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Tan pronto como Segovia supo el desastre de Medina, sufrido principalmente por evitar su destrucción, dirigió á los medineses una enérgica carta de agradecimiento, en que, entre otras cosas, se leen las siguientes vigorosas frases: «Nuestro Señor nos sea testigo, que si quemaron desa villa las casas, á nosotros abrasaron las entrañas, y que quisiéramos más perder las vidas, que no se perdieran tantas haciendas. Pero tened, señores, por cierto, que pues Medina se perdió por Segovia, ó de Segovia no quedará memoria, ó Segovia vengará la su injuria á Medina..... Nosotros conocemos que, según el daño que por nosotros, señores, habéis recibido, muy pocas fuerzas hay en nosotros para castigarlo. Pero desde aquí decimos, y á la ley de cristianos juramos, y por esta escritura prometemos, que todos nosotros por cada uno de vosotros pornemos las haciendas é aventuraremos las vidas; y lo que menos es que todos los vecinos de Medina libremente se aprovechen de los pinares de Segovia cortando para hacer sus casas madera. Porque no puede ser cosa más justa que pues Medina fué ocasión que no se destruyese con la artillería Segovia, que Segovia de sus pinares con que se repare Medina..... (1).»

Más es de sentir que de extrañar que en una población que acababa de sufrir tan rudo ultraje se cometieran algunos desmanes y excesos, y que un hombre grosero y bajo, pero fogoso, resuelto y audaz, tal como el tundidor Bobadilla, llegara á tomar ascendiente en la gente del pueblo, y la manejara por algún tiempo á su antojo, y se hiciera en todo su voluntad, que de esto sucede comunmente en las revoluciones populares (2).

El incendio de Medina encendió también en ira y enojo los corazones de los castellanos. Muchas ciudades le enviaban á un tiempo el pésame por su desgracia y la enhorabuena por su triunfo. Valladolid, el asiento del gobierno, movida á lástima y á indignación con la carta de los medineses, rompió el freno de la subordinación, sonó de nuevo á rebato la campana de San Miguel, y por más esfuerzos que hicieron el obispo de Osma y el conde de Benavente, no pudieron evitar que se armaran cinco ó seis mil brazos, y que acometieran y destrozaran las casas del opulento comerciante Portillo, de los últimos procuradores á cortes, de los regidores de la ciudad que pasaban por adictos á los flamencos, del destructor de Medina don Alonso Fonseca, no dejando en ellas ni piedra, ni teja, ni madero, complaciéndose en ver cómo ardían á las puertas de las casas los muebles, las joyas, las telas y brocados arrojados antes por las ventanas y balcones. Dominábalos siempre más la idea de la destrucción que la del robo y el saqueo, porque «hasta las gallinas, como dice el historiador obispo de Pamplona, arrojaban á las llamas.» No se hallaban allí ni el general Fonseca ni el alcalde Ronquillo. No contemplándose seguros en Castilla, ganaron la frontera de Portugal y se embarcaron para Flandes á contar al emperador su vencimiento y su deshonra. Asombrados el cardenal regente y el consejo, ni acertaban á deliberar ni se atrevían á juntarse

(1) Estas cartas las conoció ya Sandoval, y las inserta en los libros V y VI de su Historia del emperador Carlos V.

(2) De este Bobadilla, dice el obispo Sandoval con cierta donosa sencillez, «que tomó luego casa, puso porteros, y se dejaba llamar señoría » Lib. VI, párrafo 1.

siquiera, y Adriano se disculpaba con no haber mandado él el incendio de Medina, y para justificarse con el pueblo mandó licenciar las tropas de Fonseca.

Volvieron en Burgos á levantar cabeza los populares. El anciano prelado de aquella ciudad, hermano del incendiador de Medina, tuvo que andar fugitivo de pueblo en pueblo, después de haber visto destruir su palacio, buscando hospitalidad entre los clérigos de su diócesis. Con no menos furor descargaron sus odios los comuneros de Palencia sobre todo lo que pertenecía á su obispo, don Pedro Ruiz de la Mota, que lo era antes de Badajoz, y se hallaba á la sazón en Flandes; el mismo que en las cortes de Santiago y la Coruña había hecho el panegírico del rey en los discursos de las sesiones regias. Al alzamiento de Palencia precedió la muer‐ te en garrote dada por los del consejo á un fraile agustino que había ido á excitar á los populares. El fuego de la insurrección se trasmitió á las poblaciones de Extremadura y Andalucía, á Cáceres y Badajoz, á Sevilla, Jaén, Úbeda y Baeza, si bien en estas últimas tuvo más carácter de guerra de familias entre los nobles y magnates.

