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oz más recia y alegre, menos opaca y triste que la mía, debiera responder en tan feliz ocasión al claro, robusto y luminoso ingenio en cuyas obras, amor y delicia de las Musas, cam

pean, con el brío y el garbo de inmarcesible juventud, el buen sentido nacional de la vida y del arte, las tradiciones realistas y populares de la raza, aquellas que fueron el espíritu, la sangre y el nervio de todo lo español, desde las cumbres más altas de la Mística a las abiertas y espaciosas llanuras de la Novela y del Teatro.

Fué raro designio, si honroso y venturoso para mí, de esta noble Academia, que al lozanísimo autor en quien reviven los clásicos laureles de la Comedia Castellana, tal como la entendieron y asentaron sus más genuinos fundadores, le dé la bienvenida, no un Maestro de autoridad y saber, ni un Poeta ducho en las artes sabrosas de Juan del Encina, Lope de Vega y D. Ramón

de la Cruz, sino un triste novelador muy poco dado a regocijos, más hecho a sufrir las penas que a divertirlas y aliviarlas.

Ello mismo, tal vez, es grande parte a sentir, ¿quién no la siente?, una irresistible atracción, una muy delicada gratitud hacia estos amabilísimos poetas que trajeron al mundo la misión generosa de alegrar las cárceles de nuestras vidas, embellecer la naturaleza sin desfigurarla, antes bien, esclareciéndola como el sol, abrir nuestros pechos a la emoción del arte puro, sin preocupaciones morbosas y estimular en nuestros labios la santa y dulce risa, que tiene, muchas veces, virtudes y efusiones de plegaria. "Yo he hecho siempre, y hago, y haré, todo lo posible por alegrar mi vida y la de aquellos que me rodean-dice Consolación, una de las más reales y garbosas figuras de mujer de este Teatro, vergel de caracteres femeninos-: alegrar la vida es quererla y quererla es una manera de adorar a Dios, que nos la ha dado..." Estas lindas palabras con que la hechicera musa de Alminar de la Reina confunde al pedante don Eligio, ¿parecerían mal en la boca de un místico, de uno, cualquiera de nuestro siglo de oro? Salvas las naturales diferencias entre lo divino y lo profano, ¿quién no ve en la honestísima y saladísima doncella sevillana el aire angelical y gozoso de la Madre Teresa de Jesús, cuando, al compás de coplas y villancicos, solía tañer el tamboril y las castañuelas, y aun con sus propias y benditas manos dar unas suaves palmadas para alegrar a sus monjas y ahuyentar de sus pechos la torpe melancolía?

Mas quiso Dios, y hágase siempre su santa voluntad, que el numen, tan español y cristiano, del genio alegre y de la risa sin hiel, venga a nosotros ahora con reciente luto y honda tristeza, tanto más noble cuanto más resignada, y ello, a la par, justifique, del modo más inesperado y tierno, que se adelante a recibirle aquí, en día de gala y regocijo, quien por traer también de luto, más que las ropas el alma, puede sentir más íntimamente con el glorioso compañero, junto a las efusiones del cristiano, del artista y del amigo, la grave y profunda fraternidad del dolor...

Pero hablemos ahora de la vida, que fuera indiscreto en este lugar y en la ocasión presente velar con lágrimas la fiesta. Hablemos de la vida, que sólo es dolor irremediable para los hombres sin fe: sírvanos precisamente la realidad, la realidad más dura y más auténtica para afirmar aquí, no con vanos artificios retóricos, mas con ejemplo indiscutible, la virtud consoladora de la fe, el influjo sosegador del arte, las excelencias y hermosuras del gran espíritu nacional, que, lejos de abismarse en la contemplación amarga y pesimista de la existencia, depura cuanto hay de feo, doloroso y triste en el mundo convirtiéndolo en acicate de generosas acciones, en espectáculo artístico y moral, en alta y viva lección. Este fué siempre el claro sentido de las almas y de las letras españolas, desde sus tiempos juveniles hasta la plenitud y la abundosa madurez de sus edades de oro, tal como resplandece en el puro dechado cervantino, el más conmovedor y universal de esa viril y noble concepción de la vida que aun de las propias ad

versidades y de las propias lágrimas sabe extraer la sal, nunca las hieles, y sazonar los frutos del corazón y del ingenio, las obras buenas, verdaderas y bellas con que instruir y mover, con que alegrar y divertir a los hombres.

II

Ternura humana, vocación estoica, fuerte salud espiritual, hondo y robusto sufrimiento, humor equilibrado y juicioso, gracia y donaire juveniles, llaneza en el hablar y en el vivir, fueron siempre virtudes nuestras muy castizas, patentes en los artífices y en sus obras, aun en aquellas libres y desgarradas del género picaresco, tan del gusto y afición de no pocas plumas austeras, doctas y señoriles de varones eclesiásticos. Pero ¡qué diferencia del humor españolísimo que rebosa en obras tales, de ese ingenio grave a la par y socarrón, que aun con sus posos y dejos de fatalismo, sabe reír entre las lágrimas, ver el lado gracioso y pintoresco de las cosas, tomar la vida tal como viene, poner al mal tiempo buena cara y recibir con entereza el infortunio, teniendo por harto conocido que no hay bien ni mal que cien años dure, que hoy por ti mañana por mi, ricos y pobres ante la muerte son iguales y, sobre todo, que no es la tierra el centro de las almas; qué diferencia de esa agridulce filosofía (que hasta del dolor y del mal infiere tan fecundas lecciones de experiencia y resignación, que declara el triunfo de la voluntad y el libre albedrio sobre los accidentes y los

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