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Filadelfo, y que posee el Museo de Nápoles; el llamado vaso de San Martín, de la Abadía de San Mauricio de Agaune, con un asunto homérico, y el vaso de Mantua, existente en Alemania, decorado con escenas báquicas. Los tres primeros vasos están tallados en sardónice, y el último en ónice, que una y otra son variantes del ágata. Resulta, por consiguiente, el vaso de Mérida el quinto ejemplar de este género de objetos preciosos.

Por los colores de su materia, que del blanco lechoso y azulado pasa al rojo melado, produciendo bellísimo efecto las nubecillas opalinas, parece ser del género de aquellas ágatas arborizantes en las que los antiguos creían reconocer figuras, como el ágata con Apolo y las musas que llevaba en su sortija Pirro, según Plinio.

Esta clase de vasos, que como trabajos de glíptica están en la categoría de los grandes cama feos (el de París, el de Viena), debieron ser piezas raras en la antigüedad misma: copas de alto precio, para uso de príncipes y magnates. ¿Quién fuera el poseedor emeritense de nuestro vaso? No nos lo ha revelado el sepulcro de que procede y en el que no ha sido hallada la inscripción funeraria que declararía el nombre del personaje que lo poseyó; no quedando otro testimonio de este Creso desconocido más que el mismo vaso.

En cuanto al origen del mismo, hay que desechar desde luego la presunción de que haya sido labrado en España, pues aunque en ella se encuentre el ágata, el arte de la Glíptica no adquirió en ella desarrollo. Las únicas piedras grabadas que por la uniformidad de su trabajo, poco estimable por cierto, y por su estilo, que produjo figuras esquemáticas, se cree, o se presume, deben proceder de un taller indígena, son las de Clunia, las cuales son productos modestos, que están muy lejos del magnífico vaso de Mérida. Es, por tanto, más aceptable la idea de que se trata de un objeto importado, lo cual es bien verosímil, dado la importancia comercial de la Colonia Augusta Emérita, que tenía puerto en el río Anas, navegable desde su desembocadura en el mar hasta la próspera y famosa ciudad.

Importado debió ser nuestro vaso que, como sus congéneres, el de los Ptolomeos y la copa Farnesio, debió ser labrado en Egipto, en Alejandría, que es lo más creíble, o tal vez en Asia Menor o en alguna de las islas del mar Egeo, y por artista formado en la corriente grecorro

mana, que tuvo origen en el arte alejandrino, debiendo datar del siglo antes de la Era o el primero de ésta,

TRES TROZOS DE PIZARRA CON NUMERALES ROMANOS, procedentes de Ciudad Rodrigo.-Donación de don Juan Alcañiz.-Estos curiosos trozos de pizarra con cifras grabadas de difícil interpretación, tanto por lo ligero del grabado como por estar incompleto lo escrito, deben considerarse como parte de las cuentas llevadas por algún maestro en la explotación de alguna cantera.

JOSÉ RAMÓN MÉLIDA.

(Continuará.)

ALGUNAS CONSIDERACIONES

sobre la propiedad intelectual o derecho de autor

(Conclusión.)

CAPITULO XIII

DERECHO INTERNACIONAL Y La convención DE BERNA REVISADA EN BERLÍN Principios que informan nuestra legislación.-Tratados celebrados por España sobre propiedad intelectual. -- Convención de Berna, revisada en Berlín, para la protección de las obras literarias y artísticas: antecedentes históricos.-Régimen externo de la Convención.-Bases fundamentales de la Convención.-Personas protegidas por la Convención.-Obras protegidas por la Convención.Duración de la protección dispensada por la Convención: Ley de origen y concepto jurídico de la publicación.-Efectos retroactivos de la Convención.

PRINCIPIOS QUE INFORMAN NUESTRA LEGISLACIÓN.-La propiedad intelectual es una de las relaciones jurídicas más apropiadas para manifestarse en su aspecto internacional, puesto que tiene por objeto las obras del pensamiento, encarnación de las ideas que en su poder expansivo no reconocen fronteras, y de las que se apodera la humanidad allí donde aparezcan, siempre que sean útiles a su marcha.