A este tiempo ya las ciudades sublevadas habían acordado, á excitación de Toledo, y para dar al movimiento impulsión y unidad, enviar sus representantes ó procuradores á un punto céntrico, y fué designada por parecer el más apropósito la ciudad de Ávila. Dióse á esta congregación el nombre de Junta Santa (1). En esta asamblea había representantes de todas las clases del Estado: caballeros nobles como los Fajardos, los Ulloas, los Maldonados y los Ayalas; priores de las órdenes, canónigos y abades; doctores y letrados; artesanos y plebeyos, representados por un frenero de Valladolid, por un lencero de Madrid y por un pelaire de Ávila. Nombróse presidente de la Junta al caballero toledano don Pedro Laso de la Vega, y caudillo de las tropas de las comunidades á Juan de Padilla, que en 1518 había sido nombrado por don Carlos capitán de gente de armas (2), hombre de unos treinta años, de gallarda presencia, de limpia sangre, de ánimo esforzado, de sentimientos patrióticos, de amable condición y muy querido del pueblo.

Los objetos á que había de consagrarse la Junta los había expresado ya Toledo en su carta á las demás ciudades. «En aquella Santa Junta, decía, no se ha de tratar sino el servicio de Dios. Lo primero la fidelidad del rey nuestro señor. Lo segundo, la paz del reino. Lo tercero, el remedio del patrimonio real. Lo cuarto, los agravios hechos á los naturales. Lo quinto, los desafueros que han hecho los extranjeros. Lo sexto, las tiranías que han intentado algunos de los nuestros. Lo séptimo, las imposiciones y cargas intolerables que han padecido estos reinos. De manera que para destruir estos siete pecados de España se inventasen siete remedios en aquella Santa Junta..... etc. (3).» Y como el nombramiento de un extranjero para regente del reino era una infracción de las leyes de

(1) Es lo que los escritores extranjeros suelen denominar la Santa Liga.

(2) Archivo de Simancas, donde existe el despacho original, y Colección de documentos inéditos, t. I.

(3) Inserta la carta íntegra Sandoval en el lib. VI, párr. 13.

Castilla y una ofensa hecha al orgullo y al pundonor nacional, la primera deliberación fué declarar caducada la jurisdicción del cardenal Adriano y del consejo real, constituyéndose la Junta en autoridad superior sin que los artificios y lisonjas del cardenal y de los consejeros alcanzasen á hacer variar esta resolución suprema, de lo cual y de todos los sucesos dió cuenta el gobierno caído al emperador, diciéndole entre otras cosas: «Que queramos poner remedio en todos estos daños, nosotros por ninguna manera somos poderosos: porque si queremos atajarlo por justicia, no somos obedecidos; si queremos por maña y ruego, no somos creídos; si queremos por fuerza de armas, no tenemos gente ni dineros (1).>>

