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á la conciencia, y los cuarteles sobreponerse á la Cámara, protestaban de sostener el órden y la tranquilidad, mientras los diputados deliberasen; pero les rogaban al mismo tiempo (preces erant, sed quibus contradici non posset, como decia Tácito,) que tomasen en consideracion el hecho ocurrido, y resolvieran sobre asunto de tanta importancia.

Itúrbide, todavía en aquella misma noche, quiso dirigir una alocucion á los mejicanos. Dábales cuenta de lo que el pueblo y el ejército de la capital unidos habian hecho, y decíales que al resto de la nacion tocaba aprobarlo ó rechazarlo. Recomendábales, como amante del órden, el respeto á las autoridades constituidas, y concluia con estas palabras, farisáica y ya monótona protesta de todos los ambiciosos: «La na-cion es la patria: la representan hoy sus diputados: oigámoslos: no demos un escándalo al mundo, y no temais seguir mi consejo. La ley es la voluntad del pueblo; nada hay sobre ella: entendedme, y dadme la última prueba de amor, que es cuanto deseo, y lo que colma mi ambicion.»

¡Ah! Sabia bien Itúrbide que no debia temer el fallo del Congreso, y obraba con prevision cuando queria dar aquella sancion á un poder tan alto que venia de tan bajo, á aquel imperio de la América mejicana creado en una noche de orgía por los soldados y los léperos de la capital, esto es, la gente vagabun– da', los lazzaroni de Méjico.

XLIV.

Sobre noventa diputados se reunieron en la sesion del Congreso mejicano celebrada el dia siguiente. Comenzó por ser secreta, y algunos protestaron contra lo que se hiciera en público, porque la discusion no podia ser libre bajo la presion de los soldados y de las muchedumbres que rodeaban el edificio y luego inundarian las galerías. En efecto, bien pronto se vió que el tumulto hacia imposible todo debate, porque no se oia mas que este grito: ¡Viva Agustin I! Acudió el Congreso á la regencia, pero esta contestó que no podia responder del órden, y entonces se apeló al mismo Itúrbide para que asistiese á la sesion. Vaciló el generalísimo en lo que debia de hacer; pero cediendo al consejo de sus amigos, se decidió á presentarse en el Congreso, y no bien salió á la calle, la plebe quitó las mulas del coche y lo llevó por sí misma con renovado entusiasmo y con vivas atronadores.

Al entrar Iturbide en el salon de sesiones, el público inundó las galerías, y el pueblo y el ejército, oficiales, soldados, frailes, léperos y gentes de todas clases, deseosos de disputar el primer puesto en la adulacion ó en la servidumbre del César que proclamaban, tomaron asiento entre los mismos diputados, con lo que es de inferir qué linaje de libertad quedaba á estos para emitir su opinion ó dar su voto. A escita

cion del presidente hizo Itúrbide como que queria calmar tanta efervescencia, y aprovechando la ocasion recordó los esfuerzos que tantas veces habia hecho para impedir que el entusiasmo del pueblo lo elevase á un puesto que nunca habia ambicionado, esfuerzos habia redoblado, segun decia, el dia anterior en el momento que supo de lo que se trataba, á lo que fué completamente ageno, y ahora se dirigia igualmente al público para exhortarle á que se sometiese á la decision del Congreso, cualquiera que ella fuese.

que

Fué varias veces interrumpido el mismo Itúrbide por el pueblo, impaciente por ver realizado su deseo de que su favorito fuese proclamado inmediatamente emperador, de modo que apenas pudo oirse la voz de aquellos diputados que, con mas sereno patriotismo ó con intencion de aplazar toda resolucion definitiva, pedian que se esperase algun tiempo hasta que por lo menos dos terceras partes de las provincias hubiesen ampliado los poderes de sus representantes, quedando Itúrbide entretanto de único regente. No se adhirió el generalísimo á esta proposicion que concentraba en sus manos todo el poder ejecutivo, lo cual, unido á la verdadera popularidad que tenia entonces en las provincias, debia hacerle considerar el éxito como seguro, con la inapreciable, con la inmensa ventaja para él de que de esa manera su exaltacion al trono no habria sido el resultado del motin de la soldadesca de la plebe de la capital, sino la espresion solemne, fria y severa de la voluntad de todos; la fórmula incontrastable y augusta de la soberanía nacional.

Rechazadas estas proposiciones, púsose á discusion la que debia satisfacer á la impaciente muchedumbre,

la que suscribia la mayoría de los diputados presentes, la que era entusiasta panegirico de Itúrbide, de sus estraordinarios méritos, de su buena fé en el cumplimiento del plan de Iguala y del tratado de Córdoba, que lo apartaba del trono, la que decia: «que rotos este y el plan de Iguala por no haber sido aceptado por España, los diputados estaban autorizados por aquellos mismos tratados á dar su voto para que Itúrbide fuese declarado emperador, confirmando de esta manera la aclamacion del pueblo y del ejército, recompensando debidamente los estraordinarios méritos y servicios del libertador del Anahuac, y afirmando al mismo tiempo la paz, la union y la tranquilidad que de otra suerte desaparecerian acaso para siempre; pero este voto, que los diputados que lo suscribian aseguraron ser el general de sus provincias, lo daban bajo la condicion precisa é indispensable de que el generalísimo almirante, en el juramento que habia de prestar como emperador, habia de obligarse á obedecer la Constitucion, leyes, órdenes y decretos que emanasen del soberano Congreso mejicano. »

Demas está que digamos que se ahogó con gritos y amenazas la voz de los diputados que tuvieron el raro valor de hacer algunas observaciones contra esta proposicion, así como se aplaudió frenéticamente á aquellos otros que la apoyaban con frases lisongeras para Itúrbide. Despues de este debate, ó por mejor decir, despues de esta sucesion alternada de silbas y aplausos, de esta série de gritos y amenazas, de lisonjas y adulaciones, declarado el punto suficientemente discutido, el generalísimo dirigió de nuevo la palabra

al pueblo <exhortándole á guardar el mayor órden y respeto á la soberanía nacional, exigiéndole que si amaba á su persona, le prometiese someterse respetuosamente al resultado de la votacion, cualquiera que fuese, pues en aquella Asamblea residia la voluntad reunida de la nacion, representada por sus diputados.>

Este discurso fué tambien interrumpido por los gritos del pueblo, cada vez mas impaciente por que se aclamase á Itúrbide emperador; de modo que, sosegado un poco el tumulto, procedióse á la votacion, que dió por resultado el que era de esperar. Setenta y siete diputados contra quince que opinaron por la consulta á las provincias, asentaron á D. Agustin de Itúrbide sobre el trono de Méjico. A las cuatro de la tarde se publicó el resultado de la votacion, y entonces el presidente del Congreso invitó al César electo á ocupar el asiento que le correspondia bajo del sólio. El pueblo prorumpió de nuevo en ruidosas aclamaciones y estremeciendo los aires con sus vítores y aplausos, acompanó á Itúrbide hasta su casa. Así se levantó el imperio de Méjico, sobre las ruinas del plan de Iguala y del tratado de Córdoba, de que se valió Itúrbide para atraerse á los españoles y ocultar su propia ambicion, sobre el falseamiento de todos los principios que hicieron la independencia, sobre la abierta violacion de todas las formas legales, puesto que las votaciones del Congreso no eran válidas si no concurrian ciento y un dipntados, y solo ochenta y dos fueron los que tomaron parte en pro y en contra del imperio, apoyado en la soldadesca y en la plebe como los Augustulos del bajo imperio, sin el prestigio de la legitimidad, sin el esplendor de la gloria, sin la grandeza

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