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gua, La vía romana de Uxama a Augustóbriga, La invasión de los árabes en España y sus estudios sobre la literatura aljamiada (tema que eligió para su discurso de recepción en esta Real Academia), demostraron su caudaloso saber, sus admirables descubrimientos en las más secretas penumbras de la Historia peninsular.

Añadid a esto sus numerosos trabajos sobre teorías y aplicaciones técnicas; su incesante labor en el campo y en la cátedra, en los institutos sabios y docentes, ya como profesor en la Escuela de Ingenieros, ya como individuo de número en las Academias de la Lengua, de la Historia, de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la Sociedad Geográfica de Madrid, amén de muchas Corporaciones doctas de otros países que a honor tuvieron ofrecerle sus medallas, y de los cargos públicos que ejerció con recto espíritu civil; recordad, en conclusión, sus luminosas investigaciones en el solar numantino, en las obras del canal de Suez, donde puso muy arriba la bandera española, y habréis cabal resumen del espléndido horizonte que abarcaron la prodigiosa capacidad, la formidable cultura de don Eduardo Saavedra.

Tuvo por guías y apoyos para subir tan alto, no sólo las cualidades de su robusta inteligencia, sino también las alas de su cristiano corazón: juntos y felices vivían en tan limpio hogar la razón y la fe, la ternura y el conocimiento, desposados y acicalados por el velo pudoroso de la modestia, virtud en él tan pura y propia como el candor de un niño. Fué su vida, gloriosa y dilatada, prueba elocuente de que la Ciencia, sin los penachos del orgullo, vestida con los castísimos

cendales de la modestia y sencillez, inflamada por el amor de Dios, corrobora el espíritu, aquieta las pasiones, mueve la fantasía, madura los pensamientos, los purifica y los levanta a la cumbre de la belleza intelectual, allí donde se confunden la hermosura, la sabiduría y la virtud.

Más que en sus días de mocedad y de gloria, probó el Maestro la grandeza y el temple del ánimo en el crepúsculo de su vejez, cuando por una triste dolencia perdió la luz de los ojos corporales. Al caer la sombra sobre sus pupilas, como un aviso y preparación de la muerte, resplandecieron en su alma con más hermosa claridad todas las luces interiores: la entereza del caballero, la templanza del sabio, la mansedumbre del justo. Cerró los ojos y la voluntad a los rayos del sol con la resignación y la paz de quien tenía dentro de su espíritu más puros y dichosos luminares; halló también hartas consolaciones en el amor de sus amigos y sus deudos, en los legítimos goces de su envidiable reputación, y pocos años más tarde fué su tránsito de este siglo al "inmortal seguro" como un ocaso de luna en "la noche serena" de Fray Luis. Docto como él, como Salinas ciego, ¡ cuán raudo traspasaría el aire todo hasta llegar a "la más alta esfera" y oír el son divino de "la inmensa cítara", la música "de números concordes", bajo la suave claridad del cielo donde jamás anochece! ¡Con qué avidez y júbilo se abrirían entonces los ojos de su alma, tan despiertos en la sombra de los ojos mortales, al fijo Sol de la Verdad Suprema! Quien rastreó por los caminos del mundo con tan divina afición las claras centellas

de la Sabiduría, ¿qué gozo no habrá cuando se acerque al "principio cierto y escondido", a la morada de la Ciencia sin origen ni fin?

"Aquí el alma navega

por un mar de dulzura, y finalmente
en él así se anega,

que ningún accidente

extraño o peregrino oye ni siente..."

III

Fácil coyuntura es ésta, ya que tengo en los labios la dulce y regalada miel de los versos de Fray Luis, para otear las flores donde sorbieron tan exquisito néctar los antiguos ingenios castellanos, y catar sus panales de oro, y aprender el arte sutil con que supieron emular a las abejas áticas del Himeto y del Hibla. Porque buscando yo un asunto decoroso y excelente que a guisa de noble manto encubriese mi pobreza y desnudez, vine a discurrir sobre "la lengua clásica y el espíritu moderno"; sobre el idioma de Fray Luis de León, de Cervantes, de San Juan de la Cruz, y las corrientes espirituales de nuestro siglo. Parecerá presuntuoso que un ingenio lego se aventure a mantener temas que piden grande lujo de erudición y doctrina, precisamente en el lugar insigne donde el saber tiene su cátedra; pero yo no pretendo escribir nuevos códigos, ni romper moldes antiguos, ni entrometerme en tesis filológicas, con irreverencia y desenfado juveniles, sino disertar llana y apaciblemente, a lo poeta, sobre cuestiones que se apoyan por igual en la Ciencia y en el Arte, en la razón y la costumbre, en el maduro juicio de los sabios y en el ejemplo de

los artistas. Con que yo me ponga a honesta distancia de los doctos y del vulgo, en ese término medio del escritor humilde y a la par independiente, que acata la ciencia de los cruditos y mide el gusto popular, sin ser partícipe de ambos, pero tomando de ellos lo que puede y debe adquirir un escritor de amena literatura; con mostrarme tal como soy, sin vanos alardes ni escrúpulos sutiles, acaso logre cumplir la obligación que tengo de afrontar un tema literario y responder discretamente a la benevolencia de tan ilustre auditorio.

¿Son de todo punto incompatibles, como suelen decir algunos ingenios contemporáneos, la lengua clásica y la sensibilidad moderna? Este puro, castizo y caudaloso romance que discurre lleno de fuerza y de avidez, de majestad y hervor, como un ancho río de vida, en Las siete moradas, en la Noche obscura, en Los nombres de Cristo, en los Diálogos de la conquista espiritual, en el Quijote; este idioma robusto, dulce y claro, que parece invención de los ángeles para decir cosas eternas, ¿es impotente y viejo para engendrar nuevas criaturas inmortales, para sentir y comprender las emociones, las gallardías, los orgullos y las ansias del espíritu moderno? Las obras príncipes del siglo de oro, ¿no son dechados vivos, sino glorias muertas, mudos trofeos de glacial arqueología, estatuas yacentes sobre las rotas sepulturas del imperio español? ¿Es menester acaso cerrar esos libros con siete llaves como el sepulcro del Cid, según mandan ahora, y fundir la lengua de Castilla en nuevos crisoles para acuñar holgadamente las novedades de nuestro siglo?

Tales preguntas son otros tantos clarines, a cuyos

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