Acordáronse entonces el débil regente y los desautorizados consejeros y volvieron la vista á la reina doña Juana, quince años hacía encerrada en Tordesillas, ajena á todos los negocios y aun á todos los sucesos que el reino había presenciado desde la muerte de la Reina Católica su madre, y á ella apelaron para que firmase algunas provisiones contra los comuneros. Aquella desventurada señora se halló sorprendida de verse visitada en su retiro, y de que la despertasen de la especie de sueño letárgico en que había vivido tantos años, hablándole de cosas para ella completamente ignoradas. Hubieran tal vez los consejeros obtenido las firmas de la reina, si en medio de estas negociaciones no se hubieran apresurado los caudillos de las comunidades, Juan de Padilla y Juan Bravo, á apoderarse de la villa de Tordesillas y á hablar á doña Juana, que los recibió con benevolencia, y aun con agasajo. Hízole Padilla una triste pintura de los males que aquejaban al reino desde la muerte de su padre, y antes y después de la partida de su hijo, y de la imponente actitud que para remediarlos habían tomado los pueblos de Castilla. Parece cierto que la Providencia concedió á la infeliz doña Juana en aquella ocasión algunos momentos de lucidez, y que hablando más en razón de lo que podía esperarse, manifestó que á haberlo sabido hubiera procurado poner remedio á tamaños males. Más ó menos recobradas sus facultades intelectuales, Padilla alcanzó un nombramiento de capitán general por la reina, y el consentimiento de que se trasladase la Santa Junta á Tordesillas, cosa que daba grande autorización, cualquiera que fuese el verdadero estado de la reina, á las determinaciones del gobierno central de los comuneros. La reina se mostraba contenta con unos agasajos y ceremonias de respeto á que no estaba acostumbrada, y parecía distraerse en los torneos y otros festejos con que la obsequiaron, si bien tardó muy poco en volverá su habitual melancolía, y no hubo ya medio de conseguir que pusiese su firma en los despachos.

Instalada la Junta en Tordesillas, movióse el capitán toledano con su gente á Valladolid, donde fué recibido en triunfo por los populares. De los consejeros fugáronse unos y se escondieron otros, y á algunos pudo haber y los redujo á prisión, excepto al cardenal de Tortosa, á quien dejó libre por respetos á su alta dignidad, y porque él solo no era ni ofensivo ni

(1) Las ciudades cuyos representantes se juntaron en Ávila, fueron: Toledo, Madrid, Guadalajara, Soria, Murcia, Cuenca, Segovia, Ávila, Salamanca, Toro, Zamora, León, Valladolid, Burgos y Ciudad Rodrigo.

temible. Cogió el sello real, y llevando presos á los consejeros, dió la vuelta á Tordesillas por Simancas, cometiendo el error de no tomar y guarnecer esta última villa, fuerte por su posición en una eminencia sobre el Duero, por sus muros y por su buen castillo (1), con lo cual hubiera podido tener asegurada y expedita toda la línea desde Valladolid hasta Zamora, y hubiera impedido el grande apoyo que en esta población, casi la única de Castilla enemiga de los comuneros, tuvieron después los imperiales. Bien que mayor yerro fué haberse establecido la Santa Junta en Tordesillas, y no en una ciudad y plaza más fuerte, donde hubieran podido trasladar la reina, y estar á cubierto de un golpe de mano como el que luego sufrieron.

Mientras la reina dió señales de no tener tan perturbado el juicio y tan extraviada la razón como antes, los procuradores le expusieron por medio del doctor Zúñiga de Salamanca, las calamidades con que habían afligido al reino los extranjeros que habían rodeado al rey su hijo, las causas del levantamiento de las ciudades, y lo dispuestos que estaban todos á sacrificarse por su reina, rogando les ayudase en la santa empresa de restaurar sus libertades y reparar sus vejaciones (setiembre, 1520). Ella lo prometía así, y aun dicen que manifestaba extrañeza de que los castellanos no hubieran tomado más pronta venganza de los flamencos. Teníase á milagro verla hablar con tal cordura, volaba por todas partes la noticia de no estar ya loca doña Juana, y todos se entregaron al regocijo (2). Mas todo se trocó en abatimiento y desánimo cuando se supo que la reina había vuelto á su anterior estado de enajenación mental.

En tal situación, y cuando parecía asegurado el triunfo de los comuneros, puesto que toda Castilla se había alzado en el propio sentido, que las tropas reales habían sido batidas y sus caudillos se habían refugiado á extrañas tierras, que el rey se encontraba ausente y aun no había tomado medidas de represión, que el regente y los consejeros andaban ó fugitivos ú ocultos, los que no estaban á buen recaudo, que no tenían ni autoridad, ni ejército, ni dinero; cuando las comunidades habían vencido todos los materiales obstáculos, dominaban en el reino, tenían á la reina en su poder, y parecía no faltarles más que organizar un gobierno vigoroso y enérgico, entonces fué cuando comenzaron á flaquear, dejando á medio hacer la obra y á medio camino la jornada, y mostrando que aquellos hombres tan impetuosos para los sacudimientos y tan esforzados para la pelea, carecían de cabeza para dirigir, de energía para organizar la revolución y de talento para gobernar. La primera providencia de la Junta mandando comparecer á los diputados de las cortes de la Coruña, para dar cuenta del uso que habían hecho de sus poderes, era muy fundada en

(1) El que hoy está destinado á archivo nacional.

