, pero no á la invasión del Milanesado, que confió á su favorito el almirante Bonnivet, ene

migo personal de Borbón, valeroso, galante y cumplido caballero, pero que distaba mucho de ser tan buen general. Cuarenta mil franceses penetraron en Italia, y franquearon el Tesino: abierto quedaba el camino de Milán: pero la incalificable inacción de Bonnivet permitió á Colona y á Morón, que no contaban con la mitad de la fuerza de su contrario, fortificar la plaza y sus contornos, almacenar víveres y ponerla á cubierto de un golpe de mano, y aun de resistir un sitio. Bonnivet la bloqueó sin fruto, y después de algunas tentativas y movimientos inútiles, obligado por el rigor de la estación se replegó sobre el Tesino á cuarteles de invierno, sin otro resultado que haber tomado á Lodi, y dejar no bien parado el honor de las armas francesas y el suyo propio.

Ocurrió en este intermedio un suceso que celebraron los italianos, á saber, la muerte del papa Adriano VI (14 de setiembre, 1523), que sucumbió lleno de amargura por los males que veía dentro y fuera de la Iglesia, y que sus esfuerzos fueron impotentes á remediar (1). Reunido el conclave por espacio de cincuenta días, venció esta vez todos los obstáculos el cardenal Julio de Médicis, y salió electo pontífice (18 de noviembre), y proclamado con el nombre de Clemente VII con general aplauso, por lo mucho que se esperaba de sus vastos conocimientos, de su práctica en los negocios, y de las buenas relaciones y grande influjo de su ilustre familia. Excusado es decir cuán herido quedaría en su orgullo el ambicioso y altivo cardenal inglés Wolsey, al ver por segunda vez burladas sus esperanzas y pretensiones, mucho más cuando ya no podía prometerse sobrevivir á un papa de cuarenta y cinco años. Y aunque el nuevo pontífice le nombró su legado perpetuo en Inglaterra con amplísimas facultades, á fin de templar un poco su resentimiento y su índole vengativa, no por eso dejó de encenderse en odio, especialmente contra el emperador, de quien se dió por vergonzosamente engañado, si bien disimuló al pronto y continuó mostrándosele afable, mientras el tiempo le deparaba oportuna ocasión para vengar el agravio.

Cumpliendo los aliados contra la Francia lo pactado en 18 de junio, invadieron los ingleses aquel reino en unión con los flamencos, todos al mando del duque Suffolk, dirigiéndose á Picardía: los españoles por la parte de Guiena, y los alemanes por la de Borgoña. Parecía imposible que

(1) El pueblo romano trató injusta y duramente á este buen pontífice, aun después de muerto. Bien que careciese del genio, de la energía, y aun de la capacidad que en aquellas circunstancias demandaba en la cabeza de la Iglesia el estado religioso y político de Europa, sus buenas intenciones, su moralidad y sus virtudes le hacian acreedor á otras consideraciones que las que con él tuvieron. Su muerte fué celebrada por los romanos con sarcástico ludibrio. En la casa de su médico colocaron entre guirnaldas un lema que decía: Al libertador de Italia. Habiéndosele enterrado entre Pío II y Pío III pusieron en su tumba la siguiente inmerecida y detestable inscripción: Hic jacet impius inter Pios. Algún más fundamento tenía el epitafio que se asegura había compuesto él mismo: Adrianus VI hic situs est, qui nihil sibi infelicius in vita, quam quod imperaret, duxit: «Aquí yace Adriano VI, que nada tuvo por tan funesto en su vida como la necesidad de mandar » Teller, Novales, Artaud de Montor, y otros escritores de Vidas de romanos pontífices. - Gobernó Adriano la Iglesia un año, ocho meses y algunos días.

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