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ARCHIVOS, BIBLIOTECAS Y MUSEOS

AÑO XXXI.-JULIO-AGOSTO DE 1917.-NÚMS. 7 Y 8

Discurso de D. Francisco Rodriguez Marín

LEÍDO EN LA BIBLIOTECA NACIONAL

EN EL SOLEMNE ACTO DE LA INAUGURACIÓN DE LA ESTATUA DE

DON MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO

SEÑOR 1:

La Biblioteca Nacional recobra hoy a su lector más insigne. Cinco años ha que nos le arrebató la muerte; pero la generosa admiración de sus compañeros y amigos de la Junta Central de Acción Católica, acudiendo a la magia del Arte, más poderoso que la muerte misma, le devuelve hoy, y para siempre, a su amada Biblioteca. Le hemos contemplado al entrar en esta sala: medio envuelto en su airosa capa española, que por española implica una patriótica profesión de fe, más necesaria hoy que nunca, sentado en un sillón, debajo y delante del cual hay diversos libros, y descuidado, como lo fué en su vida terrena, de todo aquello que no se refiera al mundo del espíritu, está absorto en su ocupación favorita: está leyendo y como invitando a estudiar a cuantos, dejada atrás la escalinata que decoran majestuosamente las figuras más venerables del saber español, penetren en el amplio vestíbulo de este palacio de las letras, en que, día por día, se da a las almas el substancioso pan de la cultura.

¡Bien haya el acuerdo de la Junta Central de Acción Católica, que, al honrar por medio de una de las bellas artes la memoria de nuestro gran polígrafo, ha favorecido sobremanera a la Biblioteca Nacional, destinando para ella la hermosa estatua del más preclaro de sus directores! Como indigno sucesor de Menéndez y Pelayo en este honroso puesto, cumplo gustosamente el deber de dar muy cordiales gracias a

I

Honraron con su asistencia esta memorable solemnidad SS. MM. los Reyes y toda la Real Familia.

la Junta por merced tan digna de estimación, y, tal deber cumplido, añadiré algunas otras palabras, obligado a ello por mi cargo, por la profunda veneración con que siempre reverencié a aquel amigo y maestro inolvidable, y, en fin, como individuo de la Real Academia Española, a la cual represento aquí por designación de su ilustre director don Antonio Maura. Mas de qué trataré unos instantes?... Pues el hábil artista ha representado leyendo al sabio iniciador del renacimiento de los estudios literarios en España, trataré de Menéndez y Pelayo como lector, curiosísimo aspecto suyo que sólo conocimos bien los contados escritores que nos honrábamos con su trato intimo.

Todos los hombres cultos admiran y veneran a Menéndez y Pelayo como autor de cien libros magistrales; todos han gustado las apetitosas mieles de su poesía en las Odas, epístolas y tragedias, y han tomado el pulso a su profundo saber histórico y filosófico, al par que a su cristiano brío para señalar y combatir el error, en la renombrada Historia de los Heterodoxos españoles; todos encarecen debidamente los asombrosos conocimientos bibliográficos y el noble amor a la Minerva patria demostrados en La Ciencia española, libro valentísimo en que volvió por los fueros de nuestra gloriosa ciencia nacional, desconocida y aun negada por espíritus frívolos y pedantescos, malos hijos, renegadores de su madre, y, en fin, todos han estimado en su mucho valor la incomparable aptitud crítica que denotan en cada una de sus páginas obras tales y tan definitivas como la Historia de las ideas estéticas en España, los prólogos de la gran edición académica de Lope de Vega, la Antología de poetas líricos españoles, la de hispano-americanos y el insuperable estudio sobre los Orígenes de la Novela. Pues bien: con ser tan excepcional y prodigioso el mérito de Menéndez y Pelayo como escritor, aún valía más, mucho más, como lector.

Los que estudian las obras del ilustre maestro montañés sólo se dan buena cuenta de lo que escribió; pero no pueden dársela de lo que sabía y no llegó a lucir en ellas. Porque es cierto que aquel hombre singular, maravilla y portento casi increíble, sabia infinitamente más de lo que hay en sus libros: en el inmenso arsenal de su pensamiento guardaba materia bastante para triplicar, ¿qué digo triplicar?, para centuplicar su producción literaria. Fué desde la niñez un lector formidable; y como conservaba frescas e integras las especies de cuanto había leído, asimi

ladas, aumentadas y mejoradas con lo mucho que aquel poderoso entendimiento ponía de suyo al discurrir sobre sus lecturas, todo lo tenía a mano. La memoria no sabe mandar, sino obedecer; de ahí que para señora es pésima; pero cuando, sobre ser fácil, tenaz y expedita, está destinada a servir a un entendimiento rey, que sabe mandar y hacerse obedecer, entonces, como servidora fiel e insustituíble, va y viene sin reposo, y, cruzando en un vuelo los más dilatados espacios de tiempo y de lugar, incontinenti trae a su dueño cuanto le pide. Este entendimiento y esta memoria privilegiadísimos fueron los que Dios quiso otorgar a Menéndez y Pelayo, como a una de sus criaturas más predilectas.

