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vés de la escuela castellana, la sabiduría de Oriente. Sólo en la tierra pródiga del Andalus, donde las palmeras del Eufrates, plantadas por mano de Abderramán, crecieron con nunca visto esplendor, pudo haber tales medros y delicias, tan gloriosos como breves, la raza torva de los desiertos; así pudo alabar Ibn Gálib el talento artístico, la galante finura, la vocación científica, la destreza mecánica de los andalusies, el pueblo más parecido al griego entre todos los de la tierra.

Y advertid vosotros con orgullo cómo en el poético y venturoso instante en que una civilización añeja o novadora, oriental o latina, meridional o norteña, gentil o cristiana, alborece en los anchos horizontes de la Patria española, al punto ilumina con más vivo y gracioso resplandor los campos de la Bética, y en ellos produce siempre los frutos más dulces, más sazonados y copiosos. El sol de la cultura no se pone jamás sobre las aguas del sacro Guadalquivir, que es la arteria aorta del corazón de la patria, el vaso de sangre generosa en cuyas ondulaciones está el pulso de la vida nacional.

Aquí reflejan su postrera lumbre todos los Ocasos, y apunta el claror de todos los Renacimientos; en los campos elíseos de la dulce Turdetania se hunden las raíces de la más remota cultura peninsular; a orillas de este glorioso río y en sus antiguos brazos se dieron cita los pueblos más ilustres y emprendedores de la Historia; vieron sus márgenes llegar naves y gentes, colonias y rebaños, los leones de las proas fenicias, las elegantes flotas helénicas, mercaderes púnicos, mílites latinos, régulos visigodos, emires sarracenos; el

oleaje espumoso de abigarradas muchedumbres que remontaron el cauce o descendieron por su apacible corriente. Seducidos por la hermosura de esta Galatea que, sentada en la orilla, moja los blancos pies en las azules aguas, la amartelaron y regalaron con peregrinas finezas y joyas; trajeron a su servicio y deleite cuanto creó la industria de los hombres: púrpuras de Tiro, alhajas de Cartago, ánforas griegas, cálices de Roma, gemas de Oriente, incienso y mirra de la Arabia; diéronla templos, alcázares y jardines, aderezados con los tesoros del arte universal, hasta hallarse un día dueña del mundo y ceñir a sus sienes corona de Emperatriz...

Mas el concierto de tantos primores, la adaptación y encaje de esos estilos forasteros al noble edificio de la civilización española, se ha hecho siempre con igual armonía, con igual elegancia, con la misma originalidad y sencillez que los calados arabescos, los lindos ajimeces, las soñadoras ojivas, los órdenes clásicos en vuestra famosa Giralda, símbolo, imagen del alma nacional, que conserva también dejos arábigos, ímpetus ojivales, gracias latinas y helénicas, sin dejar de ser española. ¡Oh, Giralda cristiana y sevillana, recia a la par y esbelta como el genio andaluz; torre de gloria y de victoria, torre de honor; tienes la majestad y la fuerza de los varones que te hicieron; tienes el garbo y la finura de una mujer; que aun tus arcillas y tus piedras, cuando se ven de lejos bruñidas por el sol, toman color y suavidad de carne, de la carne exaltada por el espíritu y encendida por el ideal! ¡En ti veo patentes las virtudes de mi patria, su arte, su cultura,

su misión católica! ¡También tú tienes los cimientos sobre reliquias de los mártires, y por corona la Fe! Cuando te miro, en el azul glorioso de tu cielo, siempre firme, veladora y alerta, salta en mi pecho el gozo de las emociones que hacen llorar... ¡Dichosos aquellos a quienes cupo en suerte nacer a la sombra de estas creaciones inmortales y hacer nido a sus primeros pensamientos en los bordados campaniles de una torre como esta divina torre de la Giralda, que no se sabe si la hicieron los hombres para subir al cielo o los ángeles para bajar a la tierra, aunque mirándoos a vosotras, sevillanas, de cierto aseguro que fueron los ángeles !...

IV

He intentado, señores, en esta caminata por los siglos, acusar, con pocos y expresivos apuntes, la personalidad histórica de nuestra Patria, y deducir la integridad y persistencia de sus genuinos caracteres al través de cuantas irrupciones la han salteado, fecundado y enriquecido. Si no me lo vedasen la longitud de este discurso y el riesgo de apurar vuestra paciencia, calaría más hondo en las raíces para inferir cumplidamente los rasgos peculiares y nativos de la raza, su índole propia y castiza, su genio secular-no ibérico, ni latino, ni germánico, ni semítico, ni mediterráneo, sino español a boca llena-; español sin motes, antifaces ni peregrinos afeites; cristiano viejo, amo de su casa y libre, muy retehombre y cabal, orgulloso y valiente, derrochador y aventurero; alentado en el peligro, manirroto en la opulencia, en la desgracia estoico; para los golpes duro; chapado a la antigua, pero lince de invenciones y zahorí de novedades; soñador de lo ideal hasta el arrobo y amante de lo real hasta el desenfreno; grave en las veras y mordacísimo en las burlas; rebelde, impresionable, henchido de pasión, pero con una levadura de imponente severidad, con un poso de resignada tristeza. Mostraría, también con

nuevos toques, la originalidad de la cultura española, su inclinación, en la ciencia, al sintetismo, al empirismo, a las soluciones prácticas y conciliadoras, no sin arranques de independencia crítica, no sin altos vuelos ontológicos; la exacerbación del sentido realista y ético en el arte; la virtud democrática de sus instituciones y leyes; el romántico sabor de sus costumbres, y concretaría, por fin, las bases donde erigir forzosamente nuestro resurgimiento nacional, si éste ha de ser de veras español, no una copia servil de modas forasteras, si ha de ser fruto vital y sazonado, no un aborto, ni menos un parricidio.

Pero harto más rotundos, luminosos y artísticos resaltarían aquellos rasgos y perfiles si yo acertase a evocarlos en el apogeo del siglo de oro, cuando España, libre de todo yugo, limpia de toda impureza, rescatada y conforme bajo la gloria de un solo cetro, puesta en la cumbre de su vigor y madurez, dueña del mundo, ciñó, como antes dije, la corona de su grandeza imperial; cuando Sevilla, retrato siempre de su cultura y de su espíritu, pudo, no sin razón, apellidarse la Atenas española.

Esclarecidas las penumbras de la Edad Media por los levantes armoniosos del Renacimiento; arraigada nuestra civilización milenaria, cedro robusto y oloroso de tan varios y vivaces injertos en el hondo terruño de las tradiciones populares, y cobrando nueva virtud al respirar otra vez las brisas del mundo clásico; fenecido el período de transición y asiento de la Patria en su fecunda unidad; abierto en las tinieblas del Atlante el camino de las Indias..., ¿cómo no añorar y bendecir,

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