El progreso y la facilidad de comunicaciones puso en contacto a los pueblos, estableciéndose, como natural consecuencia, el intercambio de sus ideas y culturas, mediante su vehículo natural, las obras del pensamiento; los libros, las partituras, los cuadros, etc., etc., en que encarnaron, empezaron a salir y entrar de unas naciones a otras. Por otra parte, para satisfacer la necesidad sentida por las gentes de conocer las obras producidas en otros países, hubo de aparecer el intermediario,

más o menos escrupuloso, que se apresuró a reproducir y a traducir aquellas obras, con grave detrimento de los legítimos dueños de las mismas, no tan sólo bajo su aspecto económico, sino también por lo que hace al buen nombre y fama del autor, cuyas creaciones desnaturalizaban con reformas y mutilaciones constitutivas de verdaderas enormidades, porque la ley nacional que protegía el derecho del autor perdía su soberanía al traspasar la obra la frontera, quedando aquélla completamente desamparada y a merced del primer usurpador.

Esto, además de constituír una monstruosa injusticia, era contra toda lógica, porque así como los bienes que los nacionales de un país enviaban a otro no eran detentados ni en las naciones por que atravesaban ni en la de su destino, así debía y debe respetarse el derecho del autor sobre la obra importada o de tránsito en los mismos, puesto que constituye un bien lícito y representativo de un valor económico, positivo y cotizable en un momento dado como otro cualquiera.

Al reconocimiento de este principio, constitutivo de una verdadera novedad, se oponían: por un lado, el egoísmo nacional y la aversión al extranjero, y por otro, las divergencias de fondo entre las legislaciones internas de las naciones sobre propiedad intelectual, que impedía a los Gobiernos el reparar aquella injusticia; pero se hizo tan palmaria, fué tan grande el abuso cometido en ciertos países contra los derechos del autor extranjero, que en unos por alteza de miras y en otros por conseguir un recíproco amparo, los Estados se vieron obligados a proteger la propiedad intelectual de los extranjeros por medio de disposiciones de orden interior y de tratados o convenios internacionales; y con disposiciones de ambas especies contamos dentro de nuestra legislación sobre propiedad intelectual.

Estas disposiciones se encuentran contenidas en los artículos 12 a 15 inclusive, 50 y 51 de la ley de 10 de enero de 1879; en los primeros se ocupa de definir y regular el derecho de traducción con relación a españoles y extranjeros; en el 50 proclama el principio de la reciprocidad judicial, por lo que hace a la forma de proteger la propiedad intelectual de los extranjeros en España, y en el 51, se sientan las bases que el Gobierno de nuestro país debe tener presentes para celebrar Tratados internacionales sobre la materia. El análisis y juicio que nos merecen los primeros de dichos artículos, ya lo hicimos al ocuparnos "Del de

recho de traducción en España y en sus relaciones internacionales” 1, y sólo nos falta, para completar la materia, el analizar el mencionado artículo 51 y dar noticia de los Tratados internacionales celebrados conforme a lo dispuesto en el mismo, lo que haremos en el párrafo siguiente; pero no hemos de terminar éste sin decir que lo que allí afirmamos en concreto, refiriéndonos al derecho de traducción, podemos afirmarlo aquí con relación a la propiedad intelectual en general: que en España, para que los extranjeros gocen de aquel derecho, es preciso que exista un acuerdo de carácter internacional en que, por lo menos, se declare la simple reciprocidad de derechos entre los súbditos de nuestro país y los de aquellos que quieran hacer valer su derecho en España.

TRATADOS INTERNACIONALES CELEBRADOS POR ESPAÑA SOBRE PROPIEDAD INTELECTUAL.-El art. 26 de la ley de 10 de junio de 1847 impuso al Gobierno la olbigación de concertar Tratados de dicha especie, y en cumplimiento de tal precepto, los hizo con Francia, Inglaterra, Bélgica, Cerdeña, Portugal y los Países Bajos; pero conceptuando la ley de 10 de enero de 1879 que dichos convenios eran incompatibles con la amplitud de principios contenidos en la misma, ordenó, en su art. 51, que se denunciasen aquellos Tratados dentro del mes siguiente a su promulgación, y se procurara en seguida ajustar otros nuevos con cuantas naciones fuese posible, en armonía con aquellos principios y con sujeción a las siguientes bases:

1.

Completa reciprocidad entre las dos partes contratantes.

2. Obligación de tratarse mutuamente como a la nación más favorecida.

3. Todo autor o derechohabiente que asegure con los requisitos legales su derecho de propiedad en uno de los países contratantes, lo tendrá asegurado en el otro sin nuevas formalidades.

4.

Queda prohibido en cada país la impresión, venta, importación y exportación de obras en idiomas o dialectos del otro, como no sea con autorización del propietario de la obra original.

Estas bases, así como el propósito que con ellas quiso cumplir el legislador, nos parecen bien, y en aquella época representaban un positivo adelanto, puesto que en dicha clase de Tratados eran muchas e innecesarias las trabas que se imponían, sobre todo por lo que hace a I Véanse las págs. 118 y siguientes.

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