Así, entre los diversos beneficios que originaba el trato frecuente de aquel varón incomparable, puede citarse uno ventajoso por todo extremo: junto a Menéndez y Pelayo no había vanidad científica posible. Sabido es que, por desgracia, el estudio, como la sombra de ciertos árboles, suele hinchar a algunos sujetos, y por esto no es grata la comunicación con aquellos engreídos que se tienen, y aun se diputan y pregonan, por hombres eminentes. Pues bien, los que cada día conversábamos con el maestro, no corríamos el peligro de caer en tal desdicha: lo uno, porque aprendíamos de él, y él era la llaneza hecha hombre, o mejor diría hecha niño, ya que, sin otro mundo que el de sus libros, conservaba en gran parte el gentil candor de los años infantiles; y lo otro, porque a la media hora de hablar con aquel verdadero sabio, el más pagado de su talento y de su saber veía desmoro narse su presunción y conocía velis nolis que, como dicen, a todo hay quien gane, y que, comparado con el coloso, andábase muy en los rudimentos de lo que pomposamente había creido su especialidad. Vez hubo que en una agradable tertulia literaria de Sevilla, para probar, no nuestra suficiencia, sino el vastísimo saber del que todos teníamos y proclamábamos por maestro insuperable, nos concertamos para irle hablando cada cual de lo que mejor supiese, y, hecho así, a todos nos colmó las medidas, porque de cuanto se trataba sabía tanto y tan bien sabido, que nos tuvo largo tiempo como colgados de sus palabras. Escuchándole y aprendiendo, sonreíamos y cruzábamos miradas de inteligencia, hasta que, al advertirlo él, nos fué preciso descubrir, con amistoso regocijo, nuestra conjuración.

En cambio de tamaños bienes, a un grave mal exponia-no quiero

omitirlo el tratar frecuentemente con Menéndez y Pelayo: al mal de tornarse perezoso. Ved qué claro es esto. Contando con la generosa amistad de aquel maestro sapientísimo, no era necesario despestañarse revolviendo libros hasta dar con las recónditas noticias que interesaba conocer. Con preguntarle se ahorraba cualquiera ese difícil trabajo, muchas veces infructuoso. Él, invariablemente y sin vacilación, suplía a maravilla por cuantos libros salieron de los moldes de la imprenta, como si estos libros estuviesen abiertos ante los ojos por las precisas páginas en que se hallase estampado y explicado lo que deseaba saber el preguntante.

Mas no contentaba a Menéndez y Pelayo todo este saber, porque, en realidad, a las cosas insaciables que enumeró Salomón en su Libro de los Proverbios bien pudo añadir esta otra, que nunca dice basta: la curiosidad del sabio. Así, no satisfaciendo a la del ínclito pensador lo mucho que había leído fuera de España, y en nuestra riquísima Biblioteca Nacional, y en otras cien bibliotecas y archivos, solia ir por la primavera, en sus vacaciones de catedrático, bien a la hermosa tierra de Luis Vives, para disfrutar la notable librería de don José Enrique Serrano y Morales, o bien a la sin igual Sevilla, en aquel buen tiempo en que la opulenta capital andaluza podía ufanarse de contar entre sus tesoros bibliográficos una copiosa y selectísima biblioteca particular de literatura española en que había casi tantas joyas como volúmenes; y era de admirar que mientras todos los habitantes de la espléndida ciudad de la Giralda bullian alegremente, gozando de cuanto la naturaleza y los hombres, como por apuesta, derrochan allí en la hermosa estación de las flores para recrear la vista y deleitar el espíritu, el infatigable cultivador de nuestras letras quedábase en sus glorias entre los amadísimos volúmenes causa única de su viaje.

Esta inapagable sed de lectura llevó a Menéndez y Pelayo a juntar gran copia de obras científicas y literarias; y el que recién cumplidos los veinte años de su edad hacía gala, simpáticamente jactancioso, de la posesión de sus estantes, en los cuales, entre dos o tres centenas de libros, comprados muchos de ellos con el ahorrillo estudiantil, ya guardaba con amor aquel Horacio viejo,

<de mal papel y tipos revesados,
vestido de rugoso pergamino»,

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