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ra, y de los otros pescados para mañana viernes. Por tanto, hermanos míos, si mañana queremos tener qué comer, vamos á buscarlo allí; y si esto no os parece bien, decídmelo para que yo sepa vuestra voluntad >> «Esto es lo que deseamos, contestaron á una voz los soldados, y no debéis pedirlo con lágrimas, sino decirlo con regocijo, y no lo dilatéis más, que cada hora se nos harán mil años.»

Aquella misma noche dió el marqués á todos los cuarteles la orden siguiente: que todos se vistieran la camisa sobre el uniforme; que los que tuvieran más de una les dieran las otras á los tudescos; que los demás se hicieran capotillos de las sábanas y de las tiendas, y sombreretes blancos. de papel los que pudiesen para que fueran todos conocidos (1); y que á una hora dada pusieran fuego á los pabellones y chozas, para que los franceses pensaran que huían y salieran de sus fuertes. Hecho todo así, movióse antes de amanecer y se puso en marcha el ejército. Avisado el rey Francisco de la grande hoguera que se veía en el campo de los imperiales, «eso es que huyen, respondió; preparar las armas para cuando venga el día, y los seguiremos hasta desbaratarlos ó arrojarlos de todo el Estado de Milán. Cuando asomó el alba, ya los imperiales habían derribado parte de la tapia de un parque que había delante de Pavía, y colocádose en él viendo todo el campo de los franceses. Ordenados los escuadrones, y cuando el sol comenzaba á resplandecer, se divisó á la izquierda el grande ejército francés, en el cual iba el rey Francisco en persona, acompañado del príncipe de Escocia y del príncipe Enrique de Albret de Navarra, el duque de Alenzón, cuñado del rey, el almirante de Francia Bonnivet, el señor de La Paliza, el virrey de Borgoña, y otra multitud de príncipes y altos personajes, «tan aderezados de armas y atavíos, que lo de los nuestros, dice el autor de la relación, era muy gran pobreza.» El ejército que mandaban era tan numeroso, que al decir del mismo testigo ocular, «apareció estar allí todo el mundo junto.» «¿Pensáis, les dijo el marqués de

(1) En la citada Relación se dan muy curiosas noticias sobre las vestimentas que llevaba cada cuerpo del ejército, y sobre los trajes y divisas de sus caudillos y capitanes. «Las camisas, dice, iban cogidas las mangas sobre el codo, y las haldas á las cinturas, y todos con bandas de tafetán colorado sobre las camisas.» La infantería alemana «llevaba sobre el coselete é camisa una capilla de fraile francisco, de que mucho reian el viso-rey é aquellos señores.» El virrey «iba muy bien armado con unas armas doradas y blancas: en el almete un penacho muy hermoso, colorado y amarillo; llevaba un sayo de brocado é raso carmesí muy lucido, sobre un caballo ruano muy bien encubierto, é todo de la mesma devisa.» El duque de Borbón «llevaba un sayo de brocado sobre un fuerte arnés blanco sin otra devisa ninguna.» El marqués del Vasto, «uno de los más apuestos caballeros que en nuestro tiempo fué visto, iba armado de unas armas de veros azules y doradas muy bien labradas; una pluma en el almete, blanca y encarnada, muy hermosa, y un sayo de tela de plata, en un caballo castaño; una camisa muy rica con un collar de muchas piedras y perlas.» El señor de Alarcón «iba bien armado con unas sobrevestas de terciopelo negro, sin otra devisa ninguna.» El marqués de Civita de Santangel, «sobre las armas un sayo de carmesí pelo, y los paramentos del caballo lo mismo. El marqués de Pescara «iba armado de una celada borgoñona sobre un hermoso caballo tordillo que llamaba el Mantuano: no llevaba otra devisa sino la común, y unas calzas de grana, y un jubón de carmesí raso, con una camisa rica de oro y perlas.»

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ESPADA Y ESCUDO DE FRANCISCO I (COPIA DIRECTA DE UNA FOTOGRAFÍA)

Pescara á los suyos, que es poca arrogancia la de estos borrachos, que han hecho al rey de Francia dar un bando para que no dejen un español á vida, so pena de perder la suya? ¿Si creerá que nos tiene las manos atadas?» Al oir esto bramaron los españoles de coraje, y juraron morir antes que rendirse, y no dar á nadie cuartel; y este ardor fué el que se propuso inspirarles el de Pescara con aquel dicho.

Jamás, dice un historiador inglés, llegaron á las manos dos ejércitos con mayor furor; jamás se vieron soldados tan animados por la rivalidad, por antipatía nacional, por odio, y por cuantas pasiones son capaces de llevar el valor hasta su mayor grado. Por una parte se veía á un soberano valeroso y joven apoyado por una nobleza generosa, seguido de súbditos cuyo ímpetu crecía por la indignación que les causaba una resistencia tan constante, y que peleaban por el triunfo y por el honor. Por otra un ejército mejor disciplinado, dirigido por más expertos generales, que luchaba por necesidad con aquella rabia que la desesperación inspira.» Terrible fué la primera arremetida de los franceses, rompiendo un escuadrón imperial y matando la mayor parte. Tomaron también pronto su vieja y escasa artillería, lo cual les bastó para gritar /victoria! victoria! ¡Francia! ¡Francia! y para que la nobleza y la gendarmería dejara sus atrincheramientos y se arrojara confiada al campo abierto. Pronto se aprovecharon los imperiales de su imprudencia. El marqués del Vasto estrecha sus líneas, penetra con ellas en las filas francesas por el lado que había dejado descubierto la gendarmería, y da una mortífera carga á los suizos y á los alemanes. Los suizos, olvidando su antiguo valor, abandonan el puesto, y la guarnición de Pavía penetra por medio de una división francesa, y se incorpora á la hueste del marqués del Vasto. El de Pescara, viendo venir á su frente un numeroso cuerpo de tropas: Ea. mis leones de España, les dijo á los suyos, hoy es el día de matar esa hambre de honra que siempre tuvisteis, y para esto os ha traído Dios hoy tanta multitud de pécoras..... Hicieron una descarga los lansquenetes alemanes al servicio de Francia, mas como volviesen las espaldas, según su costumbre, para cargar de nuevo, «¡Santiago y España! gritó el marqués; ; á ellos, que huyen!>> Y sin dejarlos respirar dieron sobre ellos los arcabuceros españoles, entre ellos los vascos, famosos por su certera puntería, de tal manera que en brevísimo tiempo sucumbieron más de cinco mil hombres, cayendo los que pensaban salvarse en manos de la compañía del capitán Quesada, que venía en ayuda de sus compatriotas.

Lannoy, Borbón, Alarcón, todos los jefes de los imperiales se conducían no menos bizarra y heroicamente, arrollando la hueste que á cada cual le tocó combatir. El veterano La Paliza, el más ilustre de los capitanes franceses formados en la guerra de Italia, murió peleando en primera fila al frente del ala derecha. Diesbasch, el jefe de los suizos, que había desdeñado seguirlos en la retirada, buscó y halló la muerte en lo más espeso de las filas imperiales; y Montmorency, que mandaba una de las alas del ejército francés, cayó prisionero. El bravo defensor de Pavía, Antonio de Leiva, que se hallaba enferno, se hizo sacar en una silla á la puerta de la plaza, y allí con mil soldados españoles y tudescos tuvo entretenido un escuadrón italiano de los del ejército francés, impidiendo que fuese

la batalla. El marqués de Pescara se metió de tal manera y tan adelante por entre los enemigos, que en más de media hora no se supo de él, hasta que se le vió llegar herido en el rostro y en la mano derecha, y todavía sentía caliente entre el vestido y la carne una bala de arcabuz que le había traspasado el coselete. En sus armas se conocían muchas mellas de alabarda y de pica, y su cabailo Mantuano volvía acribillado de cuchilladas. «Oh Mantuano! exclamó él, ¡ pluguiera á Dios que con mil ducados pudiera yo salvarte la vida!» Pero el Mantuano murió á poco de esta exclamación de su dueño.

Manteníase ya solamente el combate en el centro en que estaba el rey Francisco, el cual en una carga desesperada de caballería mató por su mano al comandante de un cuerpo de caballería imperial italiana. Mas los intrépidos montañeses de Vizcaya y Guipúzcoa se deslizaban y escurrían por entre las patas de los caballos, y fueron dando cuenta de los más famosos capitanes franceses. Longueville, Tonnerre, La Tremouille, Boissy d'Amboise, el almirante Bonnivet, el causador de aquella catástrofe, y cuya muerte apenas fué sentida, todos fueron cayendo al lado de su rey. Sólo el duque de Alenzón, que mandaba el ala izquierda, viéndolo todo perdido para los franceses tomó, ó cobarde ó prudentemente, la fuga, arrastrando consigo toda el ala.

El rey Francisco, decidido á no sobrevivir á su derrota, luchó hasta el último momento. Herido y fatigado su caballo, dió con él en tierra. Un soldado vizcaíno que le vió caer corrió á él, y poniéndole el estoque al pecho le intimó que se rindiera sin conocerle. «No me rindo á tí, le dijo, me rindo al emperador: yo soy el rey.» En esto, llegóse allí un hombre de armas de Granada, llamado Diego Dávila, el cual le pidió prenda de darse por rendido, y el rey le entregó el estoque, que llevaba bien ensangrentado, y una manopla. Entre él y otro hombre de armas español, llamado Pita, le levantaron de debajo del caballo, y hubiéranle tal vez muerto los arcabuceros, no creyendo á los que le llevaban y decían que era el rey, si á tal tiempo no se hubiera aparecido allí Mr. de la Motte, grande amigo de Borbón, que al reconocerle dobló la rodilla y le quiso besar la mano. Los soldados le tomaban los penachos del yelmo, le cortaban pedazos del sayo que vestía, y cada uno quiso llevar alguna reliquia del ilustre prisionero para memoria (1).

(1) Relación individual de los personajes franceses muertos y prisioneros en la batalla de Pavía.

(Sacada de los documentos oficiales publicados de orden del rey Luis Felipe de Francia en 1847).

Principes y señores muertos

El duque de Suffolk, á quien pertenecía el reino de Inglaterra.

Francisco, señor de Lorena,

Luis, duque de Longueville.

El mariscal La Tremouille.

El conde de Tonnerre.

El mariscal de Chavannes, primer mariscal de Francia.

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