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PATIO DE LA CASA LLAMADA DE PILATOS (SEVILLA).

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brimiento de América estaba muy reciente; apenas era conocido el continente americano; aun no se había podido prever la revolución monetaria y mercantil que las inmensas conquistas de Cortés y de Pizarro habían de producir en el mundo. Los mayores errores y males vinieron después, y el cargo pertenece más á los reinados sucesivos de los soberanos de la casa de Austria, precisamente cuando debía recogerse el fruto de las conquistas, y cuando había ya más ilustración en materias económicas y mercantiles en Europa.

XII. Antes de terminar la reseña crítica de este fecundísimo reinado, no podemos dejar de tributar el homenaje de nuestra admiración y respeto, al mismo tiempo que en ello participamos de un justo orgullo nacional (que harto tendrá que sufrir en otras épocas), á esa multitud de esclarecidos varones que en este período dieron gloria, lustre y engrandecimiento á nuestra patria, con su valor, con sus virtudes, con su ciencia y su erudición, en casi todo lo que puede realzar una época y un pueblo.

Parecía que Fernando é Isabel poseían el privilegiado don de hacer brotar del suelo español los hombres eminentes, y el de atraer y apegar á él los que otros países producían, como un planeta que atrae otros astros formando en derredor de sí grupos luminosos que alumbran la tierra y embellecen el firmamento. Y es que si los malos monarcas son como los meteoros siniestros que esterilizan y secan, los buenos reyes son como el sol cuyo influjo fecundiza y produce. Porque no puede atribuirse á fenómeno casual la coexistencia de tantos hombres eminentes en todos los ramos como ilustraron este período.

¿Necesitaba España del valor de sus hijos y del arte militar para recobrar su antiguo territorio y ensanchar sus límites? Pues aparecían, ya simultánea, ya sucesivamente, guerreros como Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, azote y terror de los moros granadinos; como don Alonso de Aguilar, el héroe caballeresco que acabó en Sierra Bermeja una vida sembrada de hechos heroicos; como Hernán Pérez del Pulgar, cuyas proezas, que parecen fabulosas, le dieron el sobrenombre de el de las Hazañas, como Francisco Ramírez de Madrid, á quien tantos adelantos debieron la artillería y la tormentaria; como Pedro Navarro, el conquistador de Orán, de Bugía y de Trípoli, que pudo pasar por el inventor de las minas por lo mucho que perfeccionó el arte de volar las fortificaciones; como García de Paredes, el Vargas Machuca de las guerras de Italia; y como Gonzalo de Córdoba, que arrebató á los guerreros de los pasados tiempos y de las futuras edades el título de Gran Capitán.

¿Se necesitaban sacerdotes y prelados de ciencia y de virtud que ilustraran instruyendo, y reorganizaran moralizando? Para eso hubo un Fray Juan de Marchena, que acogió por caridad en un claustro al hombre insig ne que habían rechazado con desdén los monarcas en las cortes, y el primero que comprendió en una pobre celda el pensamiento inmenso del que había de descubrir un mundo; un Fr. Fernando de Talavera, dechado de prudencia y de virtud como prelado, rígido y severo director de la conciencia en el confesonario regio, y apóstol dulce y humanitario como catequista de infieles; un don Pedro González de Mendoza, confesor, arzobispo

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