(2) Se ha puesto en duda y Sandoval lo indica ya, refiriéndose á Pero Mejía, el hecho de haber recobrado su razón la reina doña Juana en aquellos días, pero Alcocer y el mismo Sandoval, en el lib. VI, párr. 30 de su Historia, insertan íntegro el testimonio público que se sacó de todo lo que pasó y se trató entre la reina y los procuradores, redactado con tal extensión y tales pormenores que parece no dejar duda de su autenticidad.

justicia, pero completamente ineficaz, puesto que debía suponerse que los que andaban huídos por no verse arrastrados por el pueblo no habían de ir á entregar sus cabezas al fallo y á la cuchilla de un tribunal. Cuando doña Juana volvió á caer en su demencia, no se les alcanzó cómo suplir su falta, y no les ocurrió llamar á su hijo el infante don Fernando, criado en España y querido de los españoles, que puesto al frente del gobierno hubiera podido consolidar la revolución, y tal vez inhabilitar para lo sucesivo á su hermano. Tampoco supieron interesar en su causa á la nobleza, pues aunque una parte de ella en el principio les favoreciese, y otra permaneciese inactiva, naturalmente había de ladeárseles para acabar por hacérseles contraria, no sólo por haber dejado las ciudades y villas á discreción de la plebe, con sus feroces instintos y sus tendencias á los desmanes y excesos cuando no hay freno que la contenga en los momentos de desbordamiento, sino también por el afán de establecer una inoportuna igualdad, y de despojar á la clase noble de privilegios y títulos, de los cuales, siquiera fuese por abuso respecto á muchos de ellos, estaban en posesión, y no era aquella ocasión de despojar, sino de atraer.

La Santa Junta, en vez de reformar, obrando ya como autoridad suprema, los abusos de que se lamentaba, y de reparar los agravios que el reino sufría, se limitó á usar el tono de súplica, dirigiendo al rey una larga carta (20 de octubre, 1520), refiriéndole todo lo acontecido en Castilla desde su ausencia, y á la cual acompañaba en forma de memorial un extenso catálogo de los capítulos que el reino pedía, y de los agravios y vejaciones que había sufrido, y que le suplicaba remediase. En este importantísimo documento, al paso que se ve la debilidad á que se condenó á sí misma la Junta, se descubre el respeto que siempre quiso guardar á la persona del monarca y á la institución, los graves motivos que había tenido el pueblo para su alzamiento, y la justicia con que pedía la reparación de sus agravios y de sus vulnerados derechos. Bastará para patentizarlo el extracto de los capítulos que nos parecen más importantes.

«Que el rey volviera pronto al reino para residir en él como sus ante cesores, y que procurara casarse cuanto antes para que no faltara sucesión al Estado:-Que cuando viniera no trajera consigo flamencos, ni franceses, ni otra gente extranjera, ni para los oficios de la real casa, ni para la guarda de su persona, ni para la defensa de los reinos:-Que se suprimieran los gastos excesivos, y no se diera á los grandes los empleos de hacienda ni del patrimonio real:-Que los gobernadores puestos en su ausencia fuesen naturales de Castilla, y á contentamiento del reino:—Que no se cobrara el servicio votado por las cortes de la Coruña contra el tenor de los poderes que llevaban los diputados, ni otras imposiciones extraordinarias:-Que á las cortes se enviasen tres procuradores por cada ciudad, uno por el clero, otro por la nobleza, y otro por la comunidad ó estado llano:-Que los procuradores que fueren enviados á las cortes, en el tiempo que en ellas estuvieren, antes ni después, no puedan por ninguna causa ni color que sea, recibir merced de Sus Altezus, ni de los reyes sus sucesores que fueren en estos reinos, de cualquier calidad que sea, para sí, ni para sus mujeres, hijos ni parientes, so pena de muerte y perdimiento de bienes..... Porque estando libres los procuradores de codicia